Introducción
El ser y sus atributos
Conversión de fantasía en realidad
La noción de futuro
La fuerza del futuro
VERNOS
Introducción
Sin resolver en el problema
Aspectos constitutivos del problema
Irradiación de la experiencia
VER EL TODO
Introducción
La imagen del telescopio
El telescopio interior
Diferentes imágenes
La imagen interior
VER EL PROBLEMA
Introducción
La individualidad
Ver el problema
Experiencia del problema
COMPARAR LA MUERTE
Introducción
El gran símil y el drama
El símil en la vigilia
La muerte como nada
La falta de sentido
Otras muertes
VER Y DIVISAR
Introducción
Conocer y saber
Lo inferior y lo superior
El dominio histórico
El dominio vicisitudinario
VIVIR Y VECEAR
Introducción
Vecear la verdad
Involucrarnos
EPÍLOGO
Algunas conclusiones
La historia vécica
MIRAR EL CIELO
“Estamos anclados en el presente cósmico, que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y la cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando allá, en la madrugada del Renacimiento, decía: El ahora o presente incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después.”
José Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía? (Madrid, 1991, octava edición, Revista de Occidente en
Alianza, p. 208).
De acuerdo con
una primera impresión al mirar el cielo surge la sospecha de que por allá
arriba no hay momentos ni tiempo, y que aplicamos nuestras pautas de medición a
una realidad que sobrepasa nuestro saber.
No estamos seguros de que en el universo haya momentos,
y es probable que todo en él se mantenga por siempre, sin principio ni fin,
como sostienen algunos cosmólogos (teorías estacionarias). Al sentido común le
es difícil entender el tiempo: el pasado porque ya pasó, el presente porque es
inapresable y el futuro porque aún no es. De acuerdo a la noción de tiempo prácticamente
no existiríamos, lo que resulta absurdo.
Tomemos un
fragmento del universo, una estrella, por ejemplo. Supongamos, sin que se trate
de nada científico, que la estrella empieza a formarse, alcanza lo que tiene
que alcanzar para ser estrella, existe como tal en tanto su energía se va transformando,
su combustible nuclear se agota y tras un larguísimo proceso explota y muere.
Todos esos estados relativos, las diferentes configuraciones de la estrella y
del espacio en que se resuelve su suerte, así como las configuraciones de los
diferentes componentes en torno a lo cual se define lo que llamamos estrella, ¿es
su presente?
Para
un observador humano es la suma de todos los acontecimientos, los del presente
y los del pasado. Pero ¿de qué presente y de qué pasado? Es claro que es
presente y pasado del observador, no se sabe si de la estrella. Desde que
existen humanos sobre la Tierra la estrella Sol se mantiene incólume,
posibilitando todos los presentes de todos los habitantes terráqueos de todos
los tiempos. Si bien pensamos que el presente de cada momento humano se corresponde
con el presente de cada momento solar, parecería que los tiempos no son los
mismos.
Todo induce a desconfiar
de estas comparaciones, pero es posible que el tiempo del Sol pueda ser medido
en una escala diferente a la humana, no con nuestras unidades de medida sino
con unidades cósmicas establecidas de acuerdo a movimientos, masas y otras relaciones
interestelares diferentes. De lo que se sigue que la noción de transcurso de
tiempo sería también diferente, y que, dadas las gigantescas distancias entre
las entidades estelares, también serían gigantescos los tiempos. Y no hay más
que dar un paso para concebir tiempos extremadamente extendidos, respecto a los
cuales los humanos serían insignificantes. Aún más, se puede concebir un tiempo
con duración prácticamente infinita, algo difícil de comprobar y que se refleja
patentemente en algunas teorías cosmológicas de la más reciente astrofísica.
LA VARA
DE MEDICIÓN
No podemos entrar en contacto con estos hechos
cósmicos sin que nos parezca que se producen de acuerdo a una cadena de nacimientos,
desarrollos, transformaciones y muertes. No disponemos de sentidos capaces de abarcar
el fenómeno tal como es en su realidad, en forma independiente a las limitaciones
perceptuales y cognitivas de los observadores terráqueos. Por otra parte, la
relatividad induce a imaginar cuánto influye en nuestras observaciones y
razonamientos la posición en que estamos, las consiguientes perspectivas, el
movimiento y la clase de trayectoria que sigue el sistema Solar. ¿Cómo se
podría imaginar que tales hechos se producen sin tener que acotarlos a la
comprensión de la mente humana? No lo sabemos, pero se puede sospechar de cómo
influyen esas limitaciones en nuestro conocimiento del Todo.
Si
fuera por cómo los percibimos y pensamos, no apreciaríamos desde la Tierra los
mil estados en que conocemos ese Todo, los fenómenos del universo. Si sólo
fuera por cómo apreciamos aquí las cosas, de las que sólo se nos aparece el
estado en que están ahora, nos sería imposible entender nada del enorme
espacio en que un insignificante planeta gira en torno a una modesta estrella.
Ni de cómo resulta que nuestro sitio en el universo sirva de asiento para que
se desarrolle la vida, que lo inorgánico se metamorfosee en orgánico y lo
orgánico en inteligencia.
Por cierto, nos es
posible investigar la historia de un objeto o de un ser vivo en la Tierra,
porque también podemos apreciar muchos objetos y muchos seres vivos en ella, en
sus diferentes estados de desarrollo, y colegir cómo es la historia de cada
cosa y de cada ser vivo. Pero, ¿qué quiere decir “historia” en el infinito
dominio de la realidad que sabemos comprende infinidad de galaxias, sistemas de
galaxias y grupos de sistemas de galaxias? ¿Tienen historia o sólo es presente,
un presente que tendríamos que aprender a concebir, para no decir observar? Hay
historia en la Tierra, pero ¿qué hace la diferencia con la historia del
universo?
Hay una diferencia
y es la que determinan los sentidos humanos en plena actividad, la actividad
que consiste en vivir. En la medida en que vivimos entre las cosas y los seres
vivos, en esta pequeña zona del Todo, es necesario que se mantenga en armonía
con nosotros, que somos una de sus partes. Es preciso que nuestro hábitat
sea procesado por el entendimiento, sus diferentes manifestaciones, sus estados,
desarrollos, nacimientos y muertes, transformaciones de unas formas en otras. Satisfacemos
tal necesidad atribuyendo un cierto orden a lo que nos parece serie, un
orden que llamamos razón. Todo lo que conocemos se ha adecuado a ese
orden, ha sido puesto en el entendimiento gracias a él.
Ahora bien, el
cerebro funciona de acuerdo al mismo orden por él concebido. Se desarrolla
siguiendo la imperiosa necesidad de satisfacer los requerimientos de la vida, y
de tal manera que su poder de conocer, de cumplir con la misión vital que
consiste en hacer posible la vida, es el mismo poder de conservarse como tal,
el poder de vivir. Volver posible el conocer y volver posible la vida ha sido
uno y el mismo fenómeno que se nos aparece como dividido en dimensiones
diferentes, una corporal o palpable y otra mental e impalpable. Pero ambas
componen una misma y única actividad con los mismos procesos, que se enmarcan
en la misma naturaleza.
No tenemos otra
alternativa que aplicar nuestro cerebro para entender el universo, el mismo que
nos permite entender la vida y el mundo terreno y, además, al mismo cerebro. Tierra
y universo son dispuestos de tal manera que sus permanentes cambios, múltiples movimientos,
accidentes y cursos naturales, se disponen en una y otra de esas dimensiones. Y
en tanto series de transformaciones, como dimensión palpable y como dimensión
impalpable, como presente o como pasado. Pensamiento, materia, hechos, todo en
algunos de esos compartimentos estancos.
LA VARA
DEL TIEMPO
La razón nos permite comprender un universo
que posiblemente requiere otro instrumento para ser comprendido a cabalidad. En
todos los grados posibles de sus aplicaciones, matemático, físico, filosófico, psicológico,
etcétera, el cerebro espera encontrar, aún más allá de su puesto de observación
terreno, una realidad que responda al mismo orden en que ha observado a la
realidad local, porque no dispone de otro. Las magnitudes locales no alcanzan y
se conciben magnitudes cósmicas: el año luz, el parsec, la unidad astronómica, los
eones.
Justamente,
disponer de otro orden capaz de descifrar los misterios del universo –y de paso
los de la Tierra– es a lo que tiende la ciencia de hoy. Tiende a perfeccionar
el mismo orden sin desviarse de sus fundamentos racionales y sólo ampliándolos.
Con ello permite que la razón flexibilice sus principios o genere otros nuevos y
los acomode para que no contradigan y en cambio corroboren la veracidad de sus
supuestos, observaciones, teorías, comprobaciones y demás requisitos teóricos y
experimentales. Igualmente, la filosofía tiende a flexionar el rigor de sus
especulaciones respecto a la vida y a lo que abarca como mundo conocido.
Lo diferente entre apreciar el todo en el
universo y el todo en la Tierra, pues, consiste en que no nos es posible
flexionar ese orden, los principios y fundamentos racionales de modo que sean
capaces de abarcar la realidad cósmica. Esta realidad, aunque comprenda la
misma realidad que conocemos en nuestro entorno solar, se aprecia de otro
modo. Y el modo de apreciar humano es relativo a tamaños, a masas, a
movimientos celestes locales o a múltiples formas de manifestarse la energía. En
la escala del hombre todo se aplica de acuerdo a la razón, a la lógica, a la matemática,
a la ciencia. Pero no hay cómo aplicar la escala del universo al hombre, la que
se ajusta a tamaños, masas, movimientos, expresiones de la energía que
requieren una ampliación inusitada de la razón.
Es curioso que podamos
“tocar” la radiación de fondo de microondas, pero que no podamos hacerlo con restos
de la energía consumida en nuestro nacimiento. Sólo contamos con relatos de
nuestros padres, con fotos o videos que nos remiten irremediablemente a un
pasado del cual nosotros somos el rastro. Porque nos vemos restringidos a confirmar
como existente sólo lo que se puede percibir, o lo que se capta mediante instrumentos
que hemos inventado para potenciar los sentidos. La fotografía de un bebé es
uno de esos instrumentos.
Lo que aquí se nos aparece en pequeño lo pensamos
como posible en grande. En la misma Tierra se nos presenta al entendimiento la oposición
entre lo grande y lo pequeño, así como otras oposiciones como lo que existe y
lo que no existe, lo que tiene vida y lo que no la tiene, lo que es posible percibir
y lo que no, lo que tiene movimiento y lo que está en reposo, etcétera. En
cuanto a todo esto, la razón aplica un mecanismo funcional a la comprensión: lo
perceptible, es decir, lo que queda al alcance de los sentidos, se dice que
responde al estado de cosas del presente, mientras que lo que ha dejado de ser
perceptible responde al estado del pasado, así como lo que se supone que alguna
vez será perceptible responde al estado del futuro.
Por otra parte, si algo
deja de ser perceptible, sea un ser vivo porque ha muerto, una nube porque se
la ha llevado el viento o un navío porque ha desaparecido tras el horizonte, sabemos
que se ha convertido en otra cosa o que está en alguna otra parte o que algo interfiere
nuestra percepción. La remisión de las cosas a las tres dimensiones del tiempo
no es todo con lo que contamos: también poseemos la noción de cambio. Ha
cambiado de ser vivo en ser muerto, la nube ha cambiado de lugar, el navío se ha
ocultado a nuestros ojos. Algo que se remite al pasado, sin embargo, de algún
modo se mantiene en el presente merced a una transformación que cambia su
apariencia, pero no cambia en su esencia ni pasa a otra dimensión del tiempo.
PARA
EL UNIVERSO NO HAY TÉRMINOS DE COMPARACIÓN
Por esta razón decíamos que en el universo
apreciamos el tiempo de manera diferente a como la apreciamos en la Tierra. Parecería
que para el universo no existe la posibilidad humana de aplicar pautas de
medición, y que “todo depende del cristal con que se mire”. Los diferentes estados
físicos transmitidos por la percepción son conocidos a través de las pautas de
la escala humana. Estas pautas se desdibujan en la escala cósmica o no sirven a
la comprensión inmediata, aunque sirven a la matemática. Luego, la matemática nos
ayuda a comprender esos estados físicos, aunque no a percibirlos como los de la
escala humana.
No parece posible confiar
en términos de comparación al mirar y admirar el universo. Sea, por ejemplo,
una estrella; es muy difícil determinar su pasado, su presente e igualmente su
futuro. ¿En qué estado de la estrella nuestra percepción descubre lo que llega
a conocer de ella? ¿Coinciden los presentes temporales? El tiempo de una
estrella medido de acuerdo a la escala humana sólo tiene sentido para la
ciencia, la que “traduce” su conocimiento para que pueda asociarse a nuestra
vida, a nuestro mundo, a nuestra comprensión.
¿Se podría pensar
en una clase de conocimiento de orden universal, en una razón
elevada a la potencia cósmica, en un conocimiento diríase absoluto
desprovisto de cálculos? Algunos descubrimientos científicos, como los
de última generación en materia de cosmología estacionaria, corroboran el
supuesto de que todo está ahí desde siempre. Por lo que, sin tomar esta
referencia como algo definitivo, deberíamos conocerlo y comprenderlo sin
traducción ni cálculo. Pero decimos “desde siempre” sin conocer con exactitud
el significado de esta expresión. Porque se aprecia claramente que a grandes
escalas no hay tiempo terrestre, no hay “siempre” ni “nunca” al menos como
concebimos estas nociones a escala humana.
Al parecer se trata
de un recurso forjado por la mente (Kant) a través de la evolución (Darwin), para
reducir la apariencia a las exigencias de la comprensión, el recurso que llamamos
“razón” o, mejor, razón pura. Acomodamos la apariencia en arreglo a la realidad
terrenal, que es comunicada y elaborada por el sistema nervioso, pero que todavía
no ha evolucionado lo suficiente como para adaptarse a la realidad cósmica –así
como el cuerpo humano no está adaptado originalmente a la vida en el espacio. Decimos
que la luz recibida desde una estrella lejana puede ser la luz de una fuente
que ya no existe, pues, como la luz tarda en recorrer la distancia que la separa
de nosotros, quizá ya se ha extinguido. Pero ¿ya no existe? Queremos decir que su
estado no es el estado de la estrella en su plenitud. Pero ¿cómo es que no
existe? ¿Qué es de lo que en ella ya no existe?
El pasado es una
invención con la que resolvemos el inconveniente de no poder percibir el
proceso en su integridad. Es más convincente, aunque no definitiva, la idea de
que no hay pasado y que todo está aquí y allá, sólo que transformado. Que la idea
de que algo pasó y no pertenece ya al dominio de la percepción es del todo
cuestionable. El problema remite al reino de los problemas de grado. Quiere
decir que la percepción no se suspendería por una desaparición de lo percibido,
que sigue en pie, sino por un cambio en los estados físicos en una escala de
grados, y que esta escala va de lo que para la percepción en su inicio es plenamente
perceptible a lo apenas perceptible y a lo imperceptible.
Existiría una cisura
que dividiría la comprensión en el plano de unas grandes dimensiones, o que la
reduciría en el plano de unas muy pequeñas, como las del mundo cuántico. Podríamos
esperar, para ser modestos, una mayor probabilidad de que se debiera a la
insuficiencia de nuestra capacidad de conocimiento y no a la ingente complejidad
para nosotros de la realidad del universo. Desde un punto de vista espacial, y
en relación a lo que cuantitativamente representamos para el universo, ¿qué
representamos como observadores y conocedores en cuanto a los misterios de ese
universo? Quizá muy poco.
EN EL
TRABAJO DE LA MENTE NO HAY MOMENTOS
Estamos llenos de imágenes e ideas, de deseos
y proyectos, de sentimientos y emociones, y todo se combina con la información
empírica o teórica recibida por la mente. Pero para conocer, para llegar a disponer
de una verdad personalmente definitiva, nos valemos de algunas pautas generalmente
refrendadas en la experiencia. Así como en la memoria de trabajo no hay
momentos, y cada contenido está a disposición de cualquier circunstancia de
vida, también, los que fueron momentos en la actividad espontánea de la mente se
disponen ahora para el trabajo en lo concreto bajo cualquier circunstancia.
Por cierto, la vida
de cada persona está cifrada por los años, meses, semanas, días y momentos
diferentes que componen cada día. Y si la persona puede recordar los hechos
vividos en cada una de estas unidades temporales, aplicando sólo la activación
de su memoria y recomponiéndolos hasta donde puede en sus desarrollos cronológicos,
también encuentra en ellos una funcionalidad no exactamente temporal. Se
disponen en la mente como chispazos, como destellos que asoman aleatoriamente
ya no para para servir a la memoria. Son rémoras de los hechos y procesos de
vida que no repiten la historia, que son nuevos, que han impreso en la mente
enseñanzas y habilidades que se asocian operativamente a las circunstancias
presentes.
Estos
chispazos se desprenden de sus fuentes originarias, de las determinaciones
espaciotemporales en que surgieron, de las circunstancias específicas en que se
produjeron por primera vez en tanto hechos de experiencia. Y entran a formar
parte de la inteligencia como atributos particulares, idoneidades individuales o
saber personal. Ya no se los puede remitir ni al pasado ni al presente,
porque ahora son parte de la inteligencia y están a la disposición de la voluntad
de la persona bajo las condiciones de cualquier eventualidad. Su consolidación como
facultad inteligente parece descubrir, y hasta comprobar, inadvertido entre las
insondables potestades de la mente, el rango de las escalas temporales ajustadas
a otro orden de la razón, a otra de sus escalas de grados referida al tiempo y no
operativa conscientemente.
Los recuerdos a
veces se enlazan con la actualidad sin motivos aparentes, a veces por querer o
necesitar que vuelvan a la memoria. También reaparecen por no se sabe qué razón
que los impulsa a recrearse imprevistamente. Se trata ahora de identificar una
clase de legado de la historia personal que vale por su funcionalidad, por
haberse integrado no como recuerdo sino como medio de conocimiento, como forma
aplicable en la actualidad y surgida a través de la experiencia individual.
En ese sentido, además
de la posibilidad de que la persona cuente con el poder de recordar todos o
casi todos los momentos vividos, de lo cuales le es posible extraer enseñanzas útiles
para resolver problemas en el momento presente en que vive, también puede
apelar a una capacidad propia forjada en el encuentro con el mundo y a partir
de un material no propiamente memorístico. Esta posibilidad es la que tiene que
ver con su posicionamiento respecto a la realidad del mundo, a lo verdadero del
mundo, es decir, al concepto personal acerca de qué es verdad y qué no es
verdad en el mundo.
LA VERDAD
EN CONSTRUCCIÓN
Los sentidos se ocupan de confirmar la
existencia, lo que hay, lo que se comprende en el espacio y el tiempo. Pero no
pueden ocuparse de confirmar el resto, lo que “existe” en el dominio del
pensamiento y de los sentimientos de toda clase. ¿De dónde extrae el hombre el conocimiento
al respecto? Comprueba la existencia mediante los sentidos, pero la existencia
se presenta de muchas maneras al entendimiento y, sea cual fuere su manera de
presentarse, el entendimiento necesita confirmarla al menos de acuerdo a un grado
de verdad. Este grado de verdad consiste sólo en establecer una relación
de amistad con la existencia, una correspondencia entre lo que existe de por
sí, las cosas, los hechos, los seres, la naturaleza, la tierra, el mar y el
aire, en fin, y lo que de todo ello conviene al hombre.
Lo que no se sabe y
quizá no importa si conviene o no al hombre es la realidad, pero la verdad es algo
diferente, bastante complejo y amplio. Es el impulso por discriminar en la
existencia lo que en ella se nos aparece, lo que resulta en tanto apariencia y
en tanto ilusión y fantasía. Y es también lo que conviene al hombre en una gama
muy amplia de asuntos fundamentales: entender la existencia, implicarse en
ella, intercambiar con ella, contribuir con ella en el sentido de atribuirle un
sentido, justificarla, aprovecharla o rechazarla si no es conveniente, y determinar
cuál es la realidad definitiva, la realidad real. ¿Conveniente para qué? Pues,
para sobrevivir, pero también y especialmente para vivir sin la urgencia de
sobrevivir.
Verdad,
por consiguiente, es algo fundamental para quien existe y es real, tanto como
las cosas, los hechos y los seres vivos o animales. Desde que el hombre es una
existencia como cualquiera otra, el conocimiento que tiene de sí mismo también está
expuesto a la fantasía y a la ilusión. Forma parte de la apariencia como toda
existencia sometida al entendimiento, y por ello necesita de la verdad para no
caer en un conocimiento erróneo de lo que es él mismo en tanto contribuye a
aparejar la existencia del mundo. El conocimiento pulido por la verdad es la
realidad real, por más que debe perfeccionarlo permanentemente, recrear y
ajustar una y otra vez su propia imagen y la imagen del mundo.
El
hombre modifica el mundo y el mundo lo modifica a él, y a través de esa
reciprocidad encuentra la confirmación de la realidad como existencia conveniente,
es decir, como realidad verdadera. Por supuesto, puede confirmarla también a
través de deducciones o supuestos no experimentales; puede confirmarla en la
práctica y luego realizar la proyección de sus confirmaciones por vía de hipótesis,
inferencias e intuiciones sugeridas por la práctica. Da con una red de
relaciones en lo sustancial libre de los engaños de la apariencia, y en eso
consiste su saber personal y, de manera más compleja, el conocimiento general.
Una
vez que el ser humano es visto a través de este cuadro, en el cual la
individualidad es un fenómeno estrechamente ligado a la experiencia, y la
experiencia a la historia personal, empieza a despejarse el problema del
conocimiento de que se pueda disponer. Nos referimos especialmente al saber de
cada persona y que se va asentando a través de la experiencia, no sólo al conocimiento
acumulado por la colectividad o conocimiento establecido y consensuado del cual
igualmente el sujeto puede valerse. En materia de experiencia conviene
distinguir con claridad la experiencia individual y, en lo que a ella concierne
especialmente, la vivencia. La vivencia es el contacto íntimo de la persona con
el entorno, el encuentro particular con cada una de las vicisitudes que le
acechan en el curso de la vida, la clase única de impacto que los hechos tienen
en la mente y en el espíritu y, a su vez, la clase de resultados impresos en
los hechos y en las cosas.
LA
MENTE DE TRABAJO
Se trata de la dialéctica por la cual en el
sujeto del saber se va trazando el mapa de una verdad probable, la más cercana a
la que puede concebirse como ideal. De una verdad inicialmente establecida sólo
para él y en la circunscripción de la actividad con consecuencias sólo para él
y por él impresas en el entorno. Una verdad personalizada y forjada a través de
la actividad concreta, las conductas en el trabajo, en las relaciones familiares
y sociales, en las aficiones, obligaciones, simpatías y antipatías, etcétera. En
el entorno de una experiencia en construcción, siempre inacabada, perentoria,
provisoria, aunque operativa teórica y prácticamente, se resuelve una verdad
bajo las mismas limitaciones y condicionantes.
La mente en tanto trabajo funciona de una forma
especial cuando se trata de responder a los requerimientos complejos de la
circunstancia, a las circunstancias cuando acarrean problemas y a los problemas
cuando solicitan soluciones que literalmente hay que inventar en el momento o
que, fuera del momento en que se presenta el problema, hay que encontrar contando
con espacios y tiempos suficientes. Hay una mente de trabajo, como hay
una memoria de trabajo, aunque es preciso señalar una diferencia
importante. La mente de trabajo no almacena información ni la procesa, como en
el caso de la memoria de trabajo. Ya hemos visto que apela a una derivación
histórica de información, no a la información en forma directa; al resultado de
procesos ya terminados en torno a la información y a lo que en la vivencia se
ha hecho con ella.
En
cuanto a la indiscernible conjunción de memoria y mente de trabajo, en mutua y estrecha
colaboración, se observa y resulta notorio en la práctica que las personas
aplican la segunda, la mente de trabajo. Parece ser la que gobierna el proceso
de resolución de problemas y la que suele conducirlo a un fin con resultados
positivos. Todos resolvemos nuestros problemas de manera personal, aunque
apliquemos las mismas fórmulas, las mismas instrucciones o las mismas habilidades
adquiridas. Pero en el modo como las aplicamos se definen tales resultados en
una cantidad de veces, veces eventualmente exitosas o parcialmente satisfactorias
y a veces del todo fallidas.
No podría explicarse, de lo contrario, que
diferentes individuos obtengan tan diversos resultados aplicándose en realizar
las mismas tareas con la misma clase e igual cantidad de dificultades en
oportunidades en que el entorno presenta las mismas condiciones, adversas o
favorables. En tales casos no sólo se activan las carencias o los dones
naturales, la vertiente genética, lo biológicamente hereditario, pues esto
también pasa ineluctablemente por el filtro de la experiencia personal al
manifestarse. Y esa experiencia es una sola, única para cada individuo. Del
mismo modo, lo proveniente del entorno y que contribuye al éxito o al fracaso
de la gestión, no funciona sin antes pasar por el tamiz de lo personal,
subjetivo y espiritual, el gran asimilador y acondicionador que se ha fogueado
en la experiencia.
Una conclusión
posible que se desprende de todo lo anterior es la siguiente: observado el
universo de la manera como lo observamos los humanos desde aquí, resulta que para
nuestro saber no es posible dar con momentos tales como los que detectamos en
nuestro entorno e involucramos con el tiempo. Tal particularidad sugiere que el
tiempo y sus momentos terrestres tienen que estar afectados por alguna clase de
distorsión o de omisión o de complementación por parte de nuestra mente. Y que
no hay una verdad para el tiempo que no sea la que surge de la conveniencia
para los humanos de refrendarse a través de su pasaje por el mundo, quizá la
única verdad de la cual se pueda hablar, además de la verdad establecida por la
ciencia.
MIRAR LA TIERRA
“Reparen que de todos los puntos de la tierra el único que no podemos percibir directamente es aquel que en cada caso tenemos bajo nuestros pies.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 208.
De acuerdo con una primera impresión al mirar nuestro entorno surge la
sospecha de que no sólo vivimos este presente temporal. Nos da por pensar que somos
algo más que comparecencia, más que otra de las evidencias del mundo.
De ninguna manera nos da por pensar en que
podamos ser algo extravagante, mistérico, esotérico; es algo diferente y cristalino.
La fuerte impresión que nos produce todo lo que apreciamos en el mundo, la
naturaleza exuberante de la tierra y la enormidad inabarcable del universo nos
induce a pensar en nosotros. A pensarnos como uno de los detalles de un
espléndido cuadro en el que todo parece querer desprenderse de sus marcos por
su vitalidad, su esplendor y su energía. Nos induce a suponer algo que se
justifica de por sí solo: que, en tanto también somos naturaleza, asoma en
nosotros o se esconde furtivamente algo de esa exuberancia y de la enormidad que
caracteriza a lo que existe.
Salvo que inmediato
a este pensamiento sigue el que nos previene acerca de que esas atribuciones no
se aprecian fácilmente en nuestras conductas. Que, por desgracia, las cualidades
que sobrepasan el término medio, en el que es más fácil concebirnos, no son las
que sin duda nos caracterizan. Que la riqueza, la plenitud, el desbordamiento, la
exuberancia, la enormidad, fácilmente apreciables en el universo, se reflejan en
la naturaleza humana más como potencia que como acto, más como posibilidad que
como realidad concreta. Enseguida comprobamos, y lo comprueba fehacientemente
la historia, que la naturaleza humana o, más exactamente, la condición
humana, se manifiesta plena de ambiciones y realizaciones que con demasiada
frecuencia se pinchan y desinflan.
Enseguida de
reconsiderar estas reflexiones surgen otras, como la que nos conduce a
rememorar todo lo bueno que hay en el hombre, sus hazañas, creaciones
maravillosas, la ciencia y el arte, la tecnología, la arquitectura, las
maravillas de la ingeniería antigua y moderna, la tecnología, en fin, la
abnegación conquistadora de tantos beneficios, innovación y descubrimiento, aquello
que no sólo es potencia o posibilidad, no sólo intención o deseo, sino también
acto, obra realizada, cultura. ¿Por qué dudamos de la naturaleza del hombre?
¿Por qué a veces la elogiamos y otras la estigmatizamos? ¿Por qué hay tantos
que la ponderan y tantos que la condenan?
NATURALEZA
HUMANA Y CONDICIÓN HUMANA
No todo lo que somos está al alcance de la
comprensión; no puede percibirse ni puede deducirse fácilmente. No porque
seamos la asociación de dos dimensiones, una visible y otra oculta, sino porque
somos algo en marcha, algo que se realiza permanentemente, y es difícil
apreciar a cabalidad. En el universo todo está en marcha, si bien en nosotros
esa marcha es evidente sólo a partir de determinados hechos. En algunos de
nuestros hechos parece que esa marcha debe completarse desarrollándose a sí
misma, recreándose, modificándose, rompiéndose y al mismo tiempo reacondicionándose.
Como si de una sola y única vez la naturaleza no hubiera dotado de lo necesario
para ser lo que somos, o sólo contáramos con una especie de programa que cumplimos
de una manera azarosa. La Creación parece ser la puesta en marcha de un proyecto
tanto más que un extraordinario fenómeno cumplido, obra en construcción más que
edificio a estrenar. Proyecto iniciado pero inacabado, la creación está
permanentemente recreándose, completándose, modificándose hasta algún punto
en que se deja reconocer como es habitual reconocer en nuestro entendimiento más
perspicaz.
No se realiza sólo
por la obra ineluctable de la naturaleza, que lo realiza todo. Especialmente los
humanos debemos completar lo que nos es dado, como seres entre todos los seres
vivos y con particularidades muy diferentes a las que tienen los demás. Debemos
volver palpable lo que aún no somos, y porque en puridad no sabemos a ciencia
cierta qué es ser completos corre por nuestra cuenta definir en
definitiva lo que somos o, mejor dicho, lo que vamos a ser o lo que elegimos ser.
Por esta sencilla razón decíamos que no todo lo que somos está al alcance de la
comprensión ni puede percibirse ni deducirse fácilmente.
Es el drama del
hombre, el no saber en qué consiste su verdadera naturaleza, que a veces parece
una y a veces parece otra. El ignorar a qué se llama hombre con
significado claro, sin sombras y sin agregarle atributos de nuestra parte. Si llamamos
así a la imagen que tenemos en el ahora, en el lugar y el momento en que
vivimos, o si responde a otro significado aún no vislumbrado, que quizá lo sea
en un lejano futuro. Surge pues una diferencia crucial entre la noción de naturaleza
humana y la noción de condición humana. Sabemos que la primera también
oculta sus designios últimos, pero el descifrarlos no cuenta entre nuestras responsabilidades
(salvo la de preservarlos, sean los que fueren). Y conocemos la segunda, la
condición humana, en su realidad coyuntural y cambiante, en su vicisitud, en su
peripecia, en su aventura aún sin desenlace. La primera marcha por sí misma, realizándose
por sí sola, mientras que la segunda no marcha sin que la impulsemos nosotros
en la búsqueda de un sentido final.
LA MEMORIA
Y LA CHISPA
Se supone, finalmente, que vivimos sujetos a un
tiempo no fluyente sino cambiante. A un fenómeno que no es el de fluir desde el
pasado al futuro sino el de cambiar, el de que todo cambia como denuncia la
canción, “cambia lo superficial/ cambia también lo profundo/ cambia el modo de
pensar/ cambia todo en este mundo”. En otras palabras, que la idea que hacemos
del tiempo como paso fantasmal e inflexible por el cual todo termina
desapareciendo del horizonte perceptivo, es en realidad una clase de fenómeno
que se corresponde con la condición humana, no con la naturaleza humana.
Lo
que invita a reconsiderar aquella fórmula genial en la que un filósofo de grado
extraordinario había prescrito: que no somos solamente un yo, sino que, además
de ser un yo integramos la circunstancia en la que comparecemos. Se acordó José
Ortega y Gasset de que hay algo más, en un sentido completamente innovador por cuanto,
al yo o ser solo que somos, se agrega un ser sujeto a la realidad circundante y
concurrente.
Analicemos
esa circunstancia. En primer lugar, es una circunstancia especial y no
cualquier circunstancia; no la que se vive en un incidente o en un escenario
casual en un momento cualquiera. Es la circunstancia que va con el ser íntimo
en todo momento, en todo tiempo y lugar, lo que ha hecho la circunstancia con
el yo más que lo que hace el yo en una circunstancia cualquiera. Debería
decirse que integra el yo y no que sirve de contenedor incidental a un yo
independiente que fluctúa buscando la oportunidad de ser.
En segundo lugar, esa
circunstancia que funge como parte indivisible del yo, es histórica, es la circunstancia
de una vida y no el vivir en una circunstancia. Es el influjo de la vicisitud en
la persona y no el de la persona en la vicisitud. Vale decir, el resultado de
vivir ya hecho, recibido, asimilado y vuelto carne. Diríase que el mundo de la
persona, su entorno y su dintorno, ha encarnado en ella, así como la persona de
carne hueso se ha vuelto mundo. En esto puede influir la acumulación de los
hechos de vida involucrados, pero esa circunstancia de la que hablamos ya no se
corresponde con las vicisitudes vividas ni con el conjunto de todas ellas
almacenado en la memoria. Es, en cambio, el destello permanente de su historia,
su historia hecha presente intemporal.
Es decir, sin un más
ni un menos, que el yo, la persona en su esencia íntima y en la hondura de su
subjetividad profunda, se define como el ser que ha superado al tiempo o que lo
ha transformado en un ser consciente y facultado para enfrentar los problemas y
la adversidad a partir de cada una de sus infinitas peripecias personales. Que
no es sólo individuo, sólo cuerpo y cerebro sino, sustancialmente, tiempo
vuelto historia, entendiendo ahora por historia la síntesis virtual de toda la
vida transcurrida y vivida. Así, pues, ese yo y su circunstancia no es un dúo
sino una sola entidad consolidada e independiente del tiempo.
Es una sola realidad
humana en cuya definición no cuenta la cadena de hechos sino el trabajo de la
cadena. No la serie sino lo que el sujeto en su historia ha hecho con la serie,
lo que ha convertido selectivamente de la serie en un primer y a la vez último
elemento, en el antecesor y el sucesor fundidos en un único componente
representativo de todos. Porque para la persona no cuenta la acumulación o
serie de momentos y lugares, de circunstancias físicas o de estados mentales,
sino aquello que se ha impreso en su mente y activado en su inteligencia.
De lo dicho hasta
ahora se puede concluir que el edicto “yo soy yo y mi circunstancia”, del cual Ortega
y Gasset infiere “si no la salvo a ella no me salvo yo” (Meditaciones del
Quijote), esconde una particularidad única. Se trata de una historia dentro
de la otra, una corporal y cronológica y otra psíquica y atemporal. Un dominio
que corresponde a la historia personal como se concibe en términos comunes y
corrientes, y un dominio que, si bien corresponde a la historia personal, pasa
inadvertido por tratarse del que por selección se ha convertido de trayectoria
de vida en saber o, más exactamente, de experiencia de vida en facultad intransferible
de conocimiento, en posibilidad efectiva de un saber acondicionado por la
especial manera en que manifiesta la condición humana en el pensamiento
y en la conducta de cada persona.
Y
decimos que pasa inadvertido por tratarse de un dominio histórico-personal ya
perdido en los laberintos de la memoria. Una experiencia indiferente respecto a
la mnemotécnica, la remisión a un pasado innominado como la que hacemos al
exclamar “alguna vez pasé por ese sitio” o “¡he oído hablar de eso tantas
veces!”. Remisiones hechas casi sin la conciencia de que en nuestra mente se
activa lo que no vale por actualizarse en tanto contenido determinado sino por una
relación indeterminada que se activa digamos en el “aire” de la mente.
En estos casos la comprensión resulta de una chispa que salta cuando el
saber personal enfrenta un problema, tiene que revelar un misterio o cuando
responde preguntas en la interlocución cotidiana.
LA FUENTE
OBJETIVA
Ortega nos explica en qué consiste ese conocer
que en el plano corriente y personal distinguimos remitiéndonos a un saber
personal: “Conocer es no contentarse con las cosas según ellas se nos
presentan, sino buscar tras ellas su ‛ser’. ¡Extraña condición la de este ‛ser’
de las cosas! No se hace patente en ellas sino, al contrario, pulsa oculto
siempre debajo de ellas, ‛más allá’ de ellas.” (¿Qué es filosofía?,
Apéndice) ¿Qué hace el hombre en su intento de correr el velo a este
ocultamiento, especialmente cuando lo que se oculta es la mismísima solución de
un problema?
En su vivir de
todos los días, en sus situaciones conflictivas, en sus apuros, en sus pequeños
y en sus grandes dramas, ¿la persona se vale sólo de su memoria, sólo de sus
recuerdos en situaciones anteriores parecidas, y vuelve a aplicar las
soluciones exitosas que le permitieron encontrar respuestas adecuadas? Claro
que no, ni acude a los libros, ni asiste a ningún curso para aprender a superar
las dificultades.
La
situación conflictiva, sin solución fácil y rápida, en términos generales se
presenta en prácticamente todos los momentos del diario vivir. La intencionalidad
y los movimientos por parte de la persona se proponen siempre un cambio de
estado desde lo no realizado a lo realizado, aun cuando no se trate de
problemas ni de dificultades. Es el paso desde la tarea por hacer a la tarea
hecha y cumplida. Y lo que entonces salta en chisporroteo en la mente es lo que
ha permanecido de la circunstancia específica; pura neurología o lógica de la
inteligencia, pura dialéctica neural. Es aquello que la experiencia formaliza
como esquema genérico de aplicación a partir de ocasiones, de turnos en los que
ha fructificado la vivencia o las veces vivenciadas, no importa cuáles.
Consiste en lo que se ha incorporado desde lo concreto al plano de las
habilidades mentales del sujeto. No exactamente el contenido grabado en la
memoria, sino la huella o pauta operativa, el cálculo o algoritmo a disposición
después de haber sido incorporado a la mente como recurso operativo.
Es
posible que la circunstancia orteguiana se configura merced a la obra secreta
de las veces indeterminadas en las que han prosperado los determinantes
importantes del saber. No por ninguna de las situaciones pasadas que puedan sugerir
soluciones parecidas ni por una síntesis o suma de tipo algebraico con poder de
resolución para cualquier problema. Tampoco por la invocación de alguna de las
situaciones actualizadas como inducción retrospectiva o retroducción. La
“materia” de que está hecho el yo de la circunstancia orteguiana proviene, a
todas luces, de la experiencia objetiva, no sólo del acervo subjetivo habitualmente
considerado como fuente poco fiable de conocimiento.
La
raíz objetiva del yo, pues, se descubre en el vaso comunicante que enraizado en
la experiencia vicisitudinaria se desarrolla como el tallo de una planta o el
tronco de un árbol. Se concilian dos vertientes que no se oponen ni se contrarrestan
y que se complementan en una participación compartida en el desempeño de la
persona observante y cognoscente.
VIDA
Y SABER
La vida no sólo es una conjunción o una
sintaxis de pasado, presente y futuro. La forma en que se generan los saberes
sobre el mundo, la apreciación del universo y la misma toma de conciencia sobre
nosotros mismos; parece que son algo más. El saber con el que nos manejamos en
la vida nace y se desarrolla en la medida en que nace y se desarrolla la misma
vida. La producción de recursos para que el saber y la vida se desarrollen y
crezcan consiste en el contrapunto de dos fuerzas que se alimentan entre sí en mutua
y recíproca correspondencia. Entonces, surge la sospecha de que no sólo vivimos
este presente temporal.
Se levanta la
sospecha al parecer indemostrable de que somos algo más que comparecencia, algo
más que otra de las evidencias del mundo. Además de ser somos también el
qué somos que revela nuestra esencia, lo intrínsecamente humano que nos
distingue. Conjuntamente con existir sin más, la simple comparecencia como
criaturas del mundo, somos a su vez la esencia de nuestro propio existir. Y esa
esencia es la que aparece sorpresivamente, rompiendo todos los esquemas, penetrando
la apariencia a la que nos acostumbran nuestros sentidos primarios.
¿A través de qué
medio se manifiesta esa esencia en el diario vivir? En el saber, nada menos, en
el desempeño por el cual despejamos nuestras grandes dudas, superamos los
mayores obstáculos y nos realizamos a través de obras que compiten con la
naturaleza. Al punto que nuestra presencia en el mundo, que es igual a la de
cualquier ser vivo, como igual a la de los objetos, es más esencia que
existencia, es realización por el saber más que realización por el simple ser y
el consiguiente vivir. Esta extraordinaria dimensión, que rompe el esquema
espaciotemporal, se reconoce en tanto es la que nos permite ser lo que somos.
Lo que nos permite ser en nuestro qué somos, en el es fundante
que está a la altura de nuestra comprensión por más que se esconda a los ojos.
En el intento de
explicar qué somos nos tendemos una trampa a nosotros mismos. Nos descubrimos y
definimos como lo hacemos con todo aquello que se vuelve necesario descubrir y
definir. Como si fuéramos parte común de la apariencia, de la otredad en
la que deseamos irrumpir para desentrañarla y apropiárnosla. Lo que por encima
de todo sentimos como ajeno, completamente fuera de nuestro saber y
cumplidamente extraño, es la particularidad por la cual la existencia deja
de existir al abandonar el presente: la noche de los tiempos, la muerte, la
nada, el antes y el después.
De manera que no
resultamos ser más que un presente histórico, que existencia y realidad estrictamente
al alcance de los sentidos. Sin embargo, ser históricos no es participar como un
fragmento, como una fracción del eterno realizarse de los tiempos. No somos
historia como lo es una partícula que asoma casual y fugazmente a través de un
pequeño y breve intersticio al alcance de los sentidos. No somos historia
solamente en el espacio de un instante de la eternidad gracias al cual se
vuelven posibles la luz y el esplendor de la conciencia.
Más bien, somos historia
como lo es un electrón que atraviesa simultáneamente dos –nosotros quizá tres– rendijas
diferentes en la misma pantalla plana. Entendernos como historia “en el tiempo”
no es sino sustraerle integridad al ser humano, suscitar el espectro de las
dimensiones concebibles sólo en el presente, una ya ida y otra por venir. Ser
parte de la historia, por tanto, no es encontrarse eventualmente en ella sino
realizarla. Por lo que, como las partículas subatómicas, somos entidades capaces
de hacer que nuestro existir se forje en direcciones diferentes y a la vez,
porque somos una realidad única, no en parte ida o en parte por venir.
VIVIR EL PASADO
“Lo que acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos [a las verdades], el cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes. Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia. Lo cual es precisamente el hecho misterioso e inquietante, pues ocurre que con un pensamiento nuestro, realidad transitoria, fugaz, de un mundo fugacísimo, entramos en posesión de algo permanente y sobretemporal.”
José Ortega y Gasset, ob. cit.,
p. 16.
La palabra vez
nos transmite lo que de un hecho humano usualmente se olvida y deja un fondo de
experiencia que funciona como conocimiento permanente, sin figuras, lugares ni
tiempo.
En la palabra vez se contiene la
esencia de un hecho humano cualquiera, y si no aparece en el discurso es
porque se ha querido referir la oportunidad concreta, la ocasión, el momento y
el sitio en que ocurrió uno o varios hechos. Pero si aparece es porque se ha
querido decir lo que se refiere a un contenido indeterminado, a un hecho cuyos
detalles no importan. Y como para ella los detalles no importan, su función
consiste en aludir lo que en la experiencia permanece como la forma de un hecho
y como el contenido.
Así como la
descripción o el nombre de un hecho transmite lo que en circunstancias precisas
ha pasado, lo que está pasando o lo que va a pasar, se puede señalar qué es
eso que transmite, sin necesidad de nombrarlo ni de describirlo y sólo activando
su evidencia mediante esta palabra. Con lo que, como los deícticos, la palabra
toma su significado del contexto. Decir qué es significa indicar lo esencial
de un hecho que puede quedar impreso en la conciencia –o en la memoria– en
tanto significado oculto.
Una
persona puede describir un hecho por ella misma experimentado, hasta en sus
pormenores y en cuanto a momentos y lugares. Si lo ha olvidado no podrá hacerlo
y, sin embargo, en ocasiones especiales el hecho olvidado vuelve a hacérsele
presente. Pero, creemos, ya no como recuerdo en tanto contenido de la memoria.
En sus Confesiones San Agustín, el gran apologista de la memoria, deduce
que “si el olvido está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que
tuvo que estar éste presente para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando
estaba presente, ¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el
olvido borra con su presencia lo ya delineado?” (X, 16, 25).
La agudísima
pregunta de San Agustín encierra un enigma: la imagen. ¿Qué es esta imagen?
También pregunta “¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido?
¿Diré acaso que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de
decir que el olvido está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son
absurdísimas”. Porque entre los hechos vividos hay algunos que, aun cuando
dejan una secuela en la mente, luego se borran. Son parte de una serie
cronológica de hechos vividos, pero que a la larga se pierden en la memoria
espaciotemporal. Y si se pierden y borran, pero hay algo de ellos que
permanece, ¿dónde permanece?
Los hechos que
dejan una imprimación especial en la mente, no el recuerdo del hecho exactamente
sino la conciencia de que han ocurrido, una clase de efecto que se fija en la
mente sin importar qué ocurrió, merecen una atención especial. Son
hechos cuyas secuelas indescriptibles intervienen en todo momento, ya no como
recuerdos, ya no como asuntos a retrotraer desde el pasado. Ocurre con
frecuencia que obtenemos del pasado una enseñanza que nos permite llegar a una
conclusión en el presente, resolver un problema, salvar un obstáculo, revelar
un misterio, que en lógica se llama retroducción; pero en la vez no hay
retroducción.
Se trata de una presencia
diríase fantasmal, parecida a una visión, de la que sacamos provecho en tanto
pasa a formar parte de nuestra inteligencia. A partir de los hechos de la
experiencia personal, se configura un recurso mental que es al que generalmente
apelamos, especialmente bajo condiciones adversas o cuando carecemos de otra
clase de ayuda, física o intelectual. Este recurso, que no parece yacer en la
memoria, es lo que habría de ser entendido como saber esencial de la persona.
Su fuente no es la del conocimiento adquirido, la de habilidades incorporadas
por instrucción o por aprendizajes especializados, sino la que proviene
directamente de la experiencia personal.
Aunque el
conocimiento adquirido igualmente intervenga y se mezcle o combine con el
aporte exclusivo de la experiencia, no es sino lo que ha traspasado la prueba
de la individualidad, de los modos personales de manejar los componentes
mentales y físicos que se activan en cada ocasión de vida. Aunque se trate de
habilidades adquiridas y de saberes asimilados desde asistencias externas, lo
que en última instancia –o quizá primera– funciona en la persona es único. Es
el resultado de una elaboración propia en tanto se enlaza en la vivencia con el
mundo de una manera singular, íntima y subjetiva.
Los hechos a que
nos referimos son aquellos que tienen injerencia en ocasiones cruciales, pero
no como hechos en el sentido estricto sino como lo que algunos hechos han
dejado al alcance de la atención y de la voluntad en cada una de las personas.
Son los que configuran los ingredientes del saber a qué atenerse ante
obstáculos y situaciones complejas, en el sosiego o en la desesperación. No son
recordables ni interesan a la persona en tanto hechos del pasado; y la persona
no tiene que ser consciente de que se asiste con la rémora de antecedentes cuya
funcionalidad no importa determinar en su génesis ni en el desarrollo cronológico
de su historia.
EL
YO ES HIPERBOLOIDE
Vez es la ocasión
sin nombre que corresponde a un hecho vivido y del cual la persona ha extraído
conocimiento personal. Llamémosle saber personal o saber adquirido en la
experiencia, un saber de tipo formal, con lo que queremos decir que ha sido vaciado
de contenido primigenio quizá en forma inconsciente. Un saber funcional que se
aplica en tanto pauta recursiva, no como contenido que vuelve una y otra vez a
refrescarse en la práctica de vida. Lo que el sujeto hace con los conocimientos
y las habilidades adquiridas, con los aprendizajes físicos e intelectuales, la
repetición, el hábito, las costumbres, todo ha sido vertido a través de un
embudo, de una bocina exclusiva que transforma a su parecer todos los timbres y
todas las modulaciones de un sonido universal que en el individuo se vuelve
particular y singular.
Hemos
dicho embudo, pero no se trata exactamente de un embudo como el que
habitualmente se atribuye a la introspección, exploradora de la subjetividad.
Un tubo cónico que empieza abierto a la conciencia y se hunde para cerrarse en
las profundidades del yo y hasta perderse. Si se lo quiere graficar es mejor
pensar en un hiperboloide: una de sus bocas da a la conciencia que se enfrenta
a la realidad objetiva, y la otra al dominio de la experiencia, real, objetiva,
empírica. Su tramo más angosto corresponde a la subjetividad propiamente dicha
que, como la objetividad, se enriquece y desarrolla en el ajetreo de la
experiencia.
La experiencia
siempre es diferente en cada historia, aunque se trate de los mismos hechos
desencadenantes, de los mismos problemas, de las mismas respuestas a esos
problemas. Y, si en ello va la experiencia correspondiente a la evidencia,
a la confirmación de que se es, de que somos, de que comparecemos ante
la realidad externa, surge que nos confirmamos como sólo una parte, como sólo
un fragmento del todo de que tenemos intuición.
No somos sólo repetición
de acontecimientos y tampoco sólo acontecimientos nuevos. En la esencia misma
de lo que representamos en el mundo sólo somos generación de acontecimientos,
creación permanente de ideas y hechos. Saber que vivimos no es sólo hacernos
cargo de una realidad interior que se nos ha dado y por la cual verificamos la
realidad exterior. Es también y fundamentalmente darla nosotros a pura voluntad
y por nuestros propios medios. Y el único medio con que contamos es el saber,
una facultad que es hermana de sangre de la vida.
A través de la vida
obtenemos el saber y por el saber hacemos posible la vida. Desde luego, en el
correr de la vida nos procuramos conocimientos de toda índole a través de
aprendizajes, de toda clase de instrucciones, especialmente a través de la enseñanza
formal e aún de la informal, etcétera. Pero todo esto cursa a través de una manera
personal de recibir, de asimilar y de elaborar los conocimientos. A este
resultado final concebido como facultad inteligente le llamamos saber
personal.
Este saber personal
es el que nos permite generar la vida, puesto que es el que nos facilita los
medios para superar las dificultades, resolver los problemas, develar los
misterios, acomodarnos en un medio del cual recibimos tantas dádivas como solicitaciones,
tantos beneficios como perjuicios. Llegamos a la vida como aprendices y
encontramos a quienes se encargarán de volvernos completos, pero no del todo.
Nos vemos forzados a poner de nuestra parte lo que falta; y falta mucho porque
se trata de lo esencial, de lo que finalmente convierte al individuo en
persona. En este completar, en este pasar de lo vegetativo a lo consciente, el verdadero
ser definitivo, es donde se vuelve realidad la esencia humana, palpable el
qué es lo que somos. A no ser por la intervención de este movimiento
crucial, la criatura humana permanecería sin saber nada y desconocería que en
realidad vive.
LA PERSONA
ANTE LA ADVERSIDAD
A través de una abrumadora diversidad de veces
vamos seleccionando algo de ellas que contribuye en impulsar ese movimiento decisivo.
Recolectamos selectivamente lo esencial, lo que se sobrepone a las veces
masivas que componen nuestra historia física. No son historia temporal sino
historia vicisitudinaria, discontinua, subyacente, incluso imperceptible. Por
cierto, existimos en los tramos del tiempo, nos prolongamos en ellos como todo
lo que habita en la faz de la tierra. Pero ¿qué seríamos si sólo fuéramos presencia
física, sólo evidencia para que no se sabe quién la confirme?
Hay
algo que se esconde en el saber personal, y que es difícil lograr que salga de
su escondite. Y no es sino la convicción de que lo que se es se puede
complementar con lo que es posible llegar a ser. Si es algo innato en la
persona, frecuentemente la persona no lo sabe. Parece que no contamos en el
arranque con el conocimiento de lo que podríamos llegar a ser, que lo inventamos
nosotros. Y si ya estaba de inicio, de todos modos, no venía aparejada la
fórmula para volverlo consciente ni la de cómo lograr su pase a la práctica de
vida.
Venía lo necesario
para concebir la sobrevivencia, pero no la vida, la que el hombre tiene que
concebir más allá de los necesario para permanecer como cuerpo, como individuo.
Le llevó milenios hacerse con lo necesario, no sólo para sobrevivir sino para
vivir, para hacer de su presencia entre los demás seres vivos y las cosas una
esencia, no importa ahora si beneficiosa o perjudicial para el mundo. Importa provisoriamente
sólo que se construyó a sí mismo, que se procuró de lo dado una nueva dación, una
noticia de sí mismo reconstruida de la materia original, una modelación
particular esculpida en un mármol informe, aunque precioso.
¿Cuál fue el proceder
que le llevó a lograr el resultado que es él mismo? ¿Qué fue lo que hizo? Es
una pregunta dificilísima, seguramente imposible de responder con palabras. Sólo
pueden vislumbrarse algunas luces de este enigma incurriendo en la historia de
la humanidad. Paseando por sus infinitos laberintos y crucigramas, es posible
entrever al menos, si no racionalmente acaso en tanto chispazo de sola y
desolada comprensión. Todo se ha cocinado en el enfrentamiento con la
adversidad, en la lucha inacabada ante el obstáculo para la acción. El cual ha
sido tanto el impedimento de sus propósitos como la sugerencia que lo convierte
en la solución. De modo que el mismo inconveniente es el que en general inspira
el ingenio capaz de superarlo, fuese una invención, una acción, una idea,
etcétera. En el enfrentamiento es donde se definen los resultados fundamentales
para el saber. En primer lugar, se define la solución o el fracaso, el éxito
generado por las acciones practicadas, o la confirmación de su inconducencia,
lo que también es un resultado aprovechable. En segundo lugar, se define una
noción fundamental para el saber, la noción de verdad.
LA
VERDAD PARA LA PERSONA
En la medida en que el pensamiento y las
acciones humanas comparecen en el enfrentamiento con la adversidad, se van
consolidando respuestas externas que corroboran o contradicen la injerencia
humana en el entorno. Se va trazando un mapa conceptual acerca de la realidad
del mundo circundante y circunstante, que no es más que un planificado y geográfico
modo de hacer corresponder las ideas y el saber con el entorno en que se habita.
Esa correspondencia entre la realidad dada y la realidad confirmada experiencialmente
es la verdad para un observador-pensador que pasa de ser evidencia a ser
conciencia, de la incertidumbre a cierta clase de certidumbre funcional. Una
vez más: pasa de ser existencia o presencia a ser esencia o a pensar desde su
esencia, que es el estado del espíritu ideal para dar con una verdad
cercana a las máximas aspiraciones.
Como decía Ortega y
Gasset, “si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por lo que la
verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo” (¿Qué es filosofía?,
Lección X). Y tal coexistencia, a su vez, no es coexistencia de dos cosas que
sólo son, agregamos. Es diálogo, intercambio de alguien y algo, es decir, de
alguien que sabe qué es, y de algo que es pensado con conciencia la alteridad,
que es capaz de recibir de la otredad los mensajes más urgentes. Entre el mundo
y yo, también decía Ortega, “soy yo el que actúo sobre él”, por lo que “vivir
es también mundo”, y en esto no se quiere decir que del mundo no me llegue un
“funcionar sobre mí” (ib.). Es una interrelación circular e interminable,
porque nos construimos la vida nosotros mismos, la verdadera y esencial vida,
pero nunca logramos terminarla, porque siempre hay algo que nos falta.
Encontrarle la esencia es completar interminablemente lo que le falta a la
evidencia.
Esta
verdad es una verdad provisional y resulta de la comparecencia ante el mundo,
de la evidencia que somos. Pero también resulta de lo que hacemos
de manera evidente. Es una verdad se diría confesional, en el sentido de una fe
antropológica y no religiosa. Podemos renunciar a ella por un tiempo, pero nunca
del todo si ha pasado por el cedazo de nuestra experiencia.
Con lo que va
configurándose la noción de persona en cuanto a su esencia. La composición de
la historia de la persona como hecho físico, seriación de acontecimientos
relativos al individuo y en el tiempo, y de la historia que hace a la
persona. Si bien ambas historias no son perceptibles por pertenecer al pasado,
una lo es –o lo ha sido– en ese pasado y la otra lo es en el presente y sólo en
el presente. Pues la historia constructora de la persona, nunca completa del
todo, no se hace en el tiempo sino en lo que la persona hace con el tiempo. Por
lo que esa historia está aquí y ahora, en pleno sembrado de su realidad experiencial.
Es una historia efectual, no temporal, que no resulta de un monólogo sino de un
diálogo.
LA HISTORIA EFECTUAL
La historia general de la humanidad y la
particular de la persona antes que nada son memoria, rememoración de los hechos
del pasado. Consisten estas historias en la narración de lo que se conoce ocurrido
en el pasado visto como se confirma en el presente. Se trata del concepto de
historia que maneja la modernidad, el de la descripción-narración de los hechos
tal como se conoce que ocurrieron. Y en la actualidad el concepto de historia
ha variado, respondiendo a las ideas de Hans-Georg Gadamer: la memoria de los
hechos no sólo consiste en reproducirlos discursivamente como se cree en el
presente que fueron, sino en interpretarlos como es de suponer que fueron en el
pasado a través de una conversación con los testimonios y monumentos.
“La conciencia histórica no oye más
bellamente la voz que le viene del pasado, sino que, reflexionando sobre ella, la
reemplaza en el contexto donde ha enraizado, para ver en ella el significado y
el valor relativo que le conviene. Este comportamiento reflexivo cara a cara de
la tradición se llama interpretación.” (Gadamer, El problema de la
conciencia histórica, Madrid, 1993, Tecnos, p. 43) La interpretación se da,
agrega Gadamer, “cuando el significado de un texto no se comprende en un primer
momento”, pues “aquello que es inmediatamente evidente, aquello que nos
convence por la simple presencia, no reclama ninguna interpretación”. Ahora
bien, en la filología antigua y en la teología esto era necesario sólo en
determinadas ocasiones, cuando la situación lo requería. “Sin embargo, hoy el
concepto de interpretación se ha convertido en un concepto universal y
quiere englobar la tradición en su conjunto.”
Todo
el pasado requiere interpretación, quiere decir Gadamer, y hay una razón para
ello cuya aclaración se debe a Nietzsche. Él creía que “todos los enunciados
que reconstruyen la razón son susceptibles de una interpretación, ya que su
sentido verdadero o real no nos llega más que asimilado y deformado por las
ideologías” (ib., 44) Mantenemos un diálogo algo extraño con nuestro
antepasado, y es necesario reconocerlo tal como fue, depurarlo de las versiones
malintencionadas consciente o inconscientemente.
La
interpretación según Gadamer no es sólo comprensión nuestra sino “comprensión
común”, es una “participación en la pretensión común”. Quiere decir que consiste
en un verdadero diálogo con el pasado, con los actores y comunidades que nos
han legado los testimonios de sus realizaciones. Pero no ha sido así; por
ejemplo, el Antiguo Testamento visto a través sólo de las verdades cristianas, los
textos antiguos vistos por el excluyente sentido razonable del Siglo de la
Luces, la verdad histórica de los antepasados asumida por los románticos –con
la excepción de Schelling– sin indagar sus fundamentos (ib., 98-99).
Hay
una ingenuidad en el objetivismo histórico o historicismo: “la pretensión de
que uno puede hacer caso omiso de sí mismo”. “El verdadero objeto histórico no
es un objeto, sino que es la unidad de lo uno y de lo otro, una relación en la
que la realidad de la historia persiste igual que la realidad del comprender
histórico”, añade Gadamer. Debe iluminarse esta pretensión histórica mediante
la consideración de los efectos de los hechos y no sólo de los hechos; diríase,
de lo efectual de los hechos. E implica necesariamente la intervención siempre
subjetiva de quien indaga esos efectos. “Al contenido de este requisito yo le
llamaría historia efectual. Entender es, esencialmente, un proceso de
historia efectual.” (Gadamer, Verdad y método, T. 1, II, 3)
LA OTRA HISTORIA
Intentar la labor historiográfica teniendo en
cuenta la historia efectual de seguro desembocaría en importantes y
esclarecedoras modificaciones en el trato con el pasado humano. Si bien gracias
al método crítico del objetivismo histórico “se sustrae a la arbitrariedad y
capricho de ciertas actualizaciones del pasado”, establece una barrera entre
“el horizonte histórico en el que vive el que comprende y el horizonte
histórico al que éste pretende desplazarse” (ib., 4).
Gadamer enseguida
ilustra su idea bajando al plano de la individualidad humana: “Si uno se
desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto
es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible,
precisamente porque es uno el que se desplaza a su situación”. Pues
no es el caso de otro que viene sino el caso de uno que va. Es el movimiento del
historiador cuando pretende despojar de todo personalismo y subjetivismo a su narrativa:
“Este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra, ni
sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario, significa
siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la
particularidad propia como la del otro.”
Pero, ¿a qué se refiere concretamente? Queremos
encontrar que se refiere a las esencias, a lo que es intrínsecamente el otro y
el ser humano en general. Lo histórico en él es más que el hecho, más que los
hechos del pasado tomados en sí mismos como hechos y nada más. Es lo que ellos
han impreso en su integridad y permanece vivo en el presente. Los efectos de
esos hechos son los que nos permiten comprender al otro. Los efectos están, por
así decirlo, pegados a su presencia, a su totalidad como personas, a su
presente histórico. Esta es la historia que llamaríamos vicisitudinaria o
vécica, no la historia de los hechos sino la de sus efectos. La historia
efectual de la persona.
Pero no es posible historiar esta
historia, porque es inmaterial, ahistórica, atemporal, en tanto deja de ser
historia de la persona para convertirse en otra entidad o categoría del ser. En
la medida en que se realiza material, física, empíricamente, su naturaleza
experimenta la metamorfosis por la cual, si bien no se desprende de sus
categorías de siempre (sustancia, cantidad, cualidad, espacio, tiempo, etc.), genera
su individualidad soberana, su personalidad inimitable y difícilmente
modificable por intervención externa. Su cabal comprensión requeriría el
movimiento recíproco entre el agente de la comprensión y el sujeto, y la
historia efectual para el caso se restringiría a la de un buceo en aguas sin
profundidad, en un nivel en que está todo el contenido de una vida.
VIVIR EL PRESENTE
“... el hombre necesita reducir la infinidad o ilimitación del mundo en que se encuentra viviendo a la dimensión finita y limitada de su vida. Es decir, tiene que forjar un escorzo finito de la infinitud. Tiene que saber hoy lo que las estrellas son siempre. Ese escorzo es el ser. El ser de algo es su siempre proyectado en una mente que dura sólo un rato.”
José Ortega y Gasset,
ob. cit., p. 227.
¿Llegamos al
presente o el presente está llegando a nosotros? ¿Hemos navegado en el tiempo
hasta desembarcar en el presente o nuestra nave surca el mar a través de
infinitos presentes?
Si los sentidos nos ubicaran en un entorno
poblado de carruajes circulando por calles de empedrado, damas de largos
faldones adornadas con estilizadas peinetas, caballeros de levita y sombreros
de copa, nuestro presente sería muy otro del que vivimos ahora. Cómo lucen a los
humanos los objetos, cómo se presentan los hechos a la percepción es el avatar que
nos ubica en un presente. No sabríamos en qué tiempo vivimos si no fuera por lo
que pone en evidencia a nuestros sentidos el entorno. No contamos con un reloj astronómico
natural que nos proporcione la fecha, el año, el mes, el día en que estamos.
Las
cosas, en el más amplio sentido de esta palabra, son las que representan el
estado circunstancial del mundo. Desde que las cosas componen el mundo y el
mundo cambia continuamente, se puede decir que las cosas ponen al mundo en un presente
temporal. Representan al mundo y casi son el mundo si no fuera porque, sin
nosotros, les faltaría el ser apreciadas, vistas y evidenciadas –y por tanto
convertidas en cosas. El algo de que carecen las cosas somos nosotros, sin
quienes no serían más que una masa indiferenciada e indistinta. Serían por su
cuenta lo que fuere, pero seguramente no serían cosas, es decir, entidades como
las definimos nosotros.
El
presente, pues, es la conversión que hacemos de lo indistinto, indefinido,
indeterminado a lo distinto, definido y determinado, es decir, a lo concreto y particular.
No tenemos evidencias firmes de que sea el aeropuerto al que arribamos después
de realizar un viaje con innumerables escalas en otros presentes. Sin la presencia
consciente de los humanos no se sabría decir qué es el presente, el mundo
carecería de la necesidad de ser computarizado en todos los sentidos
imaginables y en las dimensiones en que solemos enmarcar todo en el espacio y
el tiempo, en sus momentos y lugares.
Es
un estado en que suponemos que se encuentra la energía del mundo, del universo,
de la totalidad o todo. Un estado de cosas, como suele decirse,
de una situación en la que queda comprendida una porción determinada del todo y
que los humanos pueden contabilizar, medir, investigar en sus supuestos componentes
y comparar entre ellos, calcular las relaciones que guardan y deducir otras
nuevas. Por supuesto, sin que esas discriminaciones tengan necesariamente que corresponderse
con realidades objetivas puras. De modo que sin nosotros la realidad objetiva
funciona sin que tenga necesidad de suspenderse conceptualmente.
VELOCIDAD
DEL PRESENTE
El presente no es sino la suspensión
conceptual de la realidad en proceso permanente. No una realidad del universo
sino un ingenio o artilugio que el humano se impone a sí mismo como condición de
conocimiento. Por lo que decíamos más arriba que lo intrínsecamente humano no
es sólo lo que concierne a la naturaleza, a lo que es naturalmente y sin
agregados. Es también y como especial complemento lo que se ha procurado a sí
mismo como condición de existencia, como conditio sine qua non de permanencia
en el mundo. Un requisito ganado por sus propias fuerzas y no sólo por lo
recibido o dado en el proceso de constituir la vida.
Ahora
bien, esa suspensión conceptual, que en tanto suspensión sólo es concebible en
el marco de un movimiento o de una permanencia con continuidades y contigüidades,
no sería más que un punto fijo en la intelección, no más que una elucubración
imaginaria que perdería enseguida su correspondencia con la realidad que quiere
aprehender mediante pensamiento, nombres, conceptos y teorizaciones. Necesita establecer
su comparación fundamental con respecto a la percepción, es decir, fijar una velocidad
en el encuadre, una relación entre el movimiento aparente –movimiento percibido
o dinámica exterior registrada por los sentidos–, y el orden de las frecuencias
en los cambios. Esto no es posible sin introducir la noción de velocidad en el
movimiento.
Así,
el presente resulta de la fijación de una pauta en la velocidad con que son
perceptibles las frecuencias. No los cambios en sí sino las frecuencias en que
aparecen los cambios en la intelección. No sería posible para los sentidos el
registro pormenorizado de los cambios, los que se producen siguiendo mil
direcciones, infinitas e imperceptibles modificaciones, a veces escasísimas y a
veces numerosísimas transformaciones. La percepción opta por reducirlas a velocidad,
a la cual está acostumbrada en todos los escenarios de la vida terrestre aparente
y en movimiento.
Es
la velocidad la que pone en evidencia el movimiento, en este caso, movimiento
que puede ser abundante o escaso. Si se trata de movimiento con pocos cambios,
de infrecuencias en los cambios del movimiento, los sentidos no pueden
registrarlas, pues no hay notoriedad que los ponga al alcance de la evidencia. Lo
mismo resulta de la abundancia en los cambios, de los cambios dotados de
frecuencias muy altas, puesto que la percepción, como es sabido, no alcanza a
distinguirlos.
LOS
GRADOS DE LA VELOCIDAD
De la velocidad captada por la percepción en
el movimiento, pues, se impone una escala de grados que nos pasa inadvertida la
mayoría de la veces en que “medimos el tiempo”. Sólo lo medimos en cuanto
horas, días, semanas, etcétera. Pero en la realidad real, esto es, en la
realidad que escapa a la que por nuestra cuenta establecemos como representación
de la realidad, la técnica de medición humana no tiene aplicación. No hay
variación de los hechos del universo en referencia a movimientos sino a
cambios. El movimiento, como la masa, la velocidad, la aceleración, la
atracción o la repulsión, es uno más entre los hechos que interpretamos
nosotros mediante conceptos. Por lo que, si bien es el recurso para medir en la
escala humana, pierde esa condición en la escala de la realidad pura. En ella no
hay referencialidad posible y sólo hay funcionalidad, sólo interacción. No
sabemos qué es lo superior y qué lo inferior en la realidad pura, cómo se
traducen en ella los conceptos humanos de jerarquía, de imposición, de
autoridad, de sumisión, puesto que todos sus componentes sólo se influyen entre
sí.
Si
hay escalas antropológicas, como las que decíamos que son los años y meses, se
trata de grados en la escala mayor que abarcaría la del universo. Pero ¿cómo
hacer corresponder los meses y años, siglos, milenios nuestros con algún grado
en la escala del universo? Hemos fijado medidas estelares, distancias cósmicas
difícilmente reducibles al sentido común. Y las hemos relacionado con la
velocidad de la luz. Y no decimos tantos millones de años, de siglos, de
milenios, sino tantos años luz, tantas decenas, centenas, tantos miles o
millones de años luz. No hemos encontrado otra referencia que la que puede
prestarnos un hecho intangible: la velocidad.
El
movimiento, como el tiempo, se traduce por la velocidad; pero la velocidad tampoco
es algo en concreto. Así como la noción tiempo se da en nosotros por las veces que
confirmamos movimientos iguales en ciertos astros, no por los astros ni por sus
movimientos sino por las veces en que los confirmamos, la noción de velocidad se
da por las veces en que confirmamos cambios en el movimiento de un móvil, no por
el móvil ni por su movimiento en sí, sino por las veces en que confirmamos
desigualdades. Sabemos que hay cambios, que los cambios son permanentes, a
veces sincronizados entre ellos, y ese saber no es sino el resultado de la
percepción en nuestra escala de grados. A lo sumo implicamos a los cambios en
el concepto de aceleración.
EL
HOMBRE ES COMO UNA ESTRELLA
De la relación entre el cambio y su frecuencia
surgen nuevas notas que aplicaremos ahora a la noción de presente y en la
esperanza de aclararla. Habíamos dicho que el presente es la suspensión
conceptual, sólo conceptual, de la realidad en proceso de modificación permanente.
Una especie de epojé aplicada a la percepción y que nos procuramos
naturalmente, porque no podemos abarcar perceptualmente la realidad real, a la
cual para salir del paso preferimos atribuir pasado, presente y futuro. Y si
bien con ello no obtenemos en esencia la verdad acerca de la realidad
pura, como consuelo obtenemos una realidad virtual, cultural, antropológica, concebida
a la escala del hombre, aunque no del universo.
Retrocedamos al
concepto de yo, en el capítulo “Mirar la tierra”. Allí decíamos que no
somos sólo un yo, sino que, además de ser un yo integramos la
circunstancia en la que comparecemos ante el mundo, como lo había sugerido don
José Ortega y Gasset. La circunstancia, junto al yo, queda sujeta a las
limitaciones de nuestra escala de grados. Yo y mis circunstancias, pues, es un
objeto del mundo que sólo es posible percibir dentro de los grados de una escala
perceptiva acondicionada, acordonada por los sentidos. Y, aunque el
entendimiento procura su ampliación y profundización, no logra sobrepasarla, es
decir, subir un grado y pasar a otra escala.
La única percepción
y su consiguiente elaboración racional que podemos obtener de lo eterno, o de lo
sempiterno, de la Creación, no es posible que se comprenda en una escala cuya frecuencia
en los cambios sea mínima a nuestros ojos. Pueden aparecer en los telescopios
espaciales, en los radiotelescopios, en los satélites artificiales y espectrómetros
todo tipo de alteraciones, temperaturas, movimientos entre galaxias,
explosiones nucleares, agujeros negros que se alimentan de estrellas y polvo
cósmico y mucho más. Pero en ellos se comprueba siempre una fastuosidad, una enormidad,
unos tamaños colosales y una grandeza aparentemente infinita. Lo que es
imposible narrar sino sólo deducir, estimar, traducir como cálculo o en última
instancia imaginar como fenómenos suspendidos en el tiempo.
Y todavía se puede concluir
de ellos una imagen, una visión, por llamar así a las observaciones y registros
astronómicos, que nos resultan a nosotros como consecuencia dramática de una
lucha entre los elementos del universo, de un combate en el que las acciones se
perciben en arreglo a una cámara lenta descomunal, a unos grandiosos y magnánimos
movimientos sólo vistos desde una perspectiva que los ilumina en un plano que
luego debemos recomponer en la perspectiva de una realidad sólo deducible o aún
sólo imaginable. Un universo vicisitudinario por sus tremebundas
confrontaciones, sus azares y determinaciones imprevisibles, sus deslumbrantes
y maravillosas interrelaciones difícilmente descriptibles por medio de la
palabra humana.
El
hombre tiene algo de todo eso en la finitud e insignificancia de su escala. Es
vicisitudinario, y con esta palabra queremos decir que es alguien en quien se alternan
permanentemente hechos opuestos o contradictorios, accidentes que causan
cambios bruscos, especialmente cuando resultan en su perjuicio, incidentes en
los que siempre viene escondida una amenaza y pocas veces una facilidad o un
regalo. En fin, es vicisitudinario en tanto y en cuanto de la experiencia no suele
obtener auténticas dádivas que previamente no exijan sacrificio y sufrimiento. Es
la criatura que debe enfrentarse a la sorpresa y en general sin posibilidades
genuinas y a la mano de enfrentarla con éxito.
El hombre, como un
estrella, nace y enseguida es presa de la arbitrariedad, de los vaivenes
inexplicables de la naturaleza y de los conflictos en los que participa por ser
parte de la congregación que lo contiene. Mientras devora es devorado, mientras
ejerce su influencia sobre el entorno es influido por él, si resplandece como
centro en un círculo de entes subordinados, de contragolpe es esclavo de una mayor
fuerza que lo reclama y empuja hacia las tinieblas. Luego, como esa estrella,
agotado su combustible, luce una luz amarilla y muere.
LA
TUBERÍA DE LOS SENTIDOS
El sistema nervioso o de la sensibilidad no
nos proporciona imágenes visuales, sonoras, táctiles de la realidad. Sólo nos
comunica con ella como una tubería comunica dos extremos distantes entre sí. Lo
que luego fluye por ella es otra cosa. Si bien por este don natural nos
enteramos de que hay una realidad, de todos modos, no sabemos cómo es exactamente.
Con menos palabras: los sentidos nos comunican, pero no nos informan, como
desde siempre se ha creído.
El
teléfono de los sentidos no recibe voz alguna; sólo hace la llamada y espera
que la contesten. Del otro lado hay otro sistema quizá dispuesto a hablar, el
sistema o el caos de la realidad, sin voz, sin disposición a expresarse. Nosotros
le ponemos voz, palabra, discurso, logos, pues sólo tiene imágenes. Y en la
traducción de imágenes a discurso el sistema se congela: es el presente. El
presente es, así, una fuente de la que mana un mundo transfigurado,
trans-formado, interpretado por nosotros o traducido a un idioma que
seguramente no es el suyo, un mundo reflejo.
Enviábamos
una paloma mensajera si queríamos comunicarnos con un sitio distante. Luego se apeló
a las ondas electromagnéticas, el telégrafo, el teléfono, la televisión, los
satélites. Con ello las distancias empezaron a achicarse velozmente, de modo
que fue posible recibir imágenes en dos sitios a la vez. Comprobamos una vez
más cómo la velocidad interviene en las más importantes modificaciones que
mejoran la potencia de los sentidos. Mediante qué medios las percepciones nos
ponen al día a través de la información, y con cuál clase de información nos
ponen en contacto, siempre sin abrir juicio. Lo que equivale a decir que,
literalmente, nos duplica o triplica en algún sentido.
Esta
información acerca de situaciones distantes y simultáneas, de un entorno sucedáneo
que se vive como se vive el entorno personal, suele entenderse como información
“en tiempo real”. Pero no es el tiempo el que se vuelve real para el observador
a la distancia, sino la vivencia, la comparecencia, la convergencia de
presentes distintos y a-personales. Ciertos entornos de acontecimientos, de cosas
en particular interacción, de relaciones ocasionales que se activan dentro de
un circuito determinado, más allá del cual no tiene influencia, ahora dan con la
posibilidad de expandirse virtualmente. Aquello que del otro entorno habría
sido futuro para el observador local, en otras épocas, porque habría tardado en
llegarle la información, ahora es presente. Y lo que en el otro entorno ha sido
presente para el sujeto observado, su presente real y el presente virtual de la
observación en el otro sitio, ahora es pasado.
El
ahora del observador local y el ahora del personaje observado coinciden en una extraña
dimensión del tiempo: en una conjunción de presente y pasado; se diría, en una
imposible o imaginaria convergencia de las dimensiones del tiempo tal como las
concebimos. No se trataría ya de vivir el presente sino de vivir los presentes
posibles, porque la velocidad los ha reducido en un punto absoluto. Todo porque
la velocidad de la percepción tecnológica ha modificado la marcha del tiempo. O,
para decir mejor, ha reducido los espacios, aproximándolos. Como consecuencia
de esta formidable reducción, se trata de saber si con ella se han superado las
dificultades para conocer la realidad real o pura, o si con ella sólo se han “expandido”
las mismas dificultades, pero sin superarse, de manera que nos mantenemos tras las
fronteras de la realidad aparente.
Sólo hay algo que
puede deducirse provisionalmente. Se trata de confirmar cómo la marcha del conocimiento
humano toma una dirección que indefectiblemente se dirige hacia la superación
definitiva de la información bruta. De aquello que la información arrastra en
tanto ruido, como solía sostener la teoría clásica de la información. Entendía
la mente como una caja negra y que funcionaba de acuerdo a la sucesión de in
put y out put, es decir, en la forma de una corriente como la
electricidad y con polos que se atraen o se repelen. Hoy entrevemos que no es
así, que la mente no trabaja escondida, encerrada en una caja negra con un interior
invisible para nosotros.
Se está volviendo
visible la forma cómo trabaja y con ello qué hace con la información. Se podría
decir que la viene transformando de tal manera que, de información acerca de la
realidad pasa a ser la misma realidad, la realidad concreta. Porque se empeña
en aunar la apariencia y la realidad pura, bruñendo las asperezas de la
información y eliminando de ella los contenidos en estado primario, aún en
bruto. No habría presente temporal, pues, sino un estado categórico de realidad,
por no decir absoluto. Un presente no como uno de los tres dominios del tiempo;
un presente que sería el mismo tiempo.
VER EL FUTURO
“La vida es en su más primaria esencia interrogación, o, lo que es igual, inseguridad, o, lo que es igual, imposibilidad de contentarse con las cosas, con lo que está ahí ahora y forzosidad de anticipar lo que serán.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 231.
No hay como hacernos
una idea exacta del futuro sino infligiéndole al mundo una virtual desintegración
tal como aparece a nuestra visión, como nos parece que viene siendo y que es
ahora.
Nosotros comparecemos ante el mundo y el mundo
comparece ante nosotros. Y en esa mutua comparecencia, de multiformes modalidades,
unas mentales e impalpables y otras tangibles y corpóreas, se resume la
existencia. Existir no es más que mostrarse, más que exponerse, que expresarse con
el fin de volver evidente lo que ha sido dado. Por otra parte, no es extraño que
pueda hablarse de existencia no ostensible, sin cuerpo, como es el caso de los
sentimientos, las emociones, de lo que se supone que debe existir y
concretamente no existe o no es reconocido, como es el caso de lo bueno, lo bello,
lo verdadero. ¿Acaso no existe la emoción, la pasión, el amor, el odio? Parecen
fantasmas que rondan la mente, pero son existencia como cualquiera otra, porque
se muestran como se muestra un hecho o una cosa. Basta con que se muestre para ser
algo y, asunto de suma importancia, que se muestre para todos, que se suponga su
valor universal, universitario, ecuménico, generalizable.
La existencia humana
no es algo completo ni es sólo el hecho de sólo ser, de que el sujeto lo sea
en complacencia con su ser originario. Porque en tal caso nos tocaría inevitablemente
hacerla en su fisicidad y no sólo recibirla, lo que es impensable. Sólo
nos compete existir de manera que corresponda con lo dado, que se ponga a la
altura de lo que naturalmente nos asignó la naturaleza, o Dios. Porque hemos
resultado de esas expansión inconmensurable del universo, o del prodigio cósmico
o terrestre que quiera asociarse a nosotros, pero que para el caso no importa. Tampoco
traemos con nosotros y de por sí la forma de volvernos evidentes, de comparecer
y además de distinguirnos de las demás criaturas: debemos dar curso a la
diferencia entre existir a secas y ser algo.
La diferencia es el
sello de todo existir y especialmente de la existencia humana. Sin ella existir
sería la expresión de la nada o del todo, de la inexistencia absoluta o de la masa
inconsútil y sin forma de una totalidad inimaginable. La cultura es la
expresión de la existencia entre los humanos, la forma de existir entre ellos.
Sólo comparecer es lo propio de los objetos y de los hechos naturales. Que no nos
pase nunca por la cabeza ser piedras o agua o tierra ya dice mucho en cuanto a
nuestro designio en el mundo. Nos pasa por la cabeza el querer ser humanos y no
animales o plantas o montañas o piedras.
De ahí que, más que
existencia bruta o simple evidencia, ante quien fuera, seamos ser, pero
no en el sentido de la cópula es, “es tal cosa”, “es verde” o “es
piedra”. Y tampoco en el sentido de un ser que, en tanto es, se presta a ser
cualquier cosa, se deja ser, sino en el sentido de ser algo particular, diferenciado
en tanto se constituye y actúa como realización propia y auténtica. Corre por
nuestra cuenta, pues, establecer la diferencia que nos caracteriza. Asignarnos
la propiedad y la cualidad que nos muestre como algo más que existencias rústicas
y ordinarias. Y en ello queda comprendida una responsabilidad, el compromiso,
podría decirse, de materializar la diferencia, de humanizarla o de establecer
con ella el signo representativo de una clase de ser especial.
EL SER
Y SUS ATRIBUTOS
Y, sin embargo, se trata de un compromiso aleatorio,
animado más por una intencionalidad o proyecto a realizar que por la puesta en
marcha del proyecto o realidad en producción. Un ser que se presta con cierta
facilidad en sentir antes que en ser, a realizarse en tanto ser
como fuere, cualquiera, ser como imposición en tanto cosa, como anodina e
inconsciente imposición. En eso se realiza, principal y generalmente, como ser tendido
hacia lo que aún no es, hacia lo que palpita, pero débilmente: el futuro. Asoma
la pregunta no siempre formulada de si el futuro pertenece al mundo, de si es
algo que no le pertenece por no ser aún, o de si de alguna manera es. Desde
luego, pertenece al mundo tal como nos parece que es, en parte presente, en
parte pasado, en parte futuro, pero no nos es aprehensible.
Se
puede preguntar, cosa que a veces ocurre, si el ser que se deja ser pertenece
al mundo, aunque sea de otra manera. Si el mundo que habita es para él el mismo
mundo que para el ser que es por cuenta propia. Se trata de una manera única de
pertenecer, de reunir las propiedades del ser que aún no existen para
que de todos modos se exhiban o sugieran, de poseer sólo en espejo las
propiedades de la existencia humana. Es el “vivir en las nubes”, el simular que
en verdad se vive.
Esta propiedad en
espejo es la identidad, el auto reconocimiento del yo en tanto existencia. Funciona
para el ser que es tanto como para el que lo es sólo en apariencia. Salvo
que para este último la identidad es la que encuentra respecto a las corrientes
en boga, a las formas de ser estereotipadas y masivas. El futuro es para él un
mundo en la que se contiene y en el que espera, en el que se deja ser en espera
de ser. La diferencia no se cumple y la condición humana queda a la expectativa,
a veces para felicidad y las más de las veces para la sola sobrevivencia cósica
y estéril. No es una propiedad relacionada con determinados modos de vida, con ciertas
clases sociales, con la posesión de dinero o de miseria. Es invisible y le cabe
a cualquier existencia humana.
La
esperanza, el tendido del espíritu hacia lo que desea o necesita y que no ha logrado
en el presente, se cumple de parecida manera a como se cumple la sola espera
común y corriente. La ideología, entonces, no se afirma en la propia fe,
religiosa o no. Es una ideología dependiente de las que en el curso social ya
son asequibles por vía externa. La esperanza que da la razón tampoco funciona
en él, puesto que si bien la tiene no la usa y, en general, no puede usarla,
porque para usarla es preciso antes adiestrarla, ponerla a prueba, ejercitarla.
Ser
es querer, desplegar la voluntad, y querer es sobrepasar el presente, ir
hacia lo que presumiblemente sigue: ser es ir hacia. Y esta es una pulsión
inherente a la condición humana, la conditio que no puede faltar. La
misma que, como decíamos al hablar del presente, es también la que logra por sí
mismo la persona para permanecer en un estado que en su interior profundo es el
de siempre, nunca esporádico ni a término. El querer del que hablamos es el “querer
algo” cotidiano y habitual, como “querer ir al cine”. Pero también es el querer
de fondo, el que está antes del más insignificante propósito como del más
importante, la gran empresa, el querer una gran realización.
El
principal atributo del ser humano es el que se origina en una experiencia
vicisitudinaria, en el querer de todos los días de una historia personal vivida
intensamente. Es el que se recoge e imprime en la inteligencia por pura
necesidad, por el apremio de encontrar soluciones, elegir caminos ante
encrucijadas, develar los misterios que provocan la angustia o terminar con amenazas
que acechan a todo sujeto. Se trata del saber a qué atenerse, de la
experiencia convertida en saber que nos particulariza e identifica.
Ha
escrito Ortega y Gasset que “La vida no nos es dada ya hecha sino que tiene que
hacérsela cada cual y el espíritu del hombre no es primariamente espectador de
su existencia sino autor de ésta: tiene que irla decidiendo de momento a
momento.” (¿Qué es filosofía?, Revista de Occidente/Alianza, p. 230) “No
nos basta con esta luz que ahora nos alumbra, que ayer nos alumbró. Necesitamos
estar seguros de si mañana nos alumbrará, y para ello nos es preciso saber a
qué atenernos respecto a la luz de siempre, o lo que es igual,
necesitamos descubrir la esencia o ser de la luz.” (Ib.,
226)
Ese descubrir es el fundamental descubrir de
la experiencia, de su trajín que permanece sin tiempo en tanto esencia
de un vivir que es pura comparecencia ante la adversidad. Comparecencia o presencia
indefectible, y la subsiguiente convalecencia: machucones y curación, trastornos
y recuperación. La experiencia que nos muestra a fuerza de profundizar en ella
el ser de las cosas, cuyo conocimiento es imprescindible para superar la
adversidad.
CONVERSIÓN
DE FANTASÍA EN REALIDAD
Ver el
futuro no es la obra de profetas, videntes o nigromantes, sino el mismo ver con
que vemos el presente. Sólo que lo vemos irrealizado, en el aire. Pues todo
pensamiento proyectado en el futuro es de la misma clase de los pensamiento que
tenemos en el presente. Es un clisé distinguirlos por el tiempo, la
retroducción que nos sugiere el pasado por ser presente ya fuera de la percepción
y la intelección. Es el paso de un estado a otro, el cambio que se infiltra en
nuestra mente como si fuera el lanzamiento de una flecha: puro devenir.
El
futuro es una fantasía exclusiva de nuestra ideación, pero una fantasía propia
del idear presente, del más real y humano, que no pertenece a ninguna otra
dimensión imaginaria. El futuro en su realidad pensada es una proyección del
pensamiento con su única raíz en la vida concreta del hombre, del ser que es,
no de quien todavía no es. De modo que, como principio, es necesario distinguir
entre la ilusión que supone un tiempo por venir, y la realidad pensante que
genera esa ilusión. En otras palabras, distinguir la irrealidad de la clase de ideación
que, sin embargo, es una ideación real, que vive y colea y que por lo tanto existe.
En
esto volvemos al tipo de existencia como la de los sentimientos, intangible,
sentible, sólo palpable por sus consecuencias en el espíritu, sea por la
alegría, la tristeza, la angustia, la esperanza, etcétera. Lo que sugiere
pensar en el futuro como una clase especial de sentimiento, de expectación,
espera confiada en un presentimiento que sólo inspira el presente. La evidencia
trasladada a la esfera de la posibilidad; la certidumbre introyectada en lo que
sólo es pura duda, puro presentimiento, pura aprensión y sospecha.
Sin embargo, el
presente en gran parte depende de esa sospecha, del recelo por una sutil
suspicacia respecto a lo que aún no es. Pues está acotado a lo que derive de
sus elecciones y decisiones, a lo que pueda incorporarse a las realizaciones en
prevención de sus consecuencias, de sus derivaciones, de los cambios posibles en
la suerte que corren los planes, las obras, teorías, proyectos, la generación
de ideas y puesta en marcha de las actividades y acciones. Tal es la
contracción del presente a esta ideación obligada y referida al futuro, que se podría
decir, sin que cambie nada en la práctica de vida, que, presente y futuro son
dominios concurrentes en una misma y gran categoría de la existencia, como la
sustancia o la cantidad o la cualidad.
Es
una creación imaginaria que desde siempre el hombre perfecciona para poder
ordenar su vida, pero no es ninguna otra dimensión de la existencia, porque dispone
de una sola o, definitivamente, hay una sola. Y quien se enfrenta a esta
intransigente hipótesis se preguntará enseguida: ¿y los viajes en el tiempo? Esos
viajes es seguro que permanecerán en la imaginación bajo cualquier concepción
de la existencia y con la misma esperanza de ser una realidad alguna vez. Pero ya
no viajes en el tiempo sino viajes en el espacio, en ese espacio en el que decíamos
está toda la creación recreándose permanentemente.
Por lo que ya no
serán viajes a lo que ha dejado de ser ni a lo que aún no es, sino a lo que es
siempre. Viajes a los diferentes presentes, como el de la paloma mensajera,
salvo que a presentes más lejanos, más allá de la Tierra y de la órbita de la
Tierra, del Sistema Solar y de la galaxia Vía Láctea. La velocidad, en su
realidad conocida, y en la realidad que seguramente guardan sus posibilidades
infinitas, hará posible que la desaparición virtual de las distancias se
convierta en su desaparición real.
LA NOCIÓN
DE FUTURO
Abrazamos la idea de futuro como abrazamos la
esperanza, la fe, la realización final de los deseos, en una convergencia de razón
plástica e intuición rigurosa. Sea débil certidumbre, augur, sentimiento de probabilidad,
sea lo que fuere, funciona como un saber acerca de lo que todavía no es,
actuante y aplicado en indiscutibles presentes y en circunstancias por las que el
pensamiento ya es o ha llegado a ser a través de arduas transformaciones.
Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser, es un
conocimiento por grados de convicción, a veces débil y a veces fuerte.
En
tanto contenido de pensamiento, uno o varios de esos grados pertenecen a la
realidad de la mente, a la existencia incuestionable del trabajo mental. Una
actividad que no se ve, como la que es posible suponer en el fondo de los océanos,
y que los submarinistas se encargan de verificar. Una actividad del todo real,
como la que nos muestran los cosmólogos, que agita los cielos y los horizontes del
espacio sideral inalcanzables para el ojo humano. Estas realidades no se ven,
pero existen.
El
futuro, de manera semejante, se agita en el fondo del pensamiento, pero no se percibe,
no se ve ni se palpa. Pero es algo que está ahí, la imagen de lo que aún no es
y que sólo se imagina. Sin embargo, está hecha, en tanto imagen, de la misma
sustancia de lo que se ve y puede tocarse, de todo lo que en el presente fugaz
contiene evidencia concreta y nos entorna como circunstancia con indudable espaciotemporalidad
y corporeidad nuestra y ajena que navegan junto a ella.
El
futuro es la convicción por la que tienden a coincidir el pensamiento de la
realidad y la realidad, aunque no lo hagan plenamente. El no coincidir
plenamente es lo que convierte esa convicción en puro polvo de la imaginación,
en una dimensión del espaciotiempo que fluye atrapada en la nada, en la
inexistencia, y que persigue una pista segura que todavía no le ha dado el
fruto respectivo, la veloz presa que es el presente. Se trata del nunca o
todavía no es que va tras el ahora, y que, si llega a atrapar,
deja de ser futuro para ser presente.
Ese no coincidir
plenamente –la realidad y el pensamiento de la realidad– es la falla que, como las
placas tectónicas que se deslizan provocándose un mutuo conflicto, produce la fuerza
colosal de la imaginación. Pero no estalla en actividad sísmica ni volcánica y
sólo se manifiesta en un acto sencillo que se mantiene en la pura calma de la
mente de los observadores que somos, dotados de una fecunda imaginación. Se
produce la virtual objetivación del pensamiento, su proyección hacia lo que es pensable
como venidero, hacia lo que cabe concebir que adviene como adviene todo en la incesante
transformación de la naturaleza.
El futuro es parecido
a esta forma de expresarse la matemática, inmaterial y por axiomas, dotada de una
carga de racionalidad indiscutible. Por lo demás, se concibe completamente
ajustada a la realidad y con el poder de corresponderse con las formas de ser
reales, a la cuales cuantifica y mide, como también lo hace el pasado. Una
medición en base a probabilidades, por parte del futuro, y una medición en base
a pautas de la experiencia confirmada, por parte del pasado. En tanto futuro,
adviene como sucesión numérica: cada número es sucesor de otro número y anuncio
del que viene. En tanto presente como sucesión cronológica. Pura probabilidad matemática
en el futuro, pura física experimental en el presente.
LA
FUERZA DEL FUTURO
Es el pasado el que suministra toda la carga
de experiencia consumada a la ideación del futuro. Sólo la realidad vivida
puede dejar la huella neurológica que necesita el presente para comparecer ante
la realidad pura, y el futuro para proyectarse como realidad posible. Ahora
bien, lo que proporciona el pasado al pensamiento, como se ha consignado más
arriba, no es la memoria sola de los hechos y cosas, de los espacios y tiempos vividos.
Es, más bien, la pauta que se imprime en la mente después de que la vicisitud
pasa a través de sus múltiples configuraciones a consolidar un saber primordial,
el contenido sumario y epilogal de la historia vicisitudinaria.
Por
lo que el futuro no es la imagen que se obtiene mirándose en el espejo del
pasado, imaginándola parecida, agregándole lo que no tiene como expresión de
deseo y esperanza. Una imagen, además, enriquecida en color y en sabor por la
sensualidad de un presente cristalino y diáfano. Es, más bien, una gran metáfora
que sustituye la precariedad y la grisura del pasado por una realidad que se
conoce viva y palpitante. En vez de imagen es más bien un hecho real, la construcción
con que la mente da solución de continuidad a la vida, razón de ser. Desde que
intuye una posible razón para empezar, intuye también una posible razón para
seguir como sucesión del presente.
Pero en general, aunque no en la mente de los
escépticos, el futuro es despojado hasta inconscientemente de lo que el
presente tiene de opaco y oscuro. Se ha dicho que el futuro, en su intuición
más representativa, es un presente mejorado, una sublimación que responde a la
necesidad de una felicidad nunca alcanzada, nunca del todo experimentada en
carne y hueso. Pertenece al futuro la fuerza con que se arrastra el presente miserable,
descamisado, en harapos. Y pertenece a él también la debilidad moral con que la
ambición pasa a ser una multiplicación de sí misma, desmedida e incontrolada. El
futuro tiene la fuerza de iluminar y fortalecer y pocas veces de oscurecer y
debilitar. No es una dimensión del tiempo sino una dimensión de la mente, de la
expectativa de vida, de la misma condición humana que se niega a aceptar la discontinuidad,
toda irresolución del tiempo, ese fantasma que la fascina.
Así, pues, lejos de
la habitual estampa por la cual concebimos el devenir de los tiempos, el pasado
precediendo el presente y el futuro siguiendo al presente, en la realidad pura
aparece de otro modo. Aparece como el futuro tirando del presente,
arrastrándolo como un animal arrastra un carro. Y el pasado como un presente
oculto, furtivo, hecho cenizas pero existente, actual, a su manera vigente,
contemporáneo. A veces más palpitante que el mismo presente, aunque
inadvertido.
Decía Ortega a sus
alumnos, seguramente del todo concentrados en sus palabras: “vivir es constantemente
decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben la fabulosa paradoja que esto
encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser, por
tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra
vida [...] No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es
una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se
descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que
aún no es.” (Ob. cit., p. 191)
VERNOS
“...cometemos un error cuando decimos que vemos una naranja. Nunca todo lo que pensamos al referirnos a ella lo hallamos patente en una visión ni en muchas visiones parciales. Siempre pensamos de ella más que lo que tenemos presente, siempre nuestro concepto de ella supone algo que la visión no nos pone delante. Lo cual significa que de la naranja, como de todas las cosas corporales, tenemos sólo una intuición incompleta o inadecuada. En todo momento podremos añadir una nueva visión a lo que ya hemos visto de una cosa –podemos cortar un trozo más fino de la naranja y hacernos patente lo que antes estaba oculto–, mas esto indica sólo que la intuición de los cuerpos, de las cosas materiales puede ser siempre perfeccionada indefinidamente, pero nunca será total. A esa intuición inadecuada, pero siempre perfeccionable, siempre más cerca de ser adecuada, llamamos ‛experiencia’. Y por eso, de lo material sólo cabe conocimiento de experiencia, es decir, meramente aproximado y siempre susceptible de mayor aproximación.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., 107.
Por la
experiencia mejoramos y perfeccionamos el conocimiento de las cosas y de los hechos
que existen y se producen en el entorno. Aprovechamos la esencia que ella nos
deja como particularidad exclusiva de nuestro saber.
Se diría que cometemos un error cuando decimos
que vemos a una persona, aún más cuando decimos que la conocemos. Se esconden
en ella particularidades que no vemos y que nunca se nos presentan claramente. Se
debe a que una persona no es igual a una cosa ni a un hecho común y corriente,
y ni siquiera a un hecho que para ser conocido requiere de una observación especializada
y de un análisis posterior que ponga en claro la observación. Una persona es un
pozo insondable, un agujero, un túnel cavado en profundidad cuyo sondeo
requiere un instrumento todavía no inventado, aún no concebido.
No
es ningún misterio, puesto que una persona es el fin último de una experiencia abroquelada
y semioculta en su historia física. No es una evidencia del todo explícita, no
es una realidad del todo realizada como lo es su rostro y cada parte de
su anatomía. Es la inusitada e invisible historia de una vida que queda fuera
de toda posibilidad de observación, aún de toda clase de incursión objetiva en una
intimidad que sólo es posible develar a través de memorias, recuerdos y
testimonios, las huellas que cada persona deja en su trato con la vida. Es en
lo que se desea entrar hasta donde es posible cuando se trata de escribir una biografía.
Pero
el trato con las personas en la vida diaria no es el mismo que la del biógrafo
con su biografiado, que la del detective con las huellas que descubren al
asesino; es sustancialmente distinto. El trato entre personas no es un contacto
como el de la masa y la temperatura del aire, el de las aguas de un río y las
del mar en que desemboca. El trato con las cosas y hechos, y especialmente con personas,
es más que un contacto, es la generación de una experiencia de vida afectada y en
parte modificada en el fuero íntimo. Es una sobrecarga que se mezcla con la
carga personal, con lo que se consagra en el sólo hecho de ser persona.
Aunque el trato
entre personas no genera ninguna relación social al margen de las relaciones
subjetivas, como lo ha sostenido la navaja sociológica que cercena la humanidad
en dos mitades independientes e inconciliables, el individuo experimenta una
modificación crucial en su experiencia personal, la que es única y, como suele
decirse, intransferible. Luego, en combinación con la social, es adoptada como
experiencia ciudadana, civilizada y convivencial.
SIN RESOLVER
EN EL PROBLEMA
Aproximémonos al problema hasta llegar al ámbito
de lo individual y subjetivo. Un ámbito que es el de cada uno de nosotros y
que, a pesar de estar a la mano, es el más oscuro y desconocido. Allí
encontramos una catarata de notas psicológicas, morales, axiológicas, conductuales
que nunca se oyen todas juntas. Sensibilidades particulares, egocentrismos egoístas,
exteriorizaciones amables y generosas, pasiones, pulsiones e improntas
psíquicas a veces inexplicables. Sin embargo, todo eso no es la persona, por
más que le corresponda y pueda manifestarse dadas las circunstancias propicias.
Lo que puede
atribuirse a una persona es, más bien, lo que hay en ella de insondable, lo que
no es lo mismo. Es decir, lo que ella ha procurado en su vida atribuirse a sí
misma. No llamamos persona a un contendedor repleto de rasgos humanos,
características que conocemos en general a partir de lo que se vuelve notorio por
el hecho de ser perceptible. No es tampoco una reunión de todas esas notas
multicolores que juntas puedan componer una síntesis, y que esa síntesis sea lo
que puede decirse de ella.
Porque
interviene la historia en la composición de lo que la persona es, de lo que
puede conocerse en ella y de lo que ella conoce respecto a los demás y al mundo
en general. Y no interviene porque, como en un cóctel, se mezclen sus
componentes para dar un sabor final al conjunto, sino porque, como ya hemos
visto, por la experiencia se configura aquello que ya no es suma sino, más
bien, resta. Esto es, lo que queda aprovechable de todas las veces en las que
la persona ha experimentado conflictos, ha resuelto problemas, etcétera, lo que
convierte esa historia en una historia vicisitudinaria. Sin embargo, este fondo
de experiencia, del cual se origina lo más decisivo del saber personal y del
sentir espiritual, ese sí, al revés de la biografía, no es descifrable, no es descriptible.
Se
presenta un problema difícil de resolver, y se trata de cómo es posible hablar
de algo fundamental, que define lo que es y lo que sabe una persona, si no es
posible aprehenderlo, aislarlo en el cuadro general, trazar sus principales
propiedades, analizarlo y facilitar la apreciación de por qué es lo
fundamental. Este problema, por cierto, invade el terreno de la neurología
tanto como el de la psicología y aun el de la antropología. Suponemos que el
problema implica una incursión por esas ciencias que proporcionarían
sugerencias valiosísimas e imprescindibles para intentar un buen estudio. Pero,
en ninguno de ellas, tan amplias y avanzadas como lo son en la actualidad,
aparece como aquí lo presentamos.
Es
difícil ir de lleno a esa fuente en la que se origina el saber común y
corriente. Se vuelve un verdadero problema todo intento de revelar cómo se
produce la idoneidad cognitiva en cada persona. Y, aunque es en su historia
donde se supone que se esconde, esa historia particular y única no es
historiable, no es historiografiable. Sabemos cómo se instrumenta el
conocimiento humano, por cuáles procedimientos, en dónde y cómo se lo procura,
aún el modo en que se procesa en general en el entendimiento mediante
enseñanzas y aprendizajes. También, qué papel juega al respecto la experiencia,
cómo lo asienta y lo perfecciona, pero desconocemos que no es una etapa
secundaria de la elaboración del conocimiento sino la etapa primaria.
No ignoramos que la
experiencia es más que el medio por el cual se foguea el saber, por el que se
afina y redondea. Pues todo el contenido que se almacena y arremolina en el
cerebro no es saber propiamente dicho, sino sólo materia prima, masa con la que
en la praxis de vida se da consistencia a una forma que hay que crear, a un molde
por el cual el conocimiento se manifiesta aplicado –que es el verdadero
conocimiento o, para el caso de la persona, el saber. Pero ignoramos la
naturaleza de esa forma, cómo la persona llega a ella.
Desconocemos que
existe una condición que está en la base y que le imprime el toque último. Y que
esa condición es la que impone la circunstancia, el encuentro, el desarrollo, la
peripecia y el desenlace de cada una de las veces en que el individuo topa con una
dificultad, con un enigma, con el problema que le impide superar la adversidad,
sea enorme o insignificante. Ella, la circunstancia, es el torno en el que la
persona moldea la arcilla que le suministran los sentidos, los “datos
inmediatos de la conciencia” y la memoria. De ahí que entendamos mejor la
sentencia de Ortega: yo soy yo y mi circunstancia. Nos falta enfocar con un
poco más de luz esa sombra en la que, sin que podamos distinguir con claridad,
se procesa la ingeniosa maravilla del conocimiento.
¿Cómo el individuo tramita
la información con el propósito de valerse de ella en una situación determinada?
La tramita de una manera se diría simple, pues la misma situación determinada es
la que le suministra el saber, no exactamente la información acumulada ni la
habilidad adquirida por aprendizaje previo. En ese encuentro con el problema se
origina lo fundamental, esto es, la manera en que la persona adquiere el saber
operativo, su sello propio, la consumación que lo vuelve único en tanto saber
que resuelve sus problemas. No exactamente como los resuelve la academia, el aula,
el laboratorio, los centros ingenieriles y tecnológicos –aunque sí en alguna
medida.
No
es mediante el uso directo de la información guardada en algún soporte material,
como aquellos de que se vale la memoria, libro, video, imagen, grabación, computadora.
Y aun no es la misma memoria de por sí misma, porque al ponerse en práctica, al
operar en la vida real el cuerpo de esa información, no apela al recuerdo, no
atina a lo que por la memoria es posible rescatar y utilizar de su vasto almacén.
Es, diríase, algo visceral que se ha adquirido por la experiencia y se implanta
para incorporarse a lo innato, no en la memoria sino en el mismo obrar cuando
la persona responde a los estímulos de la enorme y variada gama de
circunstancias en que consiste su vida.
ASPECTOS
CONSTITUTIVOS DEL PROBLEMA
¿Cómo es posible resolver el problema? Si bien
y aparentemente no tiene solución, al menos es posible abrir el camino hacia
ella por una observación que permite intuir el fenómeno por dentro. Es la misma
conducta que lo denuncia, y el último signo que lo revela, cuando la persona
actúa ante cualquier clase de inconveniente en el vasto abanico de sus empeños
y actividades. No confirmamos esa conducta en todos los casos, puesto que en
muchos es claro que se aplica una fórmula, un expediente que es el que todos
aplican, o una clase de solución técnica o científica o de algún tipo
preconcebido y a la mano. Pero también en otros casos se aplica alguna
ocurrencia original y espontánea, a veces concebida en el instante, a veces
concebida de antemano en circunstancias iguales o parecidas a la cual se vuelve.
Aun
en el caso en que se apela a la más clara y reconocible receta con la que se resuelve
un inconveniente, de los que trancan severamente y a veces para siempre un propósito,
se observa una diferencia en la forma de valerse de la receta, de aplicarla,
diferencia que revela lo personal, el rasgo que incluso es notorio en todo lo
que la persona hace. Si nos atenemos a lo que pueda apreciarse en su pensamiento,
en sus concepciones, en lo que es característico de sus ideas, opiniones,
preferencias, convicciones, en variedad de casos también se vuelve notoria esa
diferencia en lo que la persona piensa como una más entre sus huellas
identificatorias difícilmente disimulables.
A
veces el ingenio que resuelve el problema es exitoso en manos de una persona y
no de otra, lo que parece misterioso. Porque existe un toque en los
procedimientos que definen el resultado, aunque sea difícil saber en qué
consiste y sólo nos asombre. Así ocurre cuando alguien supera una dificultad,
en el trabajo, en la empresa, en el deporte, en la investigación teórica o
experimental, en la política, en las mismas tareas hogareñas, que no había sido
superada por otros que contaban con la misma preparación, las mismas
habilidades, los mismos pertrechos, instrumentos, herramientas, los mismos recursos
económicos, los mismos antecedentes en su profesión.
Dos
cerebros igualmente inteligentes pueden pensar en forma bien distinta frente a
un problema común. Se piensa no sólo en forma diferente sino incluso opuesta
cuando se trata de definir si el universo tuvo un principio o si existió
siempre. Asoma el toque personal cuando filósofos de la misma talla intelectual
creen o no creen que la moral de las personas ha mejorado en el curso de los
tiempos, o cuando establecen que el conocimiento se funda en los sentidos o en
la razón. Especialistas igualmente calificados pueden diferir radicalmente en
algunos asuntos. Einstein se negó a suscribir el supuesto de los físicos
cuánticos, de iguales o semejantes dotes intelectuales y preparación teórica que
el forjador de la teoría de la relatividad, según el cual las partículas
subatómicas pueden entrelazarse en sus propiedades aun manteniéndose a
distancia.
Surgen
siempre rasgos difícilmente descriptibles, menos aún cuantificables y cuya índole
es inexplorable, que definen a la persona en su realidad intelectual, en su
complexión moral, en lo que tiene que ver con su sensibilidad estética y
axiológica, y en lo que atañe a la eficiencia en sus capacidades manuales y prácticas.
Esos rasgos, a veces imperceptibles y a veces notorios, pueden servir como prueba
de que el hombre se hace a sí mismo, se construye a medida en que vive, y que
precisamente como construcción singular y única, resulta siempre un individuo diferente.
Si se le hubiera investido desde el principio en forma ya hecha, en potencia o
en acto, completa o preparada de antemano para completarse, todos seríamos
iguales, haríamos las mismas cosas y reaccionaríamos ante el mundo de la misma
manera, todos tendríamos los mismos éxitos y los mismos fracasos.
De lo que se desprende que hay una historia en
construcción en cada una de las personas, una historia y no un proceso de
elaboración cuyo fin es obtener un producto acabado. Aun, todo proceso de
elaboración, sea de lo que sea, consiste en puridad en el ingenio por el cual
se resuelve una variedad de dificultades. Así, se conciben y materializan los
medios para superarlas, y esta realidad se comprueba en los proyectos más
ambiciosos y en los más sencillos. En la historia de la persona, en cambio, el
proceso no se da como elaboración o fabricación, como ingenio o ingeniería
aplicada. Nadie aporta el recurso por el cual se supera la dificultad, y es la
misma persona la que representa o es el recurso.
Las dificultades a
superar para que funcione un artefacto, una máquina o una industria, en puridad
no son las mismas, pero todas forman parte de lo que se presenta como un obstáculo
que interrumpe la marcha, una falla que la debilita o desvía de su dirección, y
la escasez o el agotamiento de los recursos materiales que la sustentan. Tales
pautas hacen posible la previsión de reglas y mecanismos de previsión que
garantizan la eficiencia. Algunos que se activan en forma automática y otros que
de por sí solos están dotados de programas computados capaces de variar en la
marcha de acuerdo al rendimiento más favorable.
Las dificultades a
superar para que “funcione” una persona, que interrumpen su marcha, la
debilitan o desvían, la despojan de su combustible natural, no siempre son las
mismas. Y tampoco responden a una serie finita de dificultades clasificables. Aunque
todas se presentan en forma parecida, forman parte de una historia multifacética,
no pronosticable, imprevisible. Si bien comprenden una unidad indisociable
entre la persona y el entorno, entre la relación biunívoca entre el yo y la
circunstancia, son permeables respecto a los demás yoes, al influjo de
dificultades ajenas.
El ingenio en el
caso es la misma persona, su acto decide la propia ingeniería, la fuente
particular por la cual se vuelve posible contar con los recursos necesarios
para superar los problemas. Ese ingenio es su historia y, como se desprende de
los hechos imprescindibles para superar la diversidad de dificultades que se
presentan ineluctablemente, esa historia no es una historia sencilla, no se
desliza sobre un lecho de rosas, como dice el poeta. Es una historia
vicisitudinaria.
IRRADIACIÓN DE LA EXPERIENCIA
No es común que las personas en situación de
elegir, de convencerse o de preferir una solución respecto a problemas e
inconvenientes se atengan a convenciones, hábitos, reglas o mandatos, aunque lo
hagan en variedad de casos especialmente cuando lo impone la legislación
vigente. Lo que se confirma en general en la vida diaria es que las personas
están convencidas de acuerdo a los resultados de una experiencia personal que
les suministra razón suficiente y confirmación consiguiente en la práctica. No
quiere decir que no respeten el orden elemental de convivencia, los principios
de la moral, los valores, los hábitos compartidos. Sólo quiere decir que hay
una tendencia a hacer prevalecer la experiencia de vida, la propensión a que la
enseñanza recabada mediante la actividad individual, con sus resultados y
consecuencias, arraigue como saber práctico y funcional.
Se
trate de un camino trazado y seguido por la persona misma o de un camino que
elige entre los que encuentra con direcciones ya trazadas, la experiencia
propia es la determinante, la que, de acuerdo a los resultados en la práctica,
el éxito o el fracaso, la facilidad o a la dificultad, el agrado o el
desagrado, obra como influjo principal sobre sus elecciones y preferencias y
determina aquello que selecciona para decidir a qué atenerse. Repetimos:
siempre dentro de los marcos consensuados y limítrofes de la convivencia y el
entendimiento.
Esta
particularidad del individuo humano no es del todo transferible al grupo, a un conjunto
de personas ni a la colectividad toda; sólo lo es en unos pocos y borrosos aspectos.
No es preciso remarcar que la experiencia individual es bastante diferente de
la experiencia colectiva y social. Por más que la sociedad refleje lo común que
se desprende de las tendencias individuales, se manifiesta de otro modo.
Mientras que la experiencia personal comparece dentro de los límites de un
círculo de actividad y de pensamiento exclusivo, asociado a un entorno
determinado y una red de relaciones particulares, la sociedad es una caja de
resonancia que registra el juego multifacético y plural de todos los
particularismos.
Los entornos y las
redes de relaciones individuales y grupales quedan generalmente sometidos a la
carga de eventualidad, de azar y, principalmente, son sensibles al choque
muchas veces imprevisto de intereses que se infiltran e inficionan actividades
y programas, con lo que modifican arbitrariamente la organización de la
actividad social. Esto es así o lo parece, de tal manera que puede involucrarse
el azar en la vida de las sociedades o, de acuerdo a criterios cuya explicación
resulta compleja, puede entenderse que nada hay sujeto al azar en una sociedad
de humanos.
Por
lo menos se puede suponer que el cambio en la sociedad es más difícilmente
manejable que el cambio en el individuo –característica que, dicho sea de paso,
se presenta como una de las mayores cuestiones a resolver por parte de la las
ciencias sociales. Para los gobiernos es preciso definir las conductas y los
programas, puesto que la sociedad es el objeto de la política, de la
planificación organizativa y de la administración. Pero no pueden ejecutar sus
previsiones como las ejecuta la conducta individual, y deben apelar a
principios, métodos y procedimientos que difieren tajantemente con las
modalidades propias de la individualidad: deben apelar a la política de masas,
que no hay otra para las sociedades.
Por
la observación simple se confirma la tendencia de las personas a proceder mental
y conductualmente de acuerdo a los resultados de su propia e íntima experiencia.
Parece que es de ella de donde emergen sus principales convicciones y las
derivaciones en lo material. No quiere decir que se aparten del orden establecido
de convivencia, de los principios elementales de la moral, de los valores y hábitos
compartidos. Sólo quiere decir que hay una tendencia a hacer prevalecer la
experiencia de vida, la propensión que apunta a que la enseñanza recabada
mediante la actividad individual, con sus resultados y consecuencias, luego sirva
de saber práctico y funcional.
El
saber resulta, pues, lo mismo que resulta del contacto del ser humano con el
mundo que le corresponde en pensamiento y corporeidad, en actividad incesante,
y bajo una intensa y permanente lluvia de transformaciones que lo renueva. No
sólo es el dominio del existir gracias al cual complementa su saber, comprobándolo,
legitimándolo y mejorándolo. Es fundamentalmente el dominio en el cual el
sujeto genera su saber primordial, que puede llamarse práctico, pragmático, o denominarse
con cualquier término que aluda a la vida real e inmediata, a los actos y
hechos que nos insertan en la vida cotidiana, común y corriente. Pero que,
además de práctico, es un saber general, un saber que más allá de la praxis de
vida concurre en la esfera del saber integral, sea mucho o poco, profundo o
superficial.
Los
ojos nos presenta un cuadro, no más que un cuadro como el que pintan al óleo
los pintores. Los demás sentidos nos presentan imágenes similares, una melodía
los sonidos, un sabor determinado el gusto, un aroma cualquiera el olfato, en
fin, una resistencia dura o flexible el tacto. Pero debe tenerse presente que
son sentidos, que corresponden a cada ser individual, porque no es dado un
sentir universal que influya sobre el conocimiento. La humanidad no tiene ojos
ni oídos, los tiene el ser humano; la sociedad no tiene sentidos, un grupo de
individuos no tiene percepción propia. De modo que hay un solo saber, es decir,
tantos saberes como seres humanos. El conocimiento es otra cosa.
Ese
saber discriminado por la vicisitud personal, la composición de mundo macro y del
mundo micro, que es pura creación vuelta realidad en la tierra, como la de un
planta o la de un árbol, es el mismo que nos orienta en todo. No sólo en la
acción sino también, y con la misma naturalidad con que lo hace en el plano
concreto de los sentidos, nos orienta cognitivamente en el otro plano, en el del
pensamiento. Nuestro saber a qué atenernos se consagra en el mismo cuadro como el
que pintan los pintores, en la misma constelación de sonidos, en el mismo saber
de los sabores y olfatear de los olores, en el mismo palpar del tacto. Pues no
hay otra vía, y es la misma para pensar y para hacer.
VER EL TODO “Estamos rodeados, cercados por la realidad cósmica, dentro de la cual vamos sumergidos. Esa realidad envolvente es material y es social. Sentimos de pronto una forzosidad o un deseo que, para satisfacerse, requeriría una realidad circundante distinta de la que es: una piedra, por ejemplo, estorba nuestro avance por el camino. El problema práctico consiste en que una realidad diferente de la efectiva sustituya a esta, que haya un camino sin piedra –por tanto, que algo que no es llegue a ser. El problema práctico es aquella actitud mental en que proyectamos una modificación de lo real, en que premeditamos dar ser a lo que aún no es, pero nos conviene que sea.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 65.
La realidad diferente a la que se refiere Ortega se nos representa
como insondable sugerencia en la contemplación del universo. Nos parece
comprobar que hay algo en él que se nos esconde porque estamos demasiado ligados
a una realidad local que sólo es aparente.
Intuimos algo demasiado grande para
nosotros, fuera del alcance de nuestro entendimiento, aunque persiste en él como
si fuera una creencia o un dogma. La arrebatadora enormidad del universo, el abrumador
espectáculo que nos ofrece el telescopio James Webb, excitan la imaginación y
la superan. Emocionantes imágenes fluorescentes pobladas de extraordinarios
objetos, acontecimientos formidables desarrollándose en procesos inacabables, enrollándose
sobre sí mismos o expandiéndose como si se dirigieran hacia la eternidad, sugieren
algo más que la realidad desconocida. Sugieren otra realidad, lo que por aquí
no vemos ni vivimos, la gran realidad imperceptible de la que formamos parte.
¿Por
qué no la vemos como la ve el telescopio James Webb? ¿O el tiempo para él, y el
mismo espacio, no existen, como no existen para una máquina del tiempo, y puede
contemplar la misma eternidad? Sólo porque el lugar en el que circula está
cuatro veces más lejos de lo que está la Luna de nosotros. El hábito de
apreciar lo que existe como lo que sólo se vuelve evidente entre los espacios
de un comienzo y el tiempo de un final, en definitiva, ¿cómo se explica? Porque
no contemplamos las imágenes del universo como lo hacemos con las que nos
muestra la toma aérea de una montaña, de los océanos o de una gran ciudad. Es
completamente distinto, diferente de raíz, disímil, drásticamente incomparable.
Todo
induce a pensar que por un capricho de Dios nos es vedado el conocimiento de
algunas de las más importantes verdades entre todas las que se nos ocultan. O
que, debido a esa picardía propia de los seres humanos, por la cual siempre encuentran
una excusa para seguir existiendo, nos obliga a concebir el todo como un chorro
que cursa por un tubo y que de vez en cuando se asoma a la existencia por vertederos,
que llamamos presentes, y que nuestras limitaciones liberan para poder
enterarnos de la creación.
¡Cómo
se descubriría el mundo si pudiéramos meternos por esos vertederos y asomar al
todo para verlo como es verdaderamente! Se nos ocurre que luciría de una manera
aproximada a como lo muestra el James Webb, y aun así no se vería en toda su
plenitud. Porque necesitaríamos experiencia ya no sólo de mundo sino de
universo, experiencia interplanetaria, intergaláctica, experiencia cósmica o
sideral. Así como nos es necesario extraer sabiduría de la suerte con que
corremos en los hechos que suscitamos en esta ínfima porción de tierra en que
nos movemos, o en los hechos que nos sorprenden en el correr azaroso de la vida,
necesitaríamos más de una vida. Quizá la circunstancia sería otra, más grande, enjundiosa
y, para ser algo optimistas, más simpática.
LA IMAGEN DEL TELESCOPIO
Aunque no veamos más que una partícula
insignificante y no podamos admirar la infinita imagen que se refleja en la
lente del telescopio espacial, de todas manera nos ilumina un reflejo
misteriosamente similar en nuestra mente, por obra de otra lente que se esconde
en ella y por la cual también miramos. Algo en nosotros tiende unos esperanzados
lazos queriendo atrapar el todo, buscando forzarlo a que nos reconozca de una singular
y definitiva manera.
Se
trata de los lazos del conocimiento, nuestro telescopio particular y pulimentada
lente de aumento. Nos lleva la vida bruñir su frágil superficie y abrillantarla
lo suficiente para que nos suministre la mejor imagen, aquella que más nos
conviene. Véase que convenir deriva de venir (latín “venire”
= “ir”, “venir”), así como deriva ventura, suerte buena o mala. Y ventura
también quiere decir lo por venir, y hasta aventura (Diccionario
de Corominas). Lo que más nos conviene, lo que nos parece que mejor nos sienta,
que nos sienta bien, lo concebimos en un advenir, en un momento aún no llegado
o porvenir.
Lo que más conviene, en el sentido de un
interés práctico o espiritual, la conveniencia que voluntaria o
involuntariamente siempre buscamos es lo que nuestra aspiración espera de una buena
suerte. Que nos alcance un venir o advenir o advenimiento que esperamos con
esperanza, mediante espera esperanzada. Esperamos lo que es un bien para
nosotros, y bien es un significado clave, así como bueno, lo que
es bueno para nosotros. En todo lo que hacemos hay espera esperanzada, hasta en
el más simple de los propósitos, en clavar un clavo, lo que hay que hacer bien,
o en el diario vestirnos con la prenda que debe quedarnos bien. Bueno es que el
cuadro cuelgue sin que se caiga; es bueno que luzcamos de acuerdo a nuestro
deseo.
Hay
también un universo en nuestras expectativas, en cada una de las ideas que
forjamos, iniciativas, movimientos, conductas, acciones. Es la aspiración de que
sus resultados mejoren en la medida en que vivimos, el afán que inevitablemente
trasladamos a las expectativas. Y la imagen de un mundo que imaginamos
desprovisto de las restricciones de los sentidos corporales. Esos sentidos nos
muestran el limitado mundo de nuestro entorno, incompleto, pequeño, y en el estado
instantáneo en que aparece en la percepción, en lo poco que de ella puede
captar para que elabore el cerebro. Siempre estamos procurando agrandar ese mundo,
hasta en los propósitos más insignificantes de la vida corriente.
También hay un
universo muy amplio en los sentimientos, emociones y pasiones. Este universo nos
descubre una más honda espacialidad en la que caben maravillas, espectáculos
grandiosos, despliegues de la imaginación semejantes a los de las estrellas de
neutrones. El mundo de la imaginación es el que delata nuestro mundo como una
muestra de otro más grande, como reminiscencia de algo que, aunque
desconocemos, está en nosotros. Aparece de una manera espectral lo que sólo es
posible confirmar cuando las dimensiones materiales o espirituales rebasan las
referencias humanas.
EL TELESCOPIO INTERIOR
¿Acaso son las imágenes del telescopio
espacial las que terminan poblando nuestra mente y nos parecen genuina creación
de los poderes mentales? ¿Unas pobres copias que tomamos de los espléndidos videos
de la NASA? No, no son esas imágenes sino las concepciones que germinamos a
partir de nuestra experiencia de vida. No sólo las que nos permiten comprender este
mundo y reaccionar frente a él como nos conviene, el mundo conocido que nos
envuelve y nos es familiar. También son las del mundo al que aspiramos, desconocido
por fuera y vuelto pura intelección por dentro.
Pertenecen
al por venir, a la aventura más significativa de los humanos: la
que está por venir. Se trata, como hemos visto, de una aventura que forjamos en
un espejo, pero que corremos aquí, de este lado del espejo. Y que, por lo que
también hemos visto, está en el presente más concreto y vital. Pues se nos
ocurre devenir al revés, desde el futuro hacia el presente. Somos por
eso observadores como son los astrónomos y astrofísicos que escrutan las
profundidades del espacio exterior como nosotros el interior, un espacio que
también está en vías de conocerse convenientemente, por lo que resultamos
singulares científicos que se empeñan en llegar un poco más allá en el infinito.
Como
ellos queremos romper el velo de la realidad aparente, extender el alcance de
los sentidos biofísicos. Todos contamos con un telescopio interior que nos
permite, si lo ansiamos, ir más allá de los que se encierra fantasmalmente en
la “corriente del pensamiento”, en busca de otra corriente, la de una realidad figurada
que simula ser chispa de la realidad cósmica. No es creíble que la vida humana esté
limitada al solo círculo de su existir físico, psíquico y biológico. Es más que
ontología avanzada, más que tiempo hecho vida, más que Dasein, es decir,
más que intervalo entre un ser que a veces se mueve como una pluma flotando
al capricho del viento, y otro que como una flecha disparada con puntería busca
un blanco elegido previa y expresamente.
La
vida humana tiene mucho de inconsistencia, de ligereza, de blandura, pero por
eso es maleable, flexible y hasta obediente si se le ordena. No es algo para
asumir como se asume un mueble, un automóvil; no se pide prestada ni se compra como
una cosa. Como en su dimensión consciente sólo es realizable por los propios
medios, es más de lo que parece, es conversión de una realidad en otra. Por lo
que estamos permanentemente convirtiendo todo lo que encontramos en otra cosa:
un árbol en un silla o en papel, un montón de arena en una botella, el barro en
ladrillos, el litio en batería, el hidrógeno en amoníaco.
Como
las imágenes del telescopio guían a los científicos por el universo,
enseñándoles cómo es, las imágenes interiores nos guían por el mundo, no exactamente
las imágenes que obtenemos a pura percepción y transmitidas como información.
Las imágenes interiores ordinarias son las que nos enseñan cómo es lo que nos
rodea. Pero las puramente interiores, las extraordinarias, no son las que apenas
han sido registradas y enviadas por los canales neurales al cerebro, sino las
que derivan de ese registro después de superar el tamiz de la experiencia. Es
decir, después de convertir la inestabilidad en estabilidad, los altibajos en carretera
plana, las arduas pruebas en satisfacción de las pruebas.
Podemos contemplar el
todo que infinitamente se extiende por dentro. Somos realidad en acto y en
potencia: realización en marcha. Y la misma condición de no ser completos es la
que nos augura y nos garante una insospechada y por eso infinita dimensión que
espera llenarse con nosotros. Nos reconocemos como una convergencia de fuerzas que
nos empujan y a las que respondemos con lo que somos en tanto criaturas que sienten
y piensan. Pero no seríamos esas criaturas si no fuera porque no sólo empujan
sino porque también tiran de nosotros, nos arrastran, apuran la marcha desde el
otro lado que es el lado de lo que deseamos ser.
Ese impulso augural
nos hace crecer, puesto que la vida consiste en aumentarnos permanentemente al
mismo ritmo en que peleamos la existencia, en que la reclamamos a la nada. En
la antigüedad pagana un augur era quien leía en las aves, en el cielo y en
animales sacrificados los signos que anunciaban la voluntad favorable o
desfavorable de los dioses. Si no era favorable no había garantía alguna para el
buen fin de cualquiera de los propósitos que animaran la vida de los mortales.
Es un rito ancestral
que responde a la misma necesidad de siempre, la de querer impulsarse hacia lo
que mejor indican las necesidades y los deseos, aquello de que se carece. Nos
mueve la esperanza de completar con algo apetecible la propia existencia,
siempre a medio camino y por terminar de hacerse. Ese impulso es el que anida
en la fe revelada de los monoteísmos, y nos atrae quizá con mayor fuerza que aquella
que nos espolea de atrás, la que, como decía Heidegger, nos “arroja” a la vida,
nos expulsa inevitablemente a la condición de ser. Debe completarse con la que convierte
al ser en ser auténtico, en persona.
Algunos pensadores y
teólogos influidos por el pietismo, como Johann Georg Hamann en el siglo XVIII –crítico
de la Ilustración y precursor del romanticismo–, han sostenido que ese impulso de
que hablamos consiste en la fe sola, despojada de la razón. Por la sola fe lograríamos
vislumbrar la existencia de una dimensión superior y externa a la conciencia. Este
criterio nace dentro del pensamiento religioso y en torno al debate sobre si la
razón complementa o no complementa a la fe, si pueden juntas actuar en ayuda
mutua (San Agustín y Santo Tomás sostenían que sí, que pueden).
Sea como fuere, el
problema es del todo pertinente y atendible, aunque es claro que el impulso se
abre, por más que lo haga también en una dimensión externa y divina, a una insoslayable
instancia del sentir humano, a una dimensión interior de la subjetividad
profunda. Una dimensión por hacerse, expectante respecto de sí misma y en un dominio
en que prevalece la espiritualidad y la voluntad de las personas.
La dificultad de
conciliar la fe y la racionalidad, de dirimir su discutida oposición, es un
antiguo estigma para la religión y para la filosofía. Hay una cuasi o proto
doctrina al respecto que brega por aunar en una sola y desolada convicción el
misticismo y la racionalidad pura. Así parece en la coincidentia oppositorum
de Nicolás de Cusa, en la unidad de realidad y espíritu de Giordano Bruno, en
la unión de naturaleza y divinidad de Friedrich Hölderlin, en el punto Omega
de Pierre Teilhard de Chardin, en lo Circunvalante de Karl Jaspers o
en el Cristo de la fe de Rudolf Bultmann.
DIFERENTES IMÁGENES
Nos enseñan todo lo que es posible y
todo lo que debemos aprender, pero no a ser persona. La función de la educación
no pasa por ahí; ella sabe que es algo que no se puede enseñar, que es un
aprendizaje que cada uno se debe a sí mismo. Si la educación se propusiera
enseñarnos a ser persona se vería obligada a elegir un prototipo, un modelo que
sirviera para todos, porque no puede enseñar a cada uno. Es claro que si
pudiera enseñar a ser persona sólo lograría unificar a la humanidad, a volverla
masa indistinta, y lamentablemente no es difícil encontrar ejemplos en la
historia.
El problema consiste
en que aprender a ser persona demanda un gran esfuerzo, mucha paciencia, el poder
de observar, de asimilar y filtrar una vasta gama de información. Pide que se
sienta la inquietud por advertir lo que conviene y lo que no conviene para que la
vida se encarrile como nos parece que debe hacerlo. A nadie le importa que resultemos
unos recipientes con vida pero llenos de frustraciones, de hechos carentes de
sentido, reiteraciones y reiteraciones de esos hechos sin que modifiquen para
bien el pensamiento y las conductas. Nadie reparará sino sólo nosotros en que
nos hace falta una imagen directriz que oriente los pasos que damos. No venimos
al mundo programados sino en unas pocas y elementales funciones biológicas y
psíquicas, pues el programa vital, intelectual y físico, surge del diario
vivir.
El designio más
importante de la educación formal gira en torno a la racionalidad. Y, aunque en
ese designio la educación se afane por incluir todo lo que se pueda la ética,
la estética, los valores, los sentimientos y principios que prevalecen por
estar probados en la historia de la humanidad, de todas maneras, es impotente
en estos dominios intangibles y al margen de una racionalidad estricta. Puede
enseñar a construir un puente, a levantar una casa, a curar a un enfermo, a
administrar un bien, a manejar la economía, a medir los campos. Puede enseñar
cuáles son los rudimentos de la pintura, la música, el arte en general. Incluso
puede enseñar cómo se enseña. Pero, así como no puede enseñar a ser una persona,
tampoco puede enseñar a ser un ingeniero, un arquitecto, un médico, un artista,
un maestro, un profesor.
Puede enseñar profesiones,
habilidades, especializaciones, personas que entienden y son acreditadas para
ejercer esas actividades en calidad de servidores públicos. Pues no es lo mismo
saber ingeniería que ser ingeniero, saber medicina que ser médico. A este
respecto es oportuno recordar que el título de doctor, otorgado por las
universidades en variedad de especialidad, por la etimología del término quiere
decir “maestro, el que enseña”. Se desprende la sutil sugerencia de que si
enseña es porque sabe, pero no se desprende que igualmente sepa ser maestro, sepa
lo necesario para ser el que enseña. No surge que con saber baste para saber
qué hacer con el saber, y cómo se aprende a ser doctor, no un doctor en general
sino un determinado doctor.
LA IMAGEN INTERIOR
¿Quién nos ha enseñado a ser lo que
somos? Por supuesto, el hogar, la escuela, la enseñanza media y superior, las
academias, instituciones de enseñanza especializada, personas que nos han
trasmitido su sabiduría, los libros, la información virtual. Sin embargo, a
nadie se puede atribuir la autoría de lo que somos como personas. Una pequeña llama
que encendemos por nuestra cuenta en lo más hondo es la que nos ilumina y muestra
cómo llegar a ser lo que somos, la persona que somos. Esa persona tiene el
conocimiento adquirido, pero no tiene consagrado su saber personal sin encenderla.
Y
no es fácil encenderla porque la chispa necesaria es tan débil que no se ve en
la profundidad de cada uno. Es una imagen como la de una estrella muy lejana o cuya
masa sólo puede desprender una luminosidad casi inobservable. Aparece en
nosotros un universo interior que ansiamos explorar como ansían explorar el
espacio los astronautas. A la manera de ellos somos los nautas de nuestro
espacio interior, aunque no todos lo sabemos. Se trata de incursiones que se
hacen hasta inconscientemente, pero, ¿cómo?
Salvo
aquellas acciones que realizamos automáticamente, por reflejo de una cantidad
de hechos que ya hemos vivido y que se repiten, se puede decir que no hacemos
nada sin antes ponernos al calor de esa llama. Es la que surge de la misma combustión
de la vida, porque no es sólo desprendimiento de energía a partir del cual se
dan curso variedad de transformaciones, sino también quema, ardimiento,
deflagración: consumo de energía. Es algo que cada vez que se enciende o que se
aviva se gasta un poco, se extingue. Ahora bien, de todo lo que se consume
queda un resto, se conserva un resto, y ese resto es lo que somos.
No
es correcto afirmar, pues, que somos el resultado final de una constelación de
experiencias mundanales de las que hemos salido airosos o maltrechos. No es exacto
que sea lo que es posible apreciar en una última medición, de acuerdo a un
último estado de cosas, según permite vislumbrar el último rayo de luz llegado
que sería la suma de toda la luz disponible y que hiere el ojo. Lo correcto es
algo bastante parecido, pero con un matiz contundente capaz de establecer la gran
diferencia. Pues no es suma ni constelación sino resta, despojo, lo que queda
de la combustión, rescoldo, ceniza, polvo. Carl Sagan había exclamado con
júbilo que somos polvo de las estrellas, y no hay duda de que lo somos, por
fuera y también por dentro.
VER EL PROBLEMA
“Cuando se habla de nuestra actividad cognoscitiva o teorética se define muy justamente como la operación mental que va desde la conciencia de un problema al logro de su solución. Lo malo es que se tiende a no considerar en esa operación sino su última parte: el tratamiento y solución del problema. Por eso, cuando se piensa en la ciencia se la suele ver como un repertorio de soluciones. En mi entender, es esto un error. En primer lugar, porque hablando rigorosamente y evitando, como exige el temple simple de nuestro tiempo, el utopismo, es muy discutible si algún problema ha sido nunca plenamente resuelto: por tanto, no es en la solución donde debemos cargar el acento al definir la ciencia. En segundo lugar,
la ciencia es un proceso siempre fluyente y abierto hacia la solución –no es, de hecho, la arribada a la costa anhelada, sino que es la navegación procelosa hacia ella. Pero, en tercero y definitivo lugar, se olvida que al ser la actividad teorética una operación y marcha de la conciencia de un problema a su solución, lo primero que es, precisamente, es conciencia del problema. ¿Por qué se deja esto a la espalda como detalle insignificante? ¿Por qué parece natural y no de urgente meditación que el hombre tenga problemas?”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 64.
Es más importante analizar la pregunta que analizar las
respuestas que se dan en el curso de su historia como pregunta. Analizar el
problema con mayor dedicación que la que se brinda a sus posibles soluciones,
aunque sin menospreciarlas.
A juzgar por el grado de impacto que
producen los problemas, en muchos casos se puede apreciar que en la persona y
en sus reacciones gravita más ese impacto que el problema mismo, que lo que encierra
el problema en su dificultad intrínseca. Hablamos de los problemas de la vida. El
impacto genera un segundo problema que inhibe la búsqueda de soluciones para el
primero. A veces llega a desplazarlo o a presentarse como problema principal,
sin que el otro desaparezca del todo.
El
primero es desplazado, pero no superado en tanto persiste como problema, pues
todavía no se ha resuelto. Se mantienen sus expectativas y esperanzas, sus desafíos
y enigmas, Cada vez que puja por acaparar la atención, por preponderar otra
vez, aumenta la tensión del impacto psicológico, refuerza el desafío emocional
y moral. Y cala el pensamiento de diversas manera en cada una de las veces en
que se reanima y conmueve. No de manera acumulativa, no montando una vez sobre
la otra, sino de modo que unas son pulimentadas por las otras, mejoradas,
perfeccionadas, con lo que va quedando atrás lo que fueron en su vez primera.
Mientras
predomina el impacto disminuyen las posibilidades de hallar una solución al
problema. Como a veces predomina para siempre, el impacto pasa a ser un estado al
cual la persona se acostumbra y adapta. Así resulta para muchos que los estados
emocionales provocados por un problema se convierten en el problema número uno,
y hasta en el que se define el pensamiento, los sentimientos, la conducta. Pasa
a querer evitarse el miedo, por ejemplo, a querer resolverlo antes que eliminar
aquello que lo produce. Atender la depresión, la angustia, la desolación, las
frustraciones, antes que el orden de factores que las generan.
LA INDIVIDUALIDAD
Lo que produce la frustración queda
atrás, el fallo al dar un paso importante para la vida es un sentimiento que a
veces se separa de sus orígenes, causas, motivos desencadenantes. Hasta convertirse
en un rasgo del carácter de la persona, en un fondo o segundo plano sobre el
cual contrastan todos los demás rasgos. Y el problema inicial queda sin solución
para siempre. En lo individual, en lo subjetivo, los problemas no se presentan
como se presentan en lo colectivo, en lo social. Que la sociedad deje sin
resolver un problema, fuera de lo accidental, es diferente, puede seguir
viviendo sin grandes problemas, aunque, para seguir con el ejemplo, la embargue
un sentimiento de frustración que ya no es sólo personal y que se comparte y asume
en la comparecencia del grupo.
¿Qué
problema social ha sido resuelto del todo? En lo individual es preciso resolver
del todo o casi del todo los problemas. Es muy débil el orden de lo individual
si se compara con el de lo colectivo, y esa debilidad exige un barrido de los
problemas. La colectividad se aguanta mejor si se mantienen algunos de ellos. Luego,
la colectividad es una dimensión de llegada y no de partida, una organización que
necesita alimentarse para ponerse al servicio del individuo, y que no lo puede
hacer sola. Necesita la ayuda de un individuo en vías de colectivizarse, a
medio colectivizar.
La individualidad es
una dimensión de partida, de comienzo. Exige siempre una lucha, trabajo
adicional y también sacrificio. El individuo marcha hacia el afianzamiento de
la sociedad y la sociedad marcha hacia el afianzamiento del individuo, pero son
marchas diferentes. El individuo marcha con incertidumbre, no siempre con
pertrechos adecuados, frecuentemente sin planificarse debidamente y sin poder
realizarse adecuadamente. No tratándose de la horda, de la masa, de la turba
humana, la sociedad va hacia el individuo generalmente con planificación, organización
y ejecución premeditada. La sociedad no se inquieta ni amedrenta como el
individuo. Su velocidad en los cambios es menor; la del individuo exige
aceleración cada vez, mejoramiento expreso y perentorio, afinamiento rápido en
sus movimientos.
La sociedad resulta
de las veces en que la individualidad se realiza en ella, con acierto o desacierto.
Ocurre así que a veces retrocede en su marcha, pero es en realidad un retroceso
de la individualidad, porque ella no sabe corregirse a sí misma. Es el orden de
la individualidad el único orden que puede hacer algo. La sociedad sólo refleja
la conciencia que trasmite la individualidad, no cuenta con una propia. La sociedad
es puramente refleja, no produce nada ni acierta ni se equivoca; es la
individualidad la que a veces hace bien y a veces mal las cosas.
Obsérvese que se
trata de un orden de realizaciones, de marchas y contramarchas, de aciertos,
desaciertos y correcciones que no es estrictamente el orden propio del individuo,
no aquello en lo que se realiza la persona, sino el de la individualidad. Es
una distinción imprescindible y nunca sometida a un análisis meticuloso. Por
cierto, se trata de un concepto enmarañado, que se confunde fácilmente con el concepto
de individuo, como aquella historia que de vez en vez vuelve posible que el individuo
se convierta en persona.
Un delineamiento de
su perfil propio surge de la imposibilidad tanto de atribuir a la persona la
marcha que ella emprende junto a todas las demás, como de atribuirla a una
entidad monolítica, sin sentidos perceptivos ni entendimiento y que avanza a
los tropezones. La sociedad no elige por sí sola, no cuenta con la facultad de encontrar,
de discernir, de seleccionar lo necesario para la vida. La tiene el individuo y
se la trasmite a la sociedad. Pero el acto por el cual la trasmite no es un
acto estrictamente individual.
La persona se
despoja de su ser individual y deja que la particularidad se difunda, se
convierta de particularidad en generalidad. No en sociedad, porque como es
obvio el individuo no puede fabricar sociedad alguna. Sólo puede abrirse en lo
que es, liberarse de la particularidad que lo define y actuar bajo lo que
podría asimilarse a la convección, es decir, una clase de propagación de
lo individual hacia lo que es más denso, más fuerte por resultar numeroso,
mayor cuantitativamente. Entonces actúa no como es propio de lo individual
sino como es propio de la individualidad, concepto sobre el cual
volveremos en el capítulo 10.
VER EL PROBLEMA
Primero que nada, el individuo es ser
biológico, así lo parece cuando puede pensarse a sí mismo. Luego, conciencia, conciencia
de que es y, por último, persona, conciencia auto reconocible, es decir,
pensamiento propio. Es lo que parece resultar si intenta resolver qué es, el
problema que le presenta su sola existencia, y lo que procura por su sola
cuenta. Ser conciencia consiste en el poder de ser más, de ser persona y
de participar en la individualidad. Por último, su participación en la
individualidad es lo que le lleva a comparecer como sociedad. Su conciencia le
permite aumentarse, de individuo a persona, de persona a personalidad, de individualidad
a colectividad, de sociedad a nacionalidad.
Sin embargo, puede estacionarse
en un punto en el que vuelve a reducirse, no por retroceder al estado de
individuo sino porque empieza a ser mundanidad, aunque no lo busque, a generalizarse,
a integrarse quiéralo o no en masa, agrupación simple de individuos. Ya hemos
visto que de algún modo es universalidad, polvo de estrellas. Pero esto es algo
diferente, en todo caso, lo que empeñosamente le priva de su abolengo cósmico, de
su condición de universalidad.
La simple suma de
individuos no configura una sociedad, no es suficiente. La sociedad pide algo
más que un montón, más que millones y millones de criaturas comparecientes. Pide
criaturas impacientes, ansiosas, agitadas, vehementes, pero animadas de un propósito
superior, en busca de un sentido, de una razón de ser. O criaturas animadas por
el sentimiento más que por el embotamiento, por una actividad esperanzada y no
por una pasividad insensible y descorazonada. Pide acción como pide el
espectador de un thriller, emoción fuerte, suspenso, estremecimiento, pero con
una idea fundamental que justifique el pedido. La sociedad para ser lo que es,
diríase para justificarse, tiene que envolverse en la expectación, en el
suspenso, en el pender o “estar colgado” de algo, como indica la correspondiente
etimología. Ese pender, que es un depender, la vuelve otra cosa, más que una simple
suma. ¿Cómo adquiere esa propiedad cualitativa? Sólo la adquiere antes de ser sociedad,
cuando es individualidad.
Así como una oración
del lenguaje no es un simple conjunto de palabras, y para ser oración tiene que
guardar un cierto orden, una sintaxis, el encuentro entre sus diversos elementos
que responde a una seriación del sentido, finalidad comunicativa, la sociedad
pide una sintaxis que la dignifique, la vuelva realidad no sólo biológica sino
también humana, al igual que pide la realidad individual. La sociedad de la
simple suma de individuos, sin cohesionarse mediante una inexorable sintaxis, no
es sociedad sino manada, rebaño, jauría, enjambre, bandada. Es en la realidad
pura un diferendo entre lo que se ordena solo y lo que se ordena por la
actividad de una “interpósita persona”. Al azar se interpone una voluntad que
no es la del individuo, la que sólo es comparecencia, sino la del quehacer
humano, la del individuo en tanto individualidad, camino hacia la socialización
de la voluntad.
La naturaleza humana
interviene por encargo y provecho de otra voluntad, de manifestaciones derivadas
de lo humano, de secuencias y consecuencias inescrutables. Pero interviene en
algo más, algo que para que surja claro en el entendimiento es necesario
revisar en sus orígenes, en su génesis, contemplar tal cual es sin revisiones
ni interpretaciones. No en las soluciones conocidas del probema, sino en el planteamiento
del problema. ¿En dónde está el planteamiento del problema, su estallido e
inicial irradiación? En la experiencia, cuando topan la perseverancia humana y
la sañuda interposición de un mundo alzado en armas contra todo emprendimiento del
hombre.
Conciencia del
problema es lo que se reitera en la praxis de vida como requerimiento
fundamental. No es problema el que viene con sus consecuentes soluciones; eso
no sirve para enriquecer el saber sino para enriquecer el conocimiento
adquirido por vía externa. Las más consensuadas de las soluciones resultan
estériles en el plano del conocimiento común. Sólo sirven de adorno a las experimentales,
aquellas que son creadas por obra de la injerencia en el mundo y se satisfacen
por vía directa, contra viento y marea.
¿Qué seríamos si
tuviéramos que proceder sólo por fórmulas, por consejos, por la sola guía de algunas
instrucciones previas y aplicados aprendizajes? No nos ayudaríamos a ver el
problema sino a ver el abanico de soluciones posibles desplegado antes de
nosotros. Lo que más ayuda en el problema es el mismo toparnos contra él, y es
oportuno que Ortega y Gasset se pregunte por qué “se deja esto a la espalda
como detalle insignificante. Por qué parece natural y no de urgente meditación
que el hombre tenga problemas”. La circunstancia de que nos habla el filósofo
español es en puridad el corazón de los problemas, y las soluciones pueden mantenerse
más allá de la circunstancia.
EXPERIENCIA DEL PROBLEMA
En su libro Experiencia y educación,
el filósofo estadounidense John Dewey apunta: “el problema central de una
educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de experiencias
presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias
subsiguientes” (Buenos Aires, 1945, Losada, p. 25). Debe tomarse como un
principio o “principio de continuidad experiencial”, afirma Dewey, que aparece
“en toda tentativa para distinguir las experiencias que son valiosas
educativamente de las que no lo son” (ib., p. 34).
“En
el fondo –agrega–, este principio se basa en el hecho del hábito, si
interpretamos este hábito biológicamente. La característica básica del
hábito es que toda experiencia emprendida y sufrida modifica al que actúa y la
sufre, afectando esta modificación, lo deseemos o no, a la cualidad de las
experiencias siguientes. Pues quien interviene en ellas es una persona
diferente. El principio del hábito así entendido es evidentemente más profundo
que la concepción ordinaria de un hábito como un modo más o menos fijo
de hacer cosas [...] Desde este punto de vista, el principio de continuidad de
la experiencia significa que toda experiencia recoge algo de la que ha pasado
antes y modifica en algún modo la cualidad de la que viene después” (ib.,
p. 36-37).
En
tal sentido se entiende el “crecimiento” y, aún más, “la dirección en que tiene
lugar el crecimiento, el fin hacia el cual tiende [...] Que un hombre pueda
crecer convirtiéndose en un ladrón, en un bandido o en un político corrompido
es un hecho que no puede dudarse. Pero desde el punto de vista del crecimiento
como educación y de la educación como crecimiento, el problema está en saber si
el crecimiento en esta dirección promueve o retrasa el crecimiento en general”
(ib., p. 38).
“Pero hay otro
aspecto del problema. La experiencia no entra simplemente en una persona.
Penetra en ella, ciertamente, pues influye en la formación de actitudes de
deseo y de propósito. Pero ésta no es toda la historia. Toda
experiencia auténtica tiene un aspecto activo que cambia en algún grado las
condiciones objetivas bajo las cuales se ha tenido la experiencia. La
diferencia entre civilización y salvajismo (para tomar un ejemplo en gran
escala) está fundada en el grado en que las experiencias previas han cambiado
las condiciones objetivas bajo las cuales tienen lugar las experiencias
subsiguientes [...] En una palabra, vivimos, del nacimiento a la muerte, en un
mundo de personas y cosas que en gran medida es lo que es por lo que han hecho
y transmitido las actividades humanas anteriores” (ib., p. 43).
Hay problemas y hay
también determinadas experiencias por las cuales se viven los problemas. Y esas
experiencias valen más por cuanto se interrelacionan que por lo que cada una es
aislada en su espacio y en su momento. La continuidad en la experiencia nos
proporciona el crecimiento, bueno o malo. El concepto en lo que atañe a la
educación formal, tal como lo maneja Dewey, es perfectamente extensible a todo
tipo de educación, incluso a la que interviene en la experiencia de vida y por
cuenta y riesgo de la persona.
En la “continuidad
en la experiencia” se esconde el núcleo del problema y la matriz que da lugar a
las soluciones perentorias, no en el golpe que el problema propina a la
sensibilidad, que puede ser diverso, diferente en cada situación. La
continuidad experiencial es inmune a la situación y no produce un impacto; sólo
se imprime en la mente, deja una impresión de fondo que se mantiene activa en
todas las eventualidades, sucesos, incidentes, contingencias, especialmente en las
emergencias, peripecias cualesquiera temporales o permanentes. Es la que puede
asistir a la persona cuando se torna imprescindible para ella distinguir entre
el problema y su impacto, el obstáculo que da lugar al suceso y el que da lugar
a una modificación pasajera en su estado de ánimo.
Se trata también de
discernir si la resolución de los problemas, con sus derivaciones en el entorno
personal, se integra a la apertura que hemos llamado individualidad, o
si es el impacto del problema el que se integra, repercutiendo en el estrato
social y en la cultural general. Como ya hemos dicho, es frecuente confundir el
problema con las consecuencias del problema, por lo que, en el propósito de
resolverlo, se solapan las medidas adoptadas en la búsqueda de soluciones y que
terminan aplicándose indiscriminadamente.
COMPARAR LA MUERTE
“Todo ver es un mirar o buscar con los ojos; todo oír un escuchar o atender con los oídos. Digo, pues, que la naturaleza, que el mundo exterior solicita la atención del hombre con terrible urgencia, planteándole constantemente problemas de subsistencia y de defensa.”
José Ortega y
Gasset, ob. cit., p. 139.
No tenemos experiencia de la muerte, no hay saber al
respecto y su conocimiento nos viene de una facultad hipotético-imaginaria de estrategias
sólo comparativas y metafóricas. He aquí algunas aproximaciones a la idea de la
muerte.
La muerte es una no-experiencia, la
negación de la experiencia vital, la nada de la vida. Es ausencia de la
presencia o presencia no sentida, evidencia sin comparecencia, esencia sin
vivencia, sustancia carente de extensión. Carece de la continuidad con la que
cuenta la vida y que, por lo demás, proporciona la fórmula por la cual el saber
se perfecciona y afina. Es ignorancia en estado de absolutez.
No
es individual ni social, no se caracteriza por ser lo propio de ningún dominio.
No admite ninguna clasificación. Es la clausura de todas las discriminaciones y
síntesis de todas las clasificaciones. Es la mayor certeza y a la vez la más
grande de las ignorancias, así como la mayor incertidumbre y el más firme de
los conocimientos, aunque no es captada por los sentidos ni entendida por la
conciencia.
Después
de ser puro futuro no se convierte en presente, como todo lo que se sabe que llegará
de manera indefectible, porque el tiempo cursa sin cesar o los cambios y
transformaciones son irreducibles. Deja de ser futuro al volverse tiempo
infinito, incalculable, nunca futuro que aterriza por fin en alguna parte palpable
y en algún momento preciso.
Así
como el cuerpo es inocente cuando nace, ser que no perjudica, es inocuo
al morir. Es ser inerme, inofensivo y bonachón. Su objeto no tiene sujeto, su
predicado silencioso flota en una atmósfera irrespirable para la comprensión. Así
como el alma es una entelequia atribuible al cuerpo, la muerte es una
entelequia atribuible a la vida. Es la misma desilusión en trance de desilusionarse,
una interrupción congelada, el límite último de la percepción.
No
es comprobable después de que es un hecho, como todos los hechos, sino antes.
Después que el ser deja de ser, la comprobación es imposible. Se comprueba
antes, cuando todavía no es un hecho intangible. Al no pasar por la experiencia,
la muerte es pura ingenuidad, pura inocencia, pura teoría o fantasía: del alma,
de la existencia inmaterial, del más allá, de la vida celestial, de los
ángeles, de los espíritus, de las almas en pena, de los que purgan sus pecados.
Entre
todos los desenlaces en la vida de los humanos, muchos de los cuales significan
el terminante fin de un desarrollo con peripecias, la muerte es el desenlace
que definitivamente desenlaza. Termina con el destino de ser
vicisitudinaria evidencia del mundo.
Se
cree que en vez de un final es un comienzo, en vez de una desgracia una
felicidad en ciernes. En vez de significar la radical finitud de la vida, indica
el punto en donde comienza la eternidad. Pues la muerte no es la última lección
que la vida ofrece al hombre: es la primera.
En
la vida se aprende lo necesario que hay que saber para poder vivir, para seguir
viviendo. La vida es la maestra más sabia, el aula en donde se aprenden más
cosas, la escuela que extiende el título más alto. En cambio, la muerte es lo
contrario a un maestro, a una escuela, porque muertos desaprendemos todo, nos volvemos
al ignorar del cual venimos, al estado de inocencia.
La escuela de la
vida no nos enseña la clave que nos lleva a la muerte, quizá porque la muerte
no es su final sino otra de sus etapas multicolores. A través de la vida se
produce un gasto casi imperceptible, partículas de la muerte, como son los
días, que nos negamos a llamar así sólo por decoro, por el orgullo de ser
vivos. De modo que la muerte no sería un acontecimiento sino un acontecer, no
una interrupción abrupta sino una paulatina disolución.
La muerte no es más
que una metáfora, una imagen que alterna con la de la vida. No es una realidad
sino una figura, no un hecho sino un fenómeno. Una rareza en medio de la
trivialidad, una anomalía. Es un salto como el que damos todos los días, pero
en el vacío. Una carga de la que nos hacemos cargo, pero sin peso. Una
comparación sin término comparante.
La muerte es la
salida más segura para escapar de los tumultos, disturbios, trampas que
amenazan al hombre, no del todo recomendable, pero salida al fin. Es la solución
ideal para curar enfermedades, saldar deudas, evitar castigos, esquivar futuros
indeseados, escapar de destinos inaceptables, corregir una vida miserable o consagrar
una vida prodigiosa.
El GRAN SÍMIL Y EL DRAMA
El sueño es casi lo único que puede
compararse con la muerte. Pero en el sueño todavía hay un yo que sueña, y lo
soñado es soñado por él. Ahora, ¿qué hace un muerto? ¿Sueña que está muerto
como soñaba cuando estaba vivo? Claro que no, eso es absurdo. Entonces, ¿quién
está muerto en la muerte si ni el muerto lo sabe ni puede saberlo? La vida se
hace, pero la muerte se hace sola. Una vez muerta suponemos que se trata de una
persona que ya no está viva, un ser humano determinado que ahora ya no es. Pero
en lo intrínseco de la muerte, en esa realidad desamparada y yerma, y que se
esconde en la nada, esa persona ya no es nadie; es sólo indeterminación, referencia
sin nombre, conciencia clausurada, pantalla apagada.
Es
un nadie que inquieta al pensar que sus antecedentes fueron –o son– del todo reales
y vivos. El tiempo que lo separa de la vida puede no ser mucho y, sin embargo,
ya es eternidad. Es la única eternidad asegurada. Lo peor es pensar que ese
nadie que ahora yace allí estirado era casi ahora mismo un ser reconocido entre
nosotros, querido y apreciado. Una realidad contundente, indiscutible, plena de
rasgos familiares que por arte de magia la muerte convierte en un ahora sólo del
recuerdo, también leyenda, alegoría, narración, y en todo eso añoranza,
remembranza, nostalgia.
Es
razonable suponer que hay un alma que va al cielo o a dónde se quiera suponer
que va. Que hay algo que sigue como sigue lo vivo en la tierra y que va a algún
lado como los vivos van siempre. La desaparición física de un ser humano es
brutal. Es difícil concebir la nada, pero más difícil cuando hay que deducirla
de la muerte, de la misma existencia contundente y palmaria que extrañamente ya
no es. Un ser vivo consciente, despabilado y alerta, conocedor del mundo que lo
rodea, autor de impresiones, pensamientos, sentimientos, valoraciones, mediante
los cuales ha construido un mundo particular, interpretación genuina de la vida
y de las cosas, que se ha ganado un lugar en el teatro de la existencia humana,
de pronto ya no es y no puede volver a ser.
¿A dónde va a parar?
¿Cómo es que esa construcción deja de irradiar su luz en la superficie de una
realidad que nos pertenece a todos? Un nadie que había aprendido a ser desde un
ángulo único de la existencia, desde el mirador de un yo que de pronto deja de
contemplar simplemente porque se apaga, porque enceguece abruptamente. Un punto
de vista que de golpe ya no es punto ni vista de alguien que parece exclamar “¡Ya
no son míos!”, y se pregunta “¿Dónde queda todo? ¿Quién lo atestigua? ¿Puedo compartir
lo que los vivos seguirán atestiguando sin mí?”
Es un drama sin puesta
en escena o una escena inapelable sin movimiento ni acción. La pieza de teatro de
un dramaturgo ensañado contra la vida, herido por un desaire, una insolencia,
el dolor de una deshonra injustificable e irreparable. La obra de un autor que
no supo cómo dar un final elegante a su argumento.
UN SÍMIL EN LA VIGILIA
Otro parecido con la muerte se refleja
en la alienación, el caso en que se suspenden las facultades inteligentes cuando
el individuo no puede o se resiste a ejercer el control de su mente. No
hablamos de ninguna patología ni de la muerte cerebral, sino de otra especie de
muerte singular. Si el sueño es a veces tan cruel como la muerte, la alienación
puede ser tan cruel como la locura. Pero la crueldad no se siente: la crueldad
se ensaña con la historia de la persona en tanto la despersonaliza, la vacía de
contenido genuino.
Aquí hablamos del yo
alienado y no del yo demente, de un yo afectado profundamente, pero que mantiene
una conducta normal, como la de todas las personas. Salvo que es una conducta controlada
por lo otro, no por una alteridad determinada, por un otro cualquiera como
es el caso del alienado que se cree Napoleón. Es un pensamiento, un sentimiento
y una conducta que controla un prototipo social hegemónico y que le viene
implantado por la cultura popular, las costumbres, los influjos del espectáculo,
los medios, las redes sociales, la propaganda.
Quedar fuera de la
sala de control de la mente es un proceso que se vive de diferentes maneras,
voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente, pero que anula
buena parte de la sensibilidad física y espiritual. Es cruel porque cierra las
puertas de la renovación mental y psíquica, anulando la personalidad y
convirtiendo al sujeto en un sonámbulo o en un robot. Es una crueldad que se
sufre indirectamente, como condición individual y social desgraciada que no
duele si no se toma conciencia de ella. Es la crueldad de la
despersonalización, de la estandarización de la personalidad y de la cara
negativa de la globalización. El alienado cultural es un candidato ideal para caer
en las drogas, la delincuencia y la violencia. Se trata de alternativas de la
muerte, premuertes o cuasi muertes que se codean con la muerte verdadera.
También la
ofuscación es un correlato de la muerte, un estado paralelo al de la alienación
y con ello paralelo al de la muerte. Pero enajena de una manera diferente a como
lo hace la alienación. Se trata de una aproximación a la muerte de la voluntad
y sus controles. Y es una muerte a término, súbita y momentánea como la ira,
que puede recuperar la vida. Hay, por consiguiente, una sombra de la muerte en la
inconsciencia y en la actitud valetudinaria.
LA MUERTE COMO NADA
De la concepción según la cual la vida
humana no es dádiva sino creación permanente, se desprende que el cese de la creatividad
de la vida es también muerte en algún grado, una muerte en pequeño. La muerte
como cesación de la vida es comparable a la vida como cesación del querer que
la impulsa y renueva invariablemente. En este sentido, la muerte aparece como el
gran obstáculo con el que se enfrenta la vida, el cual supera constantemente
hasta un punto final. La muerte sería el objeto ante el cual la vida se las
tiene que arreglar como puede.
Desde
que la vida de un individuo tiene un comienzo y un final, y si se estima que
antes del principio y después del final no hay vida, ningún vestigio que pueda
comparársele, y aunque haya todo lo demás en el mundo, incluso aquello de lo
que puede surgir o resurgir la vida, la muerte es una nada orgánica y con esto
una nada humana. La idea de la nada, pues, se asimilaría a la idea de la
muerte.
La interpretación para
la cual el tiempo no sería más que frecuencia, más que velocidad en los cambios,
reafirmaría la noción de nada humana. De acuerdo con este criterio la muerte aparecería
como la cesación de la velocidad en los cambios orgánicos, aunque no en los
inorgánicos. De aquí que la muerte podría asimilarse al cambio y no a la
cesación.
Se
ha dicho que de la nada nada viene, que la nada no es principio de ninguna
cosa. Pero no se puede decir lo mismo de la muerte, que de la muerte nada
viene, que la muerte no es principio de ninguna cosa. Pues también se sostiene
que nada se pierde y que todo se transforma, que nada termina, que nada desaparece,
pues todo sigue siendo bajo otra forma, lo mismo pero transformado. La muerte,
pues, sería uno más de los estados en los cambios, una más de las
transformaciones. En tal caso no habría nada humana, y sólo habría energía manifestándose
de muy diferentes maneras.
Este
criterio tiene una falla y es la que se produce cuando se mezclan los dominios
del saber, cuando se considera lo humano como se considera el resto de la
realidad del mundo. No en balde se discierne claramente entre la cesación y la muerte,
entre una muerte atribuible a todo hecho, objeto, proceso, árbol, perro, roca, aire,
agua, lo que sería extinción, desaparición, evaporación, y una muerte
atribuible a los seres humanos, que sólo sería la muerte propiamente dicha. La
muerte es por eso una categoría específica de lo humano; para lo demás muerte sería
sólo metáfora.
Por
consiguiente, la muerte no es compatible con el aforismo “nada se pierde, todo
se transforma”. Si es muerte, si es lo que significa para los seres humanos, sí
se pierde y ya no se transforma en nada parecido. No es “muerte y
transfiguración” sino muerte y nada más, es nada más. No puede ser transformación,
no puede rescatarse en lo que es rescatable para la vida. Y su misterio, la
sombra que se proyecta sobre cualquiera de sus posibles definiciones o
explicaciones, es prueba de su parentesco con la nada.
LA FALTA DE SENTIDO
A nadie se le ocurriría decir que la
vida no tiene sentido, salvo a quien esté embargado por la angustia y en su perturbación
carezca de toda esperanza. Se trata de un sentido que puede explicarse de muchas
maneras y de acuerdo al buen entender de cada persona. Pero es difícil que se
encuentre sentido para la muerte. De una manera muy general, y cuando el
sentido es lo que justifica el vivir, lo que se fija como razón de ser para la
vida humana, el sentido es una marca de la vida mientras que el sinsentido es una
marca de la muerte. No hay ciencia capaz de descolocar este aserto.
Entendiendo
el sentido como una dirección establecida para la vida, en función de propósitos
edificantes, como tendencia hacia algo seleccionado entre lo que se anhela y
procura, en fin, como valor supremo, la falta de sentido se anuncia como
vida que prescinde de su fundamento, de su impulso cardinal, y que a la larga o
a la corta desemboca inexorablemente en la muerte. La falta de sentido, pues,
se parece a la muerte, una muerte embozada, disfrazada, furtivamente inmiscuida
en la vida.
Esa
dirección puede ser cualquiera, por ejemplo, la desviación de lo que
supuestamente es conveniente para el individuo, o cree él que es conveniente, e
inconveniente para la humanidad. En tal caso el sentido, de dirección en
auspicio de la vida se convierte en dirección en auspicio de la muerte, en
sinsentido propiamente dicho.
OTRAS MUERTES
Allí donde el poder de la inteligencia
humana alcanza su frontera, más allá de la cual ya no puede seguir avanzando, topa
con una especie única de muerte: la del conocimiento. Es una “muerte en vida” que
se inclina ante el misterio, pero que en sí no tiene misterio. Una muerte que
se “vive” a plena conciencia y que puede describirse en sus mínimos detalles
mediante la negación: desconozco tal cosa, desconozco tal otra, etcétera.
La
angustia es también una parodia de la muerte, el dramático síntoma por el cual el
espíritu empuja para que la existencia tenga lugar en un subdominio de la vida,
en un círculo cerrado en el cual la vida deja de ser posible para convertirse
en sola e incierta posibilidad. En ella se esfuma, pues, aquella imagen que
refleja en el espejo del porvenir, a la espera de la esperanza, no espera ya lo
que le conviene, no desea lo que mejor le sienta y cae bien. El paréntesis puesto
a la esperanza encierra un signo tras el cual acecha la muerte.
La
negación de lo que niega, el negar lo que en sí es negación, parece acto de
locura, una locura que sólo puede conducir a otra negación, la muerte de la
razón. Negar la muerte es el mejor ejemplo, jugar con ella, provocarla en su
majestuosa potestad, negarla como negación. Responde a la misma falla de la
razón rechazar lo que no es posible como admitir lo que es imposible, aunque
parezca juego de palabras. Negar lo que es o afirmar lo que no es significa la
clausura de la razón, su cesación, su muerte.
VER Y DIVISAR
“En un caso de conflicto, de depresión, de apasionamiento siempre estamos prontos a dejar de ser inteligentes. Diríase que llevamos la inteligencia prendida con un alfiler. O dicho de otra forma: el más inteligentes lo es... a ratos. Y lo mismo podríamos decir del sentido moral y del gusto estético. Siempre en el hombre, por su esencia misma, lo superior es menos eficaz que lo inferior, menos firme, menos impositivo.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 98.
Contemplamos el mundo que nos rodea con los mismos ojos con
que contemplamos todo, las cosas más cercanas y, hasta donde ellos nos
permiten, las más lejanas. Entender el mundo, sus aspectos más próximos a
nosotros tanto como los que aparecen más distantes, así como los más simples y
los más complejos, es algo que no alcanzamos a conseguir sino procediendo como
procedemos al mirar.
Aguzamos la visión en un plano de
mirada interna que prescinde de la externa y sólo se inspira en ella. Por lo
que mirar es más que ver, escuchar más que oír, saborear más que gustar, oler
más que aspirar, tantear más que tocar. Transmutamos al entendimiento los
poderes de los sentidos, como si sintiéramos lo que para ellos es inasequible,
lo que es puramente idea y concepto.
Le imponemos una clase
de mirada que busca encontrar lo mismo que encuentran ellos en la fase externa o
empírica del proceso. Ese ver interno, pues, es como un divisar,
aquello que por su etimología es equivalente a “separar”, a “dividir”. Y que en
la sabiduría vulgar adquiere el significado de entrever, ver desde lejos, ver a
medias, ver en forma borrosa pero sugerente.
No es separar en partes
ni dividir lo que en la circunstancia viene todo junto, sino separar en nosotros
lo que del todo nos resulta o no nos resulta familiar. En el conocimiento están
ambos resultados en estricta separación, clasificado todo hasta donde ha podido
ser clasificado, dividido todo en compartimentos estancos. En el saber, en
cambio, todo está junto y sin reconocerse, por lo que el saber busca
desesperadamente una silueta familiar, una figura reconocible.
CONOCER Y SABER
El conocimiento obra en función de un
objeto. Ojalá pudiera obrar en función de todos los objetos como un todo único.
Sería el caso de un conocimiento absoluto. El saber no obra en función de
ningún objeto, y al aplicarse puede presentársele cualquiera. Ojalá pudiera
obrar en función de al menos un objeto o de dos objetos. En tal caso obraría
casi como el conocimiento. Mientras que el conocimiento no está librado al
azar, porque si es conocimiento ya lo ha superado, el saber es pura aplicación
ante lo inesperado, el arbitrio de las sorpresas que abundan en la vida.
El
conocimiento abarca del todo aquello que ha sido desbaratado en tanto misterio,
en tanto problema. El saber abarca el todo completo, pues en cada persona la
realidad del mundo se presenta como desafío respecto a una infinidad de
situaciones y momentos. Cada circunstancia conflictiva vuelve necesario el
ensayo de una salida, de un escape de la circunstancia, y es la persona la que funciona
como prueba, de que algo es posible.
La
prueba es en el conocimiento sólo uno de sus componentes; en el saber el único
componente es la misma persona, la suerte que corre. El conocimiento consiste
en aplicar el objeto ya encontrado; el saber consiste en buscar ese objeto por
si es posible su inmediata aplicación. La verdad para el conocimiento es una
verdad consensuada, y para el saber es siempre disenso, controversia,
hesitación. Si el conocimiento falla, el responsable es el conocimiento, rara
vez alguien que deba mencionarse y cargar con la culpa. Si falla el saber, es
directamente responsable la persona.
El
conocimiento es lo que surge de resolver problemas, de acompañar al mundo hasta
donde se pueda en su complejidad inabarcable. El saber surge de enfrentar los
problemas, metiéndose en ellos como un escaño más de la escalera de dificultades,
más que resolviéndolas, y a veces dejándolas como estaban o aumentándolas. Por
lo que el primero es siempre posterior, y el segundo anterior. Conocer es
buscar pautas, reglas y leyes que se cumplan en el mundo, pero saber es
deslegitimar al mundo, interrumpirlo en su inevitabilidad, en su ceguera arrasadora.
LO INFERIOR Y LO SUPERIOR
El saber está más cerca de lo
inmediato, de lo sorpresivo, del azar, de la arbitrariedad de la vida. Parece ser
un pre-conocimiento, una instancia a veces presente en el conocimiento y otras
veces de la que prescinde. Por ser elaborado, el conocimiento es más estable
que el saber, menos frágil por no ser improvisado ni espontáneo. Y, sin
embargo, como atestigua Ortega y Gasset, y aunque el conocimiento representa lo
superior para el hombre y el saber lo inferior, éste es más firme, más
impositivo. El conocimiento siempre es hipótesis, supuesto a verificar, otro
acto de confirmación; el saber es siempre creencia, supuesto verificado en el
mismo acto.
Nicolai
Hartmann, uno de los primeros pensadores que se decidieron a arremeter contra toda
jerarquización rígida del conocimiento, afirma: “Nosotros tenemos, por un lado,
una conciencia inmediata de la vida, a saber, la vida en nosotros, pues somos
seres vivos. La vida propia es absolutamente experimentada, pero sólo en el
todo y como todo [...] hacemos un movimiento con la mano, pero no sabemos
cuáles músculos lo realizan. Sólo la anatomía enseña esto” (Autoexposición
sistemática, Madrid, 1989, Tecnos, p. 48). Quiere decir Hartmann que el
conocimiento se encarga de enterarnos de lo que ocurre como si se dijera por
afuera de nosotros, en forma separada según lo indica el anatomista. Justo lo
que nosotros registramos por adentro, en forma total y según lo sentimos. Por
un lado, juega lo cósico, por otro lo anímico, aclara Harmann.
Aquí
viene a plantearse la misma convicción de Ortega. “Ni el nexo causal ni el nexo
final son aplicables al problema de la vida”, agrega Hartmann. Uno es demasiado
simple y el otro demasiado complejo, uno inferior y otro superior, uno sujeto a
leyes que no son las mismas leyes del otro. Nos llega, pues, “el nexo causal” y
el “nexo final” por vías distintas y ninguna de ambas son eficaces del todo,
pues dejan un vacío en el cual naufraga toda pretensión de entender la
realidad. Para que nos fueran decisivamente útiles, tendría que haber
compatibilidad entre el estrato superior y el inferior, leyes compatibles.
Y
no hay leyes compatibles, concluye Hartmann, “la legalidad superior sólo puede
presentarse, invariablemente, en la forma entitativa superior, mas no puede
extenderse desde ésta hacia atrás a la inferior. Aquélla no tiene poder sobre
la inferior. Todo ser superior permanece dependiente del inferior, porque
‛descansa’ sobre él y lo ‛sobreforma’. Pero jamás un ser inferior es
dependiente del superior, pues según su estructura es más elemental y, justo
por ello, indiferente respecto de la sobreformación” (ib., 50).
EL DOMINIO HISTÓRICO
Al conocimiento de la naturaleza se
enfrenta el conocimiento de lo espiritual como problema. Hartmann plantea este
problema como filosofía de la naturaleza y filosofía de lo espiritual, pero
pueden sustituirse los sentidos, lo que no presenta contradicción alguna, para
adaptarlos a los efectos que nos interesan aquí. El estudio de ese
enfrentamiento se extiende en varios dominios, uno de los cuales es la
historia, el conocimiento o filosofía de la historia, desde que “todo ser
espiritual tiene historia”.
“Historia
es el suceder que se desarrolla bajo nuestros ojos y que constituye el proceso
de la humanidad. Es un suceder dentro del cual el individuo está siempre ya
incluido”, y dentro del cual tiene “sólo una libertad de movimiento limitada” (ib.,
51). “El ser espiritual individual existe sólo en la ejecución [...] Reflexión,
criterio, interés, aversión, voluntad, tono sentimental –todos existen sólo en
tanto el hombre los tiene como suyos, en tanto su actitud interna subsiste en
ellos. Un ser espiritual distante, no sostenido ya por la intervención de la
persona, ha dejado de existir. Lo mismo pasa con saber y entender, estimar y
despreciar, entusiasmo y rechazo. Así es la persona como portador inmediato del
espíritu.”
“Pero
hay todavía otro ser espiritual que no pertenece a la persona individual, sino
a una comunidad existente, a una sociedad temporal, a un pueblo. Aquí la ley de
la ejecución admite otra forma. Por más que el espíritu colectivo sea sostenido
por el conjunto de las personas individuales, con todo, él mismo es nuevamente unidad
y totalidad, es una estructura formada y dispuesta en sí, que a su vez sostiene
al individuo. Más aún, él es el verdadero portador de la historia.” (Ib.,
52) Así quedan delimitadas la historia de la humanidad, la general, y la
historia del individuo, la particular.
“En este sentido el espíritu colectivo es una
estructura absolutamente real, si bien de una realidad muy diversa de las cosas
y relaciones de cosas. Tiene su tiempo, su nacer y perecer, su evolución, su
apogeo y su ocaso. Tiene historia. Y cuanto históricamente ha pasado, ninguna
fuerza del mundo puede traerlo de nuevo. Al individuo, en cambio, esta realidad
se le hace perceptible como un poder muy drástico, en el momento que se atreve a
enfrentársele. El espíritu colectivo establecido se defiende contra el
innovador. Hace esto forzosamente, pues mantiene a los otros prisioneros en sus
formas. Así están cerradas como un muro contra el agresor y lo aprisionan.”
EL DOMINIO VICISITUDINARIO
“Sin embargo –y aquí viene Hartmann a clavar
una espina que ya intentamos quitarle a nuestro problema–, el individuo tiene
siempre un cierto campo de acción dentro del espíritu colectivo. Y desde esta
libertad participa en la constante transformación y nueva creación, en la
revolución pacífica de la acuñación espiritual, que en todo tiempo está en
marcha.” (Ib., 54) Quizá no acierta Hartmann a vislumbrar que no se
trata de una dimensión dentro de la otra, del individuo que se debate en tanto
individuo entre las cadenas bastante opresoras de la sociedad. Ya hemos visto
que no es así, si bien puede un individuo aislado modificar el curso del
pensamiento y aun de la colectividad; pero no es el caso en que queda
comprometido el saber individual.
Porque
no hay un interlocutor furtivo sino otra dimensión intermediaria entre el
individuo y el grupo, entre el sujeto y la sociedad, una dimensión que Hartmann
pasa por alto y sólo unos milímetros más arriba. Encuentra en esto el gran
problema, un modo de ser “del todo enigmático”. Tiene totalmente claro que “el
espíritu colectivo no es conciencia colectiva”. Admite “una conciencia del
espíritu colectivo. Pero ni es una conciencia adecuada en relación al contenido,
ni es la suya –junto o sobre la nuestra, la individual. La conciencia del
espíritu colectivo es más bien únicamente la de los individuos. Y ésta es
inadecuada.” (Ib., 54)
Hartmann
deriva en la siguiente pregunta: “¿cómo obra el espíritu colectivo, ya que a
pesar de todo no tiene una conciencia propia por sobre la nuestra?”. Y contesta
así: “La historia lo enseña: obra en la persona de sus caudillos, soberanos,
hombres de Estado, demagogos. La multitud, en cambio, sigue su iniciativa.” (Ib.,
55) Es suficiente con estas transcripciones para concluir que, si bien en gran
medida la historia queda comprendida según el buen entender o los caprichos de
sus orientadores y gobernantes, también queda marcada, directamente influida y
direccionada por el espíritu individual; salvo que bajo su forma de
individualidad, no por directa sino por indirecta tramitación: por la cultura, los
hábitos, las costumbres, algunas preferencias que arraigan en todos por
ósmosis, imitación ingenua o interesada, y por no tener otra cosa que ofrecer a
la sociedad que aquello que la sociedad ya les ha ofrecido a ellas y que, en un
segundo uso, devuelven a veces algo enriquecido y a veces tristemente
desgastado y vacío.
Esa
devolución no nace alegremente, la cultura no se configura sólo en base al optimismo,
a las celebraciones festivas, a la memoria de hechos valientes y heroicos, al
culto exclusivo de las esperanzas y de los anhelos. Se forja fundamentalmente
en base a las luchas, las que se libran entre las personas y en dominios
particulares y anónimos, mediante esfuerzos, sufriendo peripecias y en desenlaces
generalmente al margen del conocimiento público.
Son las que forjan
los caracteres más firmes, aquellos cuyas voluntades pueden trascender e
impactar en un plano más general, no exactamente el de los individuos juntos ni
el del individuo que se debate entre las inconsistencias de la colectividad, sino
en el de la individualidad, el del espíritu, para llamarlo como lo llama
N. Hartmann, que puede involucrarse con la historia conjuntamente con el influjo
de los próceres. Es en el encuentro de la historia personal con la historia general
en donde impactan e impregnan “el suceder que se desarrolla bajo nuestros ojos
y que constituye el proceso de la humanidad”.
No
hay planos demasiado diferentes, espíritus demasiado diferentes, seres
diferentes. Sólo hay diversidad de formas en que se manifiesta la sola comparecencia
humana ante el mundo, su condición de evidenciarse ante lo que sea. Formas algunas
completamente visibles, contemplables de alguna manera, abarcables a simple
vista o por medios mecánicos o electrónicos. Otras invisibles, fuera lo que es
posible palpar con la mano, con la vista, con los sentidos o con aparatos que
los aumentan. Formas de manifestarse sólo escrutables mediante percepción en
profundidad y que sólo puede ejercer la persona humana.
VIVIR Y VECEAR
Las verdades adquieren “una doble condición sobremanera curiosa. Ellas por sí preexisten eviternamente, sin alteración ni
modificación. Sin embargo, su adquisición por un sujeto real, sometido al tiempo, les proporciona un cariz histórico: surgen en una fecha, y tal vez, se volatilizan en otra. Claro es que esta temporalidad no las afecta propiamente a ellas, sino a su presencia en la mente humana. Lo que acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos, el cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes. Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p. 16.
El individuo humano necesita afianzarse en el mundo mediante
la verdad, un requisito que surge al convivir en una atmósfera que combina apariencia
y esencia, en un entorno que engaña y en un torno interno que moldea algunas
certezas.
Lo histórico es diferente a lo
temporal, la historia no es sinónimo de tiempo. La historia proporciona lo
esencial, lo básico, principal o primero, sustancial. Mientras que el tiempo
proporciona algo bien diferente: lo accidental, esporádico, incidental, secundario.
El tiempo parece sólo transcurso vacío, fluido que a su paso arrasa con todo, composición
física sin objetos, seriación matemática sin números. La historia, en cambio, es
compacta, está llena, y su paso no es indefectible sino restaurable y
perfectible. La historia es más amigable que el tiempo.
Esta diferencia se
vuelve notable en el ser humano. Las particularidades que lo distinguen de los
demás seres evidencian claramente cómo el tiempo tiene, diríase, que detenerse en
él. Cómo topa con un momento inusitado en el que se obliga a realizarse como algo,
a volverse existencia concreta, presencia menos impalpable. Se advierte cómo tiene
que convertirse en sustancia, en evidencia, en algo más que sólo “paso”. La
vida humana no se da toda hecha, hay que hacerla, pero, luego de su impulso
inicial que es biológico, físico y químico, no la hace el tiempo, y se la lleva
sólo al final.
Tal particularidad no
se vuelve evidente en el momento, por más que lo dividamos en instantes o en
infinitesimales unidades de tiempo. No se advierte en la cronología, en ninguna
seriación, en ninguna ocasión de las tantas en que el individuo se muestra como
tal. No es una instantánea, una fotografía, ni filmación ni holografía, pues si
fuera por lo que apreciamos en el tiempo suspendido no apreciaríamos el proceso
de autocreación, de autopoiesis. La persona no es sino lo que ha hecho con su
estar en el mundo, con su concurrir en la vivencia.
Cada ocasión en la
que hay evidencia de un hecho viviente y pensante, que una cámara podría
registrar con pruebas suficientes de iniciativas y conductas cambiantes y reformadoras,
vuelve posible el resto de las ocasiones. No se apreciaría cabalmente la vida
humana si se sorprendiera congelada en cada una de las veces en que se
manifiesta. No es un eslabón sino la cadena entera. Es todas las veces en que
ha sido, la experiencia entera que sigue experimentándose a sí misma. No es una
muestra de todos los momentos, sino la puesta en marcha de todos ellos.
Esos momentos tampoco
pueden concebirse como porciones de tiempo, oportunidades en que al individuo ha
ocurrido algo. Son demasiados y además no poseen delimitación propia, no son singularidades
sino nubes de acontecimientos que se confunden entre sí, como las galaxias que chocan
y a la larga se convierten en una sola. No se podrá comprobar cómo cada vez se
corresponde con todas las demás veces, así como se puede comprobar la relación
de un momento con otro o con los otros, de un hecho con el resto de los hechos,
de un recuerdo en el cuadro en el que lo ubicamos en la memoria. La vez recoge
todos los reflejos y se proyecta en un haz de luz que ilumina la conciencia.
VECEAR LA VERDAD
Si vivimos en el tiempo, conocemos en
la historia. Conocemos de acuerdo a lo que la historia personal ha vuelto
conocimiento a la mano, en tanto saber, en cuanto saber a qué atenerse,
enfrentado a lo desconocido o ignorado en lo inmediato del vivir. Al responder
ante ese vivir, es decir simplemente, al vivir, incurrimos en el entorno, el
mismo en el que estamos. Y al incurrir modificamos los estados, el nuestro y el
del entorno, es decir, la circunstancia. El momento cobra un aspecto más
duradero, una perspectiva mejor delineada que representa al momento de una
manera más clara, más allá de la instantánea temporal.
El resultado es la configuración de un estado
más confiable que el que surge de lo inmediato e instantáneo. Lo inmediato e
instantáneo sólo nos inspira un esquema perceptivo que puede resultar
cualquiera, ajeno a la circunstancia. Una estado de cosas en el que, por consistir
en una incitación y a la vez en una respuesta a la incitación, reúne lo que se
espera que reúnan las certezas, las impresiones capaces de coincidir con el
campo impresionado, como si se tratara de mantener un diálogo de entendimiento
con la realidad, un diálogo, por cierto, eventual y perfectible.
Eso
es lo que entendemos como verdadero, una verdad dependiente del hacer y del quehacer
humano; no la verdad científica ni la verdad filosófica sino la verdad a la
mano. La verdad de la ocasión, la que nos señala como confiable la experiencia
personal. Es la que nos permite reaccionar ante las contrariedades de la vida,
puesto que, a partir de ella, lo que hagamos para contrarrestarlas podrá al
menos apoyarse en ese pequeño piso que consideramos firme para apoyarnos en todo
emprendimiento, en las ideas y en las conductas.
Por
lo que, estrictamente hablando, no “encontramos” la verdad, no damos con ella al
investigar, sino al tomar en cuenta, de manera espontánea y sin reflexión, la
historia comprometida en el vivir, no sólo comprometida con el discurrir del
tiempo físico. Por lo que no la descubrimos ni la estipulamos, sino que sólo la
veceamos. Rozamos los contornos de la realidad, en la medida en que vivimos,
buscando sacar partido de ella, algo que pueda volvernos partícipes de la
realidad al menos como fragmentos, componentes de una verdad universal y
duradera, más de lo que primariamente encontramos en nosotros como evidencia.
Si
vivimos el tiempo a través de un discurrir que supuestamente coincide con el
nuestro, esto es, si temporalizamos nuestra existencia –lo que no sabe bien qué
quiere decir–, en cambio, experimentamos la realidad como veceros, sea
como plantas que alternan los años de mucho y poco fruto, sea a la manera
de quienes ejercen su tarea por turnos. Porque no somos criaturas que se
realizan en el tiempo, y es el tiempo, si resulta que puede hacer algo, el que
se realiza en nosotros, el que inclina su milenario prestigio ante una humilde coronación
de lo imposible.
INVOLUCRARNOS
No dependemos del tiempo sino de lo
que ocurre en nosotros cuando nos desempeñamos y actuamos, cuando procedemos a entretejernos
con el mundo en un acto fundamental al que nos impele la existencia. Podría
tratarse del acto que nos lleva al conocimiento, el preámbulo de la comprensión
del mundo, el connubio por el cual nos es posible vivir en él. Pero, aunque eso
es lo que resulta en última instancia, implica una modalidad del acto que
caracteriza la vida del hombre.
No
se trata de tomar conocimiento en directo de los hechos y cosas del mundo,
porque eso no sería posible para la mente. Se trata, más bien, de tantear el
mundo, de ensayar tocándolo y palpándolo, rozando sus objetos e interviniendo
en sus hechos. No es sino probarnos como otro hecho entre los hechos y como otra
cosa entre las cosas, por lo que los abordamos y los relacionamos íntimamente
con nosotros.
Pues
lo que primariamente necesitamos es vincularlos, comprometerlos con el ser que
somos, ponerlos en relación entre ellos y con nosotros. Y nos es preciso
controlar esas relaciones, pues nada resultaría de sólo conocerlas en lo que
son sin antes establecer el vínculo que guardan con la vida humana. Cómo nos
relacionamos con el mundo parece ser primordial, igual o más importante que
saber qué es. Por lo que no somos observadores atentos, estudiosos externos que
intentan averiguar algo que está en las cosas y que las constituye, sino
actores que intervienen entre ellas y que responden al mismo juego en que ellas
aparecen y se realizan.
Establecer
relaciones es el impulso propiamente humano, sin que deje de serlo el conocer.
Conocer consiste en el intento de ajustar el orden del mundo a lo que
entendemos como orden, una invención de nuestra parte. Relacionarnos consiste
en ingresar en un orden, si es que se trata de un orden, que corre por cuenta
del mundo y aunque no lo conozcamos. Sólo apreciamos una red de relaciones en
incesante cambio, lentos o rápidos, a plena luz o en la sombra. Y comprobamos
cómo los cambios nos favorecen o nos perjudican. En ello se inicia el saber.
No
se inicia con ponernos al tanto de sus propiedades sino con captar sus
relaciones. Es saber acerca de ello y no exactamente conocer. Aunque no sepamos
qué es el fuego, por ejemplo, no tardamos en saber qué relación puede guardar con
la vida, qué favor puede hacernos. No sabemos mucho acerca de las estrellas,
pero algunas de ellas pueden guiarnos en la navegación. Sabemos cómo
relacionarnos con el mundo, aunque no sepamos en qué consiste la relación.
Sabemos que si enterramos una semilla germinará una planta, aun cuando
ignoremos qué es una semilla, una planta, la germinación.
Ese
saber nos lo da la experiencia, la que comprobamos por los cambios: la semilla
pasa a ser brote, el brote a tallo, a hojas, a fruto, y vuelta a semilla.
Advertimos los procesos de cambio cíclicos en todo lo que nos rodea, los de la
Tierra, los de la Luna, los del Sol, y aunque no sepamos decir qué son, en qué
consisten. Es la diferencia entre conocer y saber. Y se trata de algo tan
evidente que, incluso, puede confirmarlo la misma ciencia, que es la reina del
conocimiento. Una teoría de última generación, como la Teoría de bucles
del físico Carlo Roselli, “no describe cómo evolucionan las cosas en el
tiempo, sino cómo cambian las cosas unas con respecto a otras, cómo
acontecen los hechos del mundo unos con respecto a otros. Eso es todo.” (El
orden del tiempo, Barcelona, 2018, Anagrama, p. 92)
Vecear
es eso, cambiar junto con los cambios del mundo, relacionarnos con el
entorno como se relacionan los hechos y cosas que lo componen. Somos un hecho
más, no externo sino interno. Hay una zona interior y otra exterior sólo para
la subjetividad, el caparazón de caracol que tienen los humanos y dentro del
cual se reconcentran y protegen. La filosofía ha hecho del hombre un observador
curioso y entrometido, y sin duda lo es. Pero antes es un especialista en descubrir
relaciones, quizá más idóneo en establecerlas que en descifrar sus misterios.
La
teoría de bucles sostiene que los diversos componentes del mundo cuántico no
son entidades inmersas en el espacio, sino que “forman el espacio en sí mismos;
mejor dicho: la espacialidad del mundo es la red de sus interacciones. No viven
en el tiempo: interactúan incesantemente unos con otros, o más bien existen
sólo en cuanto términos de incesantes interacciones; y esta interacción es el
acontecer del mundo; es la forma mínima elemental del tiempo, que no
tiene orientación, ni se organiza en una línea, ni en una geometría curva y
uniforme como la estudiada por Einstein.” (Ib., p. 95).
Aunque
no sepamos qué son, contemplamos todos los cambios y hacemos todas las
comparaciones. “En esos cambios hay regularidades: una piedra cae más deprisa que
una ligera pluma. La Luna y el Sol giran en el cielo persiguiéndose y pasan una
junto al otro una vez al mes. Entre estas magnitudes hay algunas que vemos
cambiar unas con respecto a otras de manera regular: la cuenta de los días, las
fases de la Luna, la altura del sol en el horizonte, la posición de las
manecillas de un reloj... Y nos resulta cómo utilizar estas últimas como
referencia: nos vemos tres días después de la próxima Luna, cuando el Sol esté
más alto en el cielo; nos vemos mañana cuando el reloj señale las 4.35. Si
encontramos suficientes variables que se mantengan lo bastante sincronizadas
entre sí, resulta cómodo utilizarlas para hablar del cuándo.
“En
todo esto no necesitamos elegir una variable privilegiada y llamarla “tiempo”. Necesitamos,
si queremos hacer ciencia, una teoría que nos diga cómo cambian las variables
unas con respecto a otras; es decir, cómo cambia cada una de ellas cuando
cambian las demás. La teoría fundamental del mundo debe elaborarse de este
modo. No necesita una variable tiempo: sólo tiene que decirnos cómo las cosas
cuya variación observamos en el mundo varían unas con respecto a otras. Es
decir, cuáles son las relaciones que pueden existir entre dichas variables.” (Ib.,
91) “El mundo sin la variable tiempo no es un mundo complicado.” (ib., 94)
En
el primordial e inevitable contrato que firmamos con el mundo al realizarnos en
la vida no conocemos, sólo veceamos. Rondamos de manera dinámica las
veces en que lo tocamos y en las que ya lo hemos tocado. Con hechos concretos
entramos en interacción con el entorno que nos corresponde en el mundo, y
establecemos una verdadera asociación fenomenológica con él. Quiere decir que
el vínculo es ante todo un vínculo funcional, en acuerdo a las
necesidades, aunque pueda ser también un vínculo espaciotemporal, definible
mediante mediciones y magnitudes. Que nos integramos al mundo guiados por
intenciones más que por conocimientos. No somos partículas subatómicas, pero
nos parecemos en cuanto a cómo nos manejamos y evolucionamos.
EPÍLOGO
“Hemos hallado una realidad radical nueva; por tanto, algo radicalmente distinto de lo conocido en filosofía; por tanto, algo para lo cual los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven. Si, no obstante, los usamos, es porque antes de descubrirlo, y al descubrirlo, no tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener y ver algo novísimo. De donde resulta que el hallazgo es, además de una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una nueva ontología –de una nueva filosofía y, en la medida en que esta influye en la vida, una nueva vida, vita nova.”
José Ortega y Gasset, ob. cit., p.
176.
En cada interpretación de la vida y el mundo, en cada
cosmovisión, en cada filosofía aparece regularmente una nueva realidad. Es
decir, una nueva visión, una nueva perspectiva de la realidad como quizá
hubiera complacido a José Ortega y Gasset.
No se ve cómo conformarse con estos extremos
que han servido de base para el desarrollo de diferentes teorías del
conocimiento y concepciones del mundo. Es posible, sí, negar otra cosa: que los
sentidos y el entendimiento juntos no sirven sólo a la inteligencia de las
cosas en su ser medular, sino especialmente a la funcionalidad de la vida, a la
dinámica práctica que rige la vida, y que es preciso compartir con el mundo. Al
sistema de relaciones que resultan más fenomenológicas que ontológicas. Con lo
que cabe desembocar en algunas derivaciones para tener en cuenta. Por aquello en
que la filosofía “influye en la vida”.
Se sugieren puntos
medios, graduaciones entre tales extremos, porque conocer no es el acto por el
cual nos movemos entre opuestos que se empeñan en disputarse la verdad del
mundo. Lidiamos con grados de realidad e irrealidad y, en el intento de
seleccionar algunos en los que el entendimiento pueda sentirse a gusto, algo se
nos escapa de las manos, se escurre entre los dedos como si fuera agua. Apelamos
a las comparaciones antes que a las mediciones y cálculos: no comparamos cosas ni
conceptos sino apreciaciones, físicas algunas y otras mentales. Y en cuanto se
nos ofrecen algunas que aparentan ser las mejores, nos enceguecen las dinámicas
transformaciones del mundo.
Siempre se interpone
algo que amenaza con volverlas a su origen para que se pierden en la inapresable
constelación con que nos abruma la apariencia. Queremos que la percepción y el
entendimiento se sientan seguros para que nos proporcionen con eficiencia lo
que esperamos. Pero no nos dan seguridad sino en forma provisoria, porque
enseguida todo vuelve a la incertidumbre y al misterio. No cabe duda de que no
tenemos una percepción segura de las cosas, pero es del caso que no la
necesitamos, porque con saber qué son no conseguimos mucho en la vida
común y corriente.
Primero, porque no
es fácil adquirir ese saber o no está al alcance de todos; y, segundo, porque
es tarea que sólo puede realizar la ciencia. Ella indaga en lo que son en sus
relaciones materiales, cuantitativas, mensurables, aunque tampoco en su esencia.
Sólo cuando la ciencia se posesiona en la vida cotidiana, con los resultados de
esa indagación, con un conocimiento elaborado, devuelto como concepto, como
sabiduría o tecnología, nos cabe enriquecer el saber práctico. Así, pues, la
unidad con el mundo que somos nos pide primero que manejemos las cosas, que nos
integremos a sus interacciones, que participemos en ellas activamente, no sólo
como espectadores y analíticos. Desde el punto de vista práctico, parece
pedirnos que las manejemos antes de conocerlas en su realidad profunda.
***
Cada esfuerzo por aclarar la vida y el
mundo, sus sentidos, sus porqués y paraqués, tiende a desplegar una pantalla en
la que puedan contemplarse desde otro ángulo. Una pantalla más amplia con
imágenes más reconocibles o una pantalla con imágenes bien definidas y más nítidas.
De modo que cada vez se exhibe una realidad nueva, una nueva justificación de
la realidad, un nuevo fallo, y con ello un nuevo juicio sobre el conocimiento, las
facultades del entendimiento y el poder de la inteligencia.
Algunas veces se descubren
novedades que se agregan a los supuestos consabidos. Otras veces las propuestas
desplazan a los anteriores, teniéndolas apenas en cuenta o ignorándolas. Y, por
último, puede ocurrir algo interesante: no se procede a agregar ni a desplazar
nada, se tiene en cuenta todo sin necesidad de correcciones o refutaciones. Una
nueva visión se cuela entre los agregados y los desplazamientos, aventurándose por
un resquicio de la apariencia, por una rendija que, furtivamente, no descubre otra
realidad sino un aspecto de la realidad no advertido y por eso descuidado.
Lo
que hemos planteado aquí entra todo en esa cualidad propia de las aventuras exploratorias,
la de recorrer un terreno poco trillado o quizá nunca hollado, aunque sí recorrido
en sus periferias. Por tal razón tiene que contener errores como suelen tener las
observaciones primerizas.
LA HISTORIA VÉCICA
La historia vicisitudinaria o
vécica es la historia de la persona, una dimensión oculta y descuidada en los
estudios sobre la persona humana. El siguiente texto esquemático, que pertenece
a Teoría vécica, puede servir también aquí como resumen de todo lo dicho.
«Para ser bien claro
exageraré un poco y supondré que tengo un problema P, importante y difícil de
resolver, que se presenta en un contexto especial cuya resolución es de
urgencia o coincide con las llamadas “situaciones límite”. No hay mucho tiempo
para reflexionar ni para buscar salidas meditadas, para pedir ayuda o para
aplicar concienzudamente algo que he aprendido al respecto. Y, sin embargo, me
las arreglo para encontrar una solución R, que puede ser la solución
definitiva, una dirección posible para llevarme a un final exitoso o al menos
para quitarme de encima lo más pesado del problema; llamémosle dirección D.
Y supongo que
enfrento nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante
respuestas R’, R’’, R’’’, y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en
el que no prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de
acuerdo a protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones
especiales, aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la
creatividad más espontánea y desenvuelta. En mi proceder no cuento con el
aporte de ninguna receta o habilidad determinada y aplicable en directo para
resolver el problema P. Por lo que intento aislar el aporte estrictamente
personal, mi posible perspicacia y espontaneidad, si las tengo, y lo oportuno
de mis respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas
desconocidos o de solución desconocida para mí.
Supongamos
finalmente que los procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que simbolizaremos
PRx, no son sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el curso de diferentes
circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos espacios y tiempos han
quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados por la memoria, por lo
que han quedado al margen de la historia recordable. Se hace evidente, de esta
manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaremos Px, la configuración de
todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos para mí, desde que
modifica el plano Px correspondiente al mundo de problemas dado. Esto es
importante: la realidad responde a mi intervención, por lo cual puedo darla
como verdadera, al menos para mí, puesto que parto de mi propia realidad, que
no puedo suponer falsa y que, por consiguiente, considero verdadera.
La configuración PRx
(las veces que una R ha resuelto un P) entra así a formar parte del sistema
cronológico vital como subsistema de recursos incorporado a mi historia de
vida. Advierto que no forman parte de mi memoria, exactamente, porque he
olvidado o no he registrado cada una de las fechas que se corresponden con cada
una de las P-R de PRx, elementos ligados a lugares o escenarios, momentos,
épocas u ocasiones determinadas. De modo que PRx no es un almacén ni hace las
veces de pendrive que se puede acoplar a la memoria central
para que actúe cada vez que las motivaciones lo requieran.
No tengo nada para
recordar en el momento de elaborar R, y P resulta para mí una dificultad no
relacionable con ninguna R anterior que pueda asemejarse y volver a servir ante
la nueva ocasión. Porque cuento con una nueva fuente de recursos, además de la memoria,
que es capaz de activarse por sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que
está incorporada al sistema general de recursos y obra como obra el sistema
nervioso autónomo, con prescindencia de mi voluntad expresa ante cada caso P.
Quizá PRx es una configuración que ha sido incorporada como función agregada al
sistema nervioso autónomo.
Digo entonces que la
serie indeterminada PRx es mi historia vicisitudinaria o vivencial, es decir,
la historia en torno a las vivencias o vínculos personales intransferibles en
su relación con el mundo. Es la historia generada a partir de problemas trascendentes
para mi vida o de urgente resolución en el sentido de la supervivencia. En
otras palabras, es mi historia y no la historia de un sujeto
en el mundo, la historia de la relación del mundo en torno a mí, en la que me
incluyo. En todo caso, la configuración de los Px representa el encuentro del
mundo conmigo mismo, mientras que la configuración de todas las Rx representa
mi encuentro con el mundo, el encuentro ocasionado por mí con y en el mundo.
Rx revela, por
tanto, mi participación en la realidad, y Px la realidad participada. Con lo
que se me presenta la posibilidad de adoptar un punto de vista confiable, o más
confiable, desde el cual me es más fácil responder a la pregunta por la
realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo es la realidad que puedo
distinguir de la apariencia y que calificaré “verdad del mundo” o “mundo
verdadero”. Supondré que el mundo está hecho de tal manera que, singularmente,
responde a las iniciativas Rx. Por lo que Rx, en tanto concuerda con el mundo o
al menos con el mundo en que la realidad presenta Px, indica el camino que toma
la historia personal más acendrada.
Sea H esa historia y
Hx todos los caminos selectos que configuran la historia vicisitudinaria o
vécica. Hx es, por consiguiente, la historia que no concuerda totalmente con la
historia temporal, aunque sea la historia que me corresponde en lo esencial de
mi vida y de mi saber sobre mí, sobre la vida y sobre el mundo en su realidad y
sobre la realidad en su verdad para mí. Y sea D la dirección impresa a partir
de una R dada para un problema P, resuelto, y Dx el haz de direcciones de
conjunto que puede imprimir un sello particular a mi persona, a mis modos de
pensar y hacer. D es la dirección que toma una solución por concretarse
respecto a un problema cualquiera, por lo que Dx es la orientación general
impuesta a los problemas en un mundo que se dispone según la realidad revelada
por Rx o mundo M.
M es el mundo que
surge de Rx y representa H o Hx, es decir, que configura mi historia personal
real, o historia vécica, donde “real” quiere decir “real para mí”. Surge, pues,
la distinción entre historia personal en el mundo e historia vécica en un mundo
M en que puedo confiar en tanto realidad confirmada por mí mismo (auto
confirmada), esto es, vivida vicisitudinaria o vivencialmente. La historia en
la que no haya relación con M será una historia de solo tiempo, es decir, la
historia de los cambios experimentados por un ser vivo en la circunstancia de
una cronología de vida cualquiera. Si el ser vivo se ha desempeñado sin
construir M, sin una H y sin la vecidad correspondiente a la continuidad física
(es decir, si no se ha desempeñado como integrante de la especie), entonces, ha
realizado solo la parte de los seres vivos en general sin que haya activado el
sistema nervioso central humano.
Ha sido objeto en el
desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño propio. Ha quedado en manos del
mundo social u organizado en sociedad, en el cual cada uno participa como
individuo y también como persona, es decir, con participaciones de especies diferentes.
En tanto individuo es parte del mundo aparente y de la historia de la
apariencia; en tanto persona es parte del mundo real y de la historia vécica.
En el primer caso es presa del mundo inmediato, que no domina; en el segundo,
es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no tiene
control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se mimetiza;
al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad que puede
provisoriamente tomar como verdadera.»
FIN