Teoría vécica

noviembre 25, 2023

ESQUEMA DE UNA TEORÍA SOBRE EL SABER


 Jorge Liberati

TEORÍA VÉCICA

Al despertar encontramos un mundo al que necesitamos atribuir realidad, a la realidad verdad, a la verdad bondad y a la bondad belleza. 


Somos navegantes en medio de un mar nunca en calma. 


ÍNDICE

1  Qué es la historia vécica                                                     3

2  Sobre la comparecencia                                                     6

3  Historia vicisitudinaria                                                       13

4  Adversidad                                                                          21                                               

5  La verdad como desprendimiento                                      29

6  Un robot no puede decir “tal vez”                                      34

7  La ilusión del tiempo                                                          36

8  En relación a los sentimientos estéticos                             38

9  En relación a las ideas políticas                                         43

10 Sobre el conocimiento rutinario                                        45

11 Paradojas de la moral                                                        53

12 El sistema de seducción social                                          64

13 Al principio era …                                                             69

14 El arte como querencia                                                      76

15 Resumen de la teoría vécica                                              78

16 Por cuál ventana mirar                                                       81

17 ¿Historicismos vicisitudinario?                                         84

18  Visión vicisitudinaria y principio esperanza                    89

19  Pragmática del saber                                                         97

20  Epílogo: filosofía y persona                                             101

 

 

1 QUÉ ES LA HISTORIA VÉCICA

 Sobre la dimensión inespacial e intemporal de la historia de cada persona, y de la realidad con la que se corresponde en un mundo supuestamente verdadero.

Para ser bien claro exageraré un poco y supondré que tengo un problema P, importante y difícil de resolver, que se presenta en un contexto especial cuya resolución es de urgencia o coincide con las llamadas “situaciones límite”. No hay mucho tiempo para reflexionar ni para buscar salidas meditadas, para pedir ayuda o para aplicar concienzudamente algo que he aprendido al respecto. Y, sin embargo, me las arreglo para encontrar una solución R, que puede ser la solución definitiva, una dirección posible para llevarme a un final exitoso o al menos para quitarme de encima lo más pesado del problema; llamémosle dirección D.

Y supongo que enfrento nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante respuestas R’, R’’, R’’’, y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en el que no prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de acuerdo a protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones especiales, aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la creatividad más espontánea y desenvuelta. En mi proceder no cuento con el aporte de ninguna receta o habilidad determinada y aplicable en directo para resolver el problema P. Por lo que intento aislar el aporte estrictamente personal, mi posible perspicacia y espontaneidad, si las tengo, y lo oportuno de mis respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas desconocidos o de resolución desconocida para mí.

Supongamos finalmente que los procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que simbolizaremos PRx, no son sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el curso de diferentes circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos espacios y tiempos han quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados por la memoria, por lo que han quedado al margen de la historia recordable. Se hace evidente, de esta manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaremos Px, la configuración de todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos para mí, desde que modifica el plano Px correspondiente al mundo de problemas dado. Esto es importante: la realidad responde a mi intervención, por lo cual puedo darla como verdadera, al menos para mí, puesto que parto de mi propia realidad, que no puedo suponer falsa y que, por consiguiente, considero verdadera.

La configuración PRx (las veces que una R ha resuelto un P) entra así a formar parte del sistema cronológico vital como subsistema de recursos incorporado a mi historia de vida. Advierto que no forman parte de mi memoria, exactamente, porque he olvidado o no he registrado cada una de las fechas que se corresponden con cada una de las P-R de PRx, elementos ligados a lugares o escenarios, momentos, épocas u ocasiones determinadas. De modo que PRx no es un almacén ni hace las veces de pendrive que se puede acoplar a la memoria central para que actúe cada vez que las motivaciones lo requieran.

No tengo nada para recordar en el momento de elaborar R, y P resulta para mí una dificultad no relacionable con ninguna R anterior que pueda asemejarse y volver a servir ante la nueva ocasión. Porque cuento con una nueva fuente de recursos, además de la memoria, que es capaz de activarse por sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que está incorporada al sistema general de recursos y obra como obra el sistema nervioso autónomo, con prescindencia de mi voluntad expresa ante cada caso P. Quizá PRx es una configuración que ha sido incorporada como función agregada al sistema nervioso autónomo.

Digo entonces que la serie indeterminada PRx es mi historia vicisitudinaria o vivencial, es decir, la historia en torno a las vivencias o vínculos personales intransferibles en su relación con el mundo. Es la historia generada a partir de problemas trascendentes para mi vida o de urgente resolución en el sentido de la supervivencia. En otras palabras, es mi historia y no la historia de un sujeto en el mundo, la historia de la relación del mundo en torno a mí, en la que me incluyo. En todo caso, la configuración de los Px representa el encuentro del mundo conmigo mismo, mientras que la configuración de todas las Rx representa mi encuentro con el mundo, el encuentro ocasionado por mí con y en el mundo.

Rx revela, por tanto, mi participación en la realidad, y Px la realidad participada. Con lo que se me presenta la posibilidad de adoptar un punto de vista confiable, o más confiable, desde el cual me es más fácil responder a la pregunta por la realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo es la realidad que puedo distinguir de la apariencia y que calificaré “verdad del mundo” o “mundo verdadero”. Supondré que el mundo está hecho de tal manera que, singularmente, responde a las iniciativas Rx. Por lo que Rx, en tanto concuerda con el mundo o al menos con el mundo en que la realidad presenta Px, indica el camino que toma la historia personal más acendrada.

Sea H esa historia y Hx todos los caminos selectos que configuran la historia vicisitudinaria o vécica. Hx es, por consiguiente, la historia que no concuerda totalmente con la historia temporal, aunque sea la historia que me corresponde en lo esencial de mi vida y de mi saber sobre mí, sobre la vida y sobre el mundo en su realidad y sobre la realidad en su verdad para mí. Y sea D la dirección impresa a partir de una R dada para un problema P, resuelto, y Dx el haz de direcciones de conjunto que puede imprimir un sello particular a mi persona, a mis modos de pensar y hacer. D es la dirección que toma una solución por concretarse respecto a un problema cualquiera, por lo que Dx es la orientación general impuesta a los problemas en un mundo que se dispone según la realidad revelada por Rx o mundo M.

M es el mundo que surge de Rx y representa H o Hx, es decir, que configura mi historia personal real, o historia vécica, donde “real” quiere decir “real para mí”. Surge, pues, la distinción entre historia personal en el mundo e historia vécica en un mundo M en que puedo confiar en tanto realidad confirmada por mí mismo (auto confirmada), esto es, vivida vicisitudinaria o vivencialmente. La historia en la que no haya relación con M será una historia de solo tiempo, es decir, la historia de los cambios experimentados por un ser vivo en la circunstancia de una cronología de vida cualquiera. Si el ser vivo se ha desempeñado sin construir M, sin una H y sin la vecidad correspondiente a la continuidad física (es decir, si no se ha desempeñado como integrante de la especie), entonces, ha realizado solo la parte de los seres vivos en general sin que haya activado el sistema nervioso central humano.

Ha sido objeto en el desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño propio. Ha quedado en manos del mundo social u organizado en sociedad, en el cual cada uno participa como individuo y también como persona, es decir, con participaciones de especies diferentes. En tanto individuo es parte del mundo aparente y de la historia de la apariencia; en tanto persona es parte del mundo real y de la historia vécica. En el primer caso es presa del mundo inmediato, que no domina; en el segundo, es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no tiene control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se mimetiza; al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad que puede provisoriamente tomar como verdadera.


2 SOBRE LA COMPARECENCIA,

o sobre la suerte que corre la persona en la sociedad actual.

Las atribuciones de la persona no solo son descriptibles por la observación de su conducta o por lo que se pueda saber de su pensamiento y sentimientos. Están estampadas también en la realidad que se ha modificado como efecto de la participación en su mundo.

 

La persona vive el proceso de selección, reafirmación y rectificaciones que necesita para la supervivencia bajo prerrogativas biológicas, éticas y estéticas identitarias. Se trata de una escala de valores de cultivo permanente, paciente reafirmación y paulatino acrecentamiento en todos los planos de la vida, individual, familiar y social. Aun bajo el peso de la más dramática adversidad ha reafirmado y convalidado una y otra vez sus potencialidades, su empeño por mejorarlas y perfeccionarlas. Y, en su nicho psicológico, la persona se define por su condición de ser consciente y apta para refrendar los caracteres propios, en todos los aspectos mentales y corporales y bajo las situaciones de vida que fueren.

 

LA REALIDAD IMPACTADA

 
Su historia no es una simple suma de tiempo, de años y décadas, y se interrumpiría trágicamente si no se convalidara en todas las circunstancias y bajo todos los condicionamientos. Esta actividad fundamental de la persona empieza con el acto de comparecencia consigo misma, el estar presente en la ceremonia privada de autorreconocimiento, con todos los rasgos de positividad y negatividad, de fortaleza y debilidad, de alegría y quebranto. Y sigue con la proyección mecánica de esta comparecencia en la dinámica social de la que participa y en la que se incluye en todos los niveles formales e informales.

Esa dinámica de hechos sociales se corresponde con la de todos los individuos, con sus particularidades en cada caso, en una trenza de series vinculadas con ellos directa o indirectamente y de manera completa o incompleta, a veces solo operando como telón de fondo, circunstancias de lugar y momento. Estas series, que participan en la historia de cada individuo y que constituyen la historia personal y finalmente la personalidad, producen el contraste en el que resalta la figura, como contexto que de diferentes maneras influye en lo más notorio y en lo íntimo, o como sutiles injerencias que inficionan el pensamiento y la conducta de manera velada o inconsciente.

Por lo que es necesario reconocer en sus propiedades intrínsecas una serie completa y representativa de rasgos individuales que, de todas maneras, son difícilmente separables de los colectivos: la serie del yo y la conciencia, y las series del entorno o franja en que el yo se confunde con la vida en sociedad. Surge así una forma de identificar esta serie entrañable cuando se repara en lo que ha sido modificado efectivamente por ella al intervenir en la realidad dada. Es decir, cuando registra lo que resulta de aplicar el cincel propio, el diseño y el moldeado del pensamiento y la conducta. De no captarse lo que en la realidad dada recibe el impacto de la persona solo aparecería lo que se ha modificado sin ella, sin ser causa ni participar directamente. El querer captarla no pretendería trazar la historia completa sino, siguiendo sus huellas, seleccionar lo más importante y estudiar su impacto en las conductas.

 

LA REALIDAD MODIFICADA

 

Es personal no solo lo que pertenece o es adjudicable a cada uno, a las intenciones y deseos, a los pensamientos, sentimientos y conductas, sino también a lo que por voluntad o simple irradiación se imprime en los hechos y en los demás, es decir, en la realidad circundante. Hay por eso una esfera natural dada y otra de realizaciones culturales, y son estas últimas las que impulsan el tránsito de individuo a persona, de sistema biológico a sistema de la personalidad. Y ese tránsito requiere una y otra vez modificaciones, marchas y contramarchas, rectificaciones y ratificaciones, validaciones que justifican el paso del viajero en cada puesto de vigilancia, en cada paso de frontera.

Así, cualquiera estaría en condiciones de afirmar: “mi enfermedad o mi estatura, mi familia o el color de mi piel integran mi historia, pero no la convalidan. Para que yo mismo la dé como válida, verdaderamente propia, es necesario que me fije en los hechos determinados por mis experiencias, por mis preferencias e inclinaciones de signo positivo o negativo. Y la única forma de fijar la atención en ellos, de considerarlos entre todos los hechos de las múltiples series históricas, es confirmarlos en tanto y en cuanto han impactado el plano de la realidad objetiva en que me ha tocado vivir. Si no han resultado en nada específico e identificable, si no han modificado la circunstancia, torcido la dirección de los asuntos, cambiado la faz del problema o conflicto, lo que se cruza en el camino y por azar, entonces, y aunque haya tocado tangencialmente mi historia, no será mi historia sino otra historia que me tendrá como personaje secundario”.

Surgen algunos problemas al preguntar cómo sería posible especificar si un hecho resulta de una motivación anónima, de los asuntos ajenos, de las respuestas de todos o solo de la propia. Y, si ha resultado de la propia, si ha modificado la realidad objetiva o solo la realidad subjetiva. En esa dificultad se esconde la diferencia entre la serie de hechos cronológicos, importantes o no para el individuo (y para todos), de la serie que ha cobrado cierta significación para él por haberse desprendido de su estar y de su hacer en el mundo. Así, con el añadido de ese impacto, que redunda en aprendizaje y en alimento para su modo de ser y actuar, y si ha modificado su persona, entonces, contribuirá en la edificación de su entorno.

Pero, ¿qué se entiende por “modo de ser y actuar”? Porque hay miles de modos de ser y actuar, algunos propios y distintivos de la persona y otros asimilados, reproducidos de lo ajeno y asumidos como propios, simples simulacros. Podría entenderse que el modo de ser y actuar personal es el resultado de comparar los modos consagrados en el mundo histórico y los modos convencionales de ser y actuar en un momento dado de una colectividad dada. Unos modos pueden determinar otros, sea porque el entorno se impone en el sujeto, induciéndolo en su mente y en su cuerpo, sea porque la libertad del entorno llega a modificar sus determinaciones. En un caso o en el otro habrá hechos determinantes y hechos intrascendentes, y serán los primeros los que dibujarán la figura de cruce, la imagen dinámica del ser y del actuar.

Ahora, ¿de qué sirve conocer la diferencia que decíamos permite distinguir entre huellas personales y huellas de otras historias? Tal vez solo para que se muestre en un momento dado de la vida, de balances, análisis, relevamientos, en lo que pueda resaltar y dejar al descubierto lo que más importa. Pero esto se puede hacer de memoria. La comparecencia o diferencia no nos recuerda nada ni nos muestra hechos o cosas, porque solo nos muestra a nosotros en una dimensión extra subjetiva, social y cultural. Delimitada la historia en que se cruzan los diferentes planos de todos los hechos y actos personales, se destaca lo esencial, con lo que podemos avistar el mundo que nos corresponde desde fuera.

De la participación en una historia compartida seleccionamos lo que ha sido modificado teniéndonos a nosotros como causantes y autores. Por cierto, no se disolverá el cisma inveterado entre el mundo y el yo, el quiasma neurológico que bifurca el camino del conocimiento. Pero se advertirá con mayor claridad lo que hay en la persona según lo que ha hecho, que de diferentes maneras ha derivado en lo que hace, por lo que podrá distinguir las transformaciones, pues han dependido de ella y sabe cómo han evolucionado, cambiado y cómo se han transfigurado. Comprenderá cómo lo que fue ha derivado en lo que es, no por el paso del tiempo sino por sus pasos concretos y vitales. De este modo el pasado se revelará no como lo anterior al presente sino como lo que antecede, como 2 significa el antecesor de 3, y no por ocupar un tiempo, un espacio, pasar de una etapa a otra. Pues lo que importa en lo personal es la deriva de los cambios y no la del tiempo.

 

INHIBICIÓN DE LAS DETERMINACIONES

 

Hoy parece que se quisiera inhibir el influjo de la persona en la realidad dada y en la cultura social, eliminar su posible intermediación y reducirla al papel de ciudadano-testigo. Quizá no se la quiere eliminar en tanto productora de hechos, y solo neutralizar sus hechos interceptándolos e inmovilizándolos al invadirlos, apropiarlos y redirigirlos. También parece que la misma persona, deslumbrada por el despliegue de las maravillas socio-tecnológicas, se impone a sí misma de esa prescindencia, colmada en sus necesidades por un abanico de servicios que la satisfacen plenamente. Por lo que, al renunciar a sus determinaciones, renuncia también al derecho de soberanía ética y civil y estética y cultural. Que exista una sociedad inocua, inoperante, dicho sea de paso, ha sido un ideal repetido en la historia.

Una nueva metafísica exonera de toda física, una forma de participación impalpable se apodera de la conciencia, cierta infiltración sensible pero intocable, semejante a las emociones y sentimientos. Se procura reducir la realidad personal haciéndola converger en un punto en que se organizan sus flacas fuerzas, después de haber sido rodeada y arreada con expreso consentimiento. Nace así una nueva relación de poder que, partiendo de la reinstalación de la nueva física social y a distancia, sensible o sentible, pero impalpable o imperceptible, entra a regir las relaciones jerárquicas y la convivencia o, si se quiere, a ocupar el antiguo nicho de las imposiciones expresas o simuladas, que son desalojadas,

La convivencia transita desde la dualidad individuo-sociedad hacia su disolución en una unidad monolítica e indiferenciada. Y la auto comparecencia cede el paso a la comparecencia del conjunto de individuos en pie de igualdad, lo que resulta difícil si no imposible (porque, como hemos dicho, no hay ni puede haber una conciencia social). Sin embargo, no decrecen las disensiones, no disminuyen los conflictos sociales, el choque de intereses, los enfrentamientos entre personas y corporaciones, entre naciones y grupos de naciones. No terminan de generarse las guerras. En tanto aumenta la unificación la soberanía individual tiende a disolverse o a debilitarse para fundirse en unas pocas o única y sola masa de comparecencia jurídica (acuerdos, protocolos, tratados, sociedades, intercambios programados, bloques económicos y comunidades políticas).

En tanto la determinación individual se enjuga en la colectiva, disminuye la pluralidad, la diversificación y la movilidad social. Y, aunque la unificación y la diversificación se impulsan a partir de la misma fuerza de inicio, los efectos son bien diferentes, hasta opuestos, algo más metafísico que físico y que se comprueba en las expresiones duales de cuerpo y alma, inmanencia y trascendencia, dualismo y monismo, libertad y determinismo. Ya no contrastan el individuo y lo multitudinario por las cantidades que los distinguen, sino por las direcciones opuestas en que se encaminan las determinaciones particulares.

 

INDIVIDUO ATADO A UN MÁSTIL

 

Debilitar o eliminar las modificaciones del sujeto en la realidad, como lo hacían las antiguas determinaciones individuo por individuo, hoy no resultaría. En cambio, se procura controlar el entorno, la frontera que margina la soberanía de la persona mediante estrategias comerciales, financieras, diplomáticas, ideológicas o militares. Se neutralizan las determinaciones del individuo, y también las culturales, por la acción de la publicidad y la propaganda. Y las de la naturaleza, por obra del urbanismo y su extensión en comunicaciones, rutas y autopistas, puertos y aeropuertos, y por los efectos de la deforestación, los incendios y la contaminación ambiental, con lo que las nuevas determinaciones logran moldear indirectamente la realidad social.

La dirección de este fenómeno se ha vuelto del revés, lo que explica el alto grado de desconocimiento respecto al origen preciso de esas determinaciones, de cómo se producen y en qué consisten exactamente, aunque se sepa perfectamente para qué sirven y qué intenciones tienen. Tan refinados y edulcorados son sus lenguajes de imposición, las formas en que se expresan y por las que son oídos en los tramos de la comunicación y el mercadeo, que no molestan y se aceptan con agrado. Se establece la tendencia a adherir sin condiciones a los fines que, en una trama de inocuidad y promesa insustancial, se ofrecen envueltos para regalo.

Las determinaciones hoy no trabajan sobre los deseos y las ambiciones, no interceptan la actividad, la producción, la creación, el saber, la información, porque no lo necesitan. Si antes inyectaban la disolución de la autonomía, hoy la autonomía ya se encuentra disuelta por los propios anticuerpos. El vacío ya está instalado en el cuerpo del individuo como resultado de una trasmisión en el curso de unas pocas generaciones. “Mi hipótesis ‒había afirmado Michel Foucault‒ es que el individuo no es el dato sobre el cual se ejerce y se abate el poder. El individuo con sus características, su identidad, en su fijación a sí mismo, es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre cuerpos, multiplicidades, movimientos, deseos, fuerzas” (Microfísica del poder, Buenos Aires, 2019, p. 205). Sin menoscabarla, actualicemos hoy esta declaración: no se tiene que ejercer el poder sobre los cuerpos. Basta con utilizar el que se ejerce y está en curso por sí mismo.

La logística sabe que no es necesario inventar nada, porque el mejor y más omnipotente poder es el que se impone solo y sin ayuda. De la puja de intereses locales entre grupos e individuos deriva el rumbo general de la sociedad como resultante de un haz de fuerzas y apenas algunas diferencias de lugar y momento. Hay una dirección hegemónica demasiado fuerte fundada en, y hasta cierto punto creada por, las multitudes. Si antes había que montar el poder para después ejercerlo, hoy no hay más que montar lo que ya está en marcha y cabalgar en la misma dirección estatuida. Débiles y poderosos, izquierda, derecha y centro, obreros y empresarios, enseñantes y enseñados, prestadores de servicios y usuarios, deferentes e indiferentes, todos la siguen. Y también la ley se ve arrastrada por la corriente, encapsulada en los coletazos del derecho consuetudinario.

 

LA ÚLTIMA CRISIS

 

La agonía de la Ilustración, la crisis del contrato social, la muerte de Dios, el fin de la historia, los traumas de las grandes guerras y de la guerra fría, el terrorismo, los últimos grandes males mundiales se perpetúan en la tribulación de las determinaciones personales. La crítica del posmodernismo tiende a destacar una u otra de las múltiples y epidérmicas facetas del fenómeno. El fin de los grandes relatos (Jean-François Lyotard), el miedo a la libertad (Eric Fromm), la ilusión de los signos (Pierre Guiraud), el pensamiento débil (Gianni Vattimo), la era del vacío (Guilles Lipovetsky), el sistema de los objetos (Jean Baudrillard), la licuefacción de los valores (Zigmunt Bauman), la muerte del prójimo (Luigi Zoja), los fenómenos de globalización o totalización y los del relativismo axiológico, todo ha sido puesto bajo la lupa. Pero el proceso modificado es interno, materialmente imperceptible y, aunque algunos relatos todavía permanecen, no encuentran quien los declame.

El nuevo estatus, pues, no ayuda a que la creatividad individual quede estampada. La que permanece corresponde a una creación estereotipada conforme al estado de cosas reinante y hegemónico. El individuo no influye sino moderada, esporádica e incluso invisiblemente en la edificación del conjunto. Por lo que la posmodernidad parece una vuelta al origen, la marcha a saltos en el vacío, el pálpito, el simple reproducirse del tiempo que no es sino el sucederse de lo que no cambia. Ha periclitado la auto comparecencia, el reflejo de sí mismo sobre la conciencia, la comprobación de que se es por sí y consigo mismo que, desde la modernidad y quizá desde el origen, enderezó el rumbo cada vez que se desviaba.

Ha sido reducido al mínimo el impacto del individuo en la realidad circundante. No hay cómo comprobar ni validar hechos, cómo reconocerse a sí mismo y con ello a los demás. De ahí que en nuestra época resulte complejo definir la personalidad típica, delimitar una línea descriptiva capaz de representar sus rasgos fundamentales. La complicación del acto primordial de autoafirmación individual produce un vacío que complica también la definición de los cometidos institucionales de la educación, la seguridad, la salud, las relaciones entre países, los fines de la universidad, la cultura, la asistencia social. Y el conocimiento de la persona, primordial en el trazado administrativo y gubernamental de los estados, se vuelve cada vez más impreciso por confundirse con facilidad con el de las grandes multitudes.

La diversidad de productos, artefactos, servicios, profesiones, especialidades, empleos, se genera por la obra anónima de una sola torre de control cultural. Ya no bregan las cabinas de mando de cada producto e industria que se repartían los mercados e imponían sus dominios mediante sugestión y encantamiento privado. Porque hoy se dirigen desde la cultura. Se complica así la visión de conjunto y toda posible confección de un proyecto participativo. No es fácil disociar los múltiples impactos sobre la realidad que, para colmo, no se sabe a ciencia cierta de dónde provienen. La personalidad no tiene como afianzarse y, sin otro camino, se diluye y confunde con la corriente de paso, el torbellino que arrasa con todo.

Ya no funcionan las teorías de la conciencia social, una entelequia que se procuraba dominar e inducir desde un control remoto. Hoy es más difícil que nunca comprobar la existencia de esa conciencia única y generalizada. La voluntad que se quiere dominar es impenetrable. Vive en una coraza y bajo la organización mejor estructurada de la historia. No se conoce antes tanta asistencia social y seguridad interna, servicios primarios, satisfacción de necesidades perentorias, facilidades económicas y financieras, atención sanitaria, comunicaciones a bajo costo. Desde que se sabe que la sociedad responde al influjo de diversidad de corrientes de opinión, y que es embargada con facilidad por atracciones encantadoras, se advierte la importancia de acometer la única conciencia posible, la personal. ¿Pero, cómo hacerlo? Pues, no en forma directa sino en lo que atañe al entorno donde agonizan sus determinaciones, es decir, apelando a la cultura. Incluso, ni siquiera con el gasto de incidir en este plano, porque, si se observa con atención, se aprecia que la cultura, en lo que permite una observación de conjunto, es autogenerada, expresa y complaciente implantación del vacío por la misma persona.

El éxito de la supervivencia primaria ha quedado por fuera de la intervención esforzada de la persona, por lo que hay muy poco de qué apoderarse que ande suelto, y la sociedad es el poder en el trámite de ser ejercido sin que se inquiete por saber para qué. Se rige por sí misma y se autodirige, aunque carezca de conciencia o de reglas de funcionamiento propias, como las tuvieron las comunidades primitivas que respondían a los condicionamientos de la naturaleza. Ella satisface sola y sin necesidad de que la invadan o conquisten los deseos más diversos y ambiciosos. Se puede hacer con ella lo mejor o lo peor, prestándose inmejorablemente para lo peor, porque no cuenta con una dirección determinada ni con un fin claro y prometedor para los individuos. Esta vez ha sido el azar el que arbitra su destino.

 

3  HISTORIA VICISITUDINARIA (De los hechos al saber)

Explicada con un ejemplo

 

De acuerdo a lo expuesto hasta aquí, y agregando algo, podemos establecer que: 1º) Resolver problemas, aclarar dudas y desentrañar misterios constituye el principal desempeño ―cometido, ocupación, actividad― de la historia personal. 2º) La persona es la unidad intemporal de esa historia, sustancia y espíritu últimos de todos sus desempeños. 3º) Por su historia la persona establece un trato único con el mundo al enfrentar problemas, dudas y misterios, y de este trato se afirma lo que llega a comprender como verdad del mundo. 4º) La verdad surge en tanto la persona modifica el mundo, al menos en algún grado, apropiándose de lo que la modificación le deja como conocimiento. 5º) La verdad resulta, así, de un doble trato con el mundo (entorno de problemas): el mundo en que se presentan los problemas y el mundo en el que son resueltos, en alguna medida o en toda, o en tanto no son resueltos. 6º) Todas las personas forman parte del mundo en que se presentan problemas.

Falta examinar cómo el conjunto de respuestas y soluciones deriva en recursos para el conocimiento. Los procesos fácticos vicisitudinarios con resultados de superación de problemas son los que pasan a ser elaborados y a cobrar la forma del saber común y corriente. De la vicisitud y de los resultados en la vida práctica inherentes a ella, pasan a comparecer como recursos autónomos e integrados, como funcionan los mecanismos instintivos o intuitivos, pero forjados en la experiencia por la voluntad que actúa en forma consciente e intencionada. Es preciso investigar cómo, a partir de un conjunto no necesariamente lineal y continuo de vivencias, de vinculaciones entre experiencias conflictivas y soluciones encontradas con empeño, derivan formas estables o más o menos estables de idoneidad y preparación para enfrentar las nuevas.

 

DE LAS DETERMINACIONES

 

Es posible examinar una historia de vida y distinguir en ella tres planos de modificaciones o determinaciones que se trenzan y complican, de acuerdo a los puntos 3º a 5º ya mencionados. Los planos son: A) el de las determinaciones ajenas a la persona, B) el de las determinaciones de todas las personas y C) el de las determinaciones de la persona considerada en su historia de vida. Es posible ensayar un ejemplo si se elige la historia personal de una figura conocida y estudiada por todos, como la de José Gervasio Artigas. Bastará con que se trabaje en fidelidad a la documentación y con el respeto debido a la figura de quien hoy sigue siendo el Jefe de los Orientales.

Se trata de examinar las dos visiones bien documentadas en el Artigas de Carlos María Ramírez (edición de 1985, volumen 1, Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas, Montevideo, Prólogo de Luis Bonavita, que sigue a la de 1897 y ésta a la primera de 1884). Nos remitimos a los hechos fundamentales en la historia de vida de Artigas, pero inscritos en el marco de las principales determinaciones del plano A de su época. Se trata de las surgentes por obra de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en relación a las poblaciones de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, convocadas en 1818 por “la representación nacional”. Pero ―advierte Ramírez― “hay algo que no estaba en la organización de la colonia, ni en el programa explícito de la Revolución de Mayo: la representación provincial” (obra citada, p. 12). Demos como expuestas, aunque someramente, las determinaciones ajenas y correspondientes al gobierno de Buenos Aires, y el anuncio de las personales, que en resumen se exponen así:

“Es Artigas quien crea ese elemento perdurable, esa base angular de la sociabilidad argentina, con la Asamblea de abril y diciembre de 1813. La Federación había cruzado solo como un relámpago por la cabeza inspirada de Mariano Moreno, y como una argucia falaz por los doctos labios de Gaspar de Francia. Para penetrar en el corazón de los pueblos, para hacerse carne en los acontecimientos, era menester que, inscripta en las banderolas de las lanzas artiguistas, pasease triunfante por las llanuras que bañan el Uruguay y el Paraná.”

Es el corazón de la obra de Artigas, cuyos fundamentos fueron recogidos por los orientales y que, aunque no llegaron a materializarse como Federación, alentaron las luchas por la independencia (plano B de las determinaciones). Veamos ahora cómo se delimitan las del tercer plano, determinaciones propias de Artigas y que, si bien la revolución ya estaba en marcha, animan y orientan las aspiraciones generales:

“Artigas, sin comprender tal vez su misma obra, los arroja a la fragua revolucionaria desde los albores de 1813, y la fragua amenaza estallar y sepultar bajo sus ruinas, tanto a los obreros que pretendían contenerla, como a los que imprudentemente agravan su tarea y aceleran su marcha. ¡Cuán grande responsabilidad para Artigas en esas tremendas complicaciones, suscitadas a la Colonia que todavía lucha brazo a brazo con la Metrópoli vencedora del dominador del mundo! ¡Qué inmensos dolores!”

Mientras tanto, para algunos era “el representante de la barbarie indígena” según la leyenda negra (o sea, de acuerdo a las determinaciones de los demás o, al menos, de buena parte de ellos, sobre todo en Buenos Aires). Pero, se pregunta Ramírez, “¿Podría alguien afirmar que esta Buenos Aires, hoy la más libre, la más poderosa y progresiva ciudad en Sud-América, no tendría las arrugas y los vicios de Bizancio, si más de una vez no hubiese golpeado a sus puertas y sacudido sus cimientos la barbarie de aquellas provincias litorales que Artigas fue el primero en remover y acaudillar durante la primera década de la Revolución? (Ib., 13-14)

Es digna de destacar la observación que sigue: “Creemos que Artigas ‘jamás preconizó la independencia absoluta de la Banda Oriental ‒que jamás se consideró completamente desligado de la comunidad argentina‒, que propugnó constantemente por atraer a las demás provincias del antiguo Virreinato, terminando su carrera bajo los golpes combinados de los conquistadores que esclavizaron su provincia natal y de otros caudillos que lo desconocieron en el trance supremo, para expulsarlo de las provincias vecinas, en cuyo territorio él creía tener derecho de soberanía como caudillo protector de la patria común’.”

Las determinaciones de Artigas, pues, y “en sentido estricto y riguroso”, como acota el autor, no lo hacen “el fundador de la nacionalidad oriental”, pero sí, y “evidentemente, su precursor, o en otros términos, el que la hizo posible en la turbulenta complicación de los sucesos que siguieron a su derrota y ostracismo”. La que será República Oriental del Uruguay no forma parte de las determinaciones de Artigas, y su obra parece responder a un plano más amplio de determinaciones que las que se corresponden con el mundo determinado por la realidad política y económica de entonces (plano A).

No entraremos en los problemas que enfrenta y en cada una de las respuestas que dan lugar a las extraordinarias modificaciones que devienen. Solo señalaremos la ruta en la búsqueda de los procesos que generan la persona (experiencias, modificaciones que generan capacidades, resolución de problemas, elementos correspondientes en los numerales 1º y 2º). En las vicisitudes de la experiencia personal se generan, pues, organizan y asimilan los constituyentes de un mundo posible desde que logran modificar la realidad social y política y con ello generar profundas transformaciones.

 

DETERMINACIONES ESPECÍFICAS

 

“Durante la dominación española, el territorio oriental estaba subdividido en varias intendencias. Faltábale, pues, hasta la unidad administrativa ‒como germen de unidad política. No existía un pueblo oriental, sujeto a la corona de España; pero aparece Artigas en 1811 y surge al punto esa entidad colectiva, en pugna con el yugo colonial. Artigas se proclama Jefe de los Orientales ―habla en nombre del pueblo oriental―, decreta por sí mismo la existencia de la Provincia Oriental, cuidando de adjudicarle los territorios contiguos usurpados por la conquista portuguesa.

“Cuando las necesidades políticas del gobierno revolucionario establecido en Buenos Aires, determinan la celebración de una tregua con el Virrey Elío, atrincherado en Montevideo, mientras los portugueses acuden en su auxilio [plano A], Artigas no se contenta con sustraer su persona a la sujeción española; quiere que sus orientales tampoco sufran esa inesperada humillación, y los arrastra, con sus familias y sus bienes, a la azarosa expatriación en un éxodo” (plano C, numerales 3º y 4º).     

“Rota la tregua, Artigas vuelve con su pueblo de orientales a combatir contra las armas españolas [lo que se corresponde con el plano B], pero proclama al mismo tiempo la autonomía federal de la provincia embrionaria que se ha elaborado bajo su patrocinio y prestigio, y defiende los fueros de la soberanía local con energía indómita, levantando el interés de esa causa (y ésta es acaso la única falta grave de su vida pública) sobre los intereses solidarios de la revolución de Mayo. Así es como Artigas, después de haber combatido contra los españoles, bajo la bandera común [plano B], combate contra las fuerzas de Buenos Aires bajo la bandera local, y bajo esta misma bandera lucha como un león durante cuatro años contra la invasión portuguesa, sublimemente infatuado con la grandeza de sus soldados orientales [plano A].” (Ib., 14-16)

[…] Ha llegado para el sentimiento patrio de los Orientales un feliz instante en que ya no son temibles las discusiones sobre Artigas. Podemos y sabemos defender su memoria, que no está exenta de sombras, como no lo está la de ninguno de los prohombres de la Independencia Sud-Americana, pero que lleva en sí misma una aureola de luz, cuya intensidad se acrecienta a medida que las investigaciones históricas permiten apreciar los sucesos en sí mismos rectificando la tradición artificiosa de sus personajes más ladinos.” (Ib., 21)

Ojalá alcance esta transcripción para reafirmar la necesidad de “apreciar los sucesos en sí mismos” con el fin de conocer las determinaciones específicas atribuibles a una persona. No dejaremos de apreciar, sea como fuere, que los hechos se impregnan mutuamente y se enlazan con la historia anterior y con ideas diversas. Pues no sería del caso hablar de hechos aislados en una sociedad unipersonal o dominada por una sola conciencia impositiva. No deseamos indagar de dónde vienen, de dónde la fuerza que los ocasiona y cuál es el fenómeno que los convierte en fuente de inspiración y realización concreta e imperecedera. Sólo deseamos indicar cómo podría diferenciarse historiográficamente la experiencia de la persona de Artigas. La historia que muestra lo vicisitudinario a partir de lo cual el ser humano pasa por la veces decisivas que asimila y convierte en capacidad inteligente y con enormes repercusiones en el plano social y político de su colectividad.

 

LA VICISITUD EN ARTIGAS

 

¿Cuáles fueron las experiencias influyentes en la configuración mental de Artigas? ¿Cómo se convirtieron en el fundamento de su inteligencia? Hay vicisitudes de experiencia estrictamente personal, vivencias por las que arraigan los aprendizajes, sean resultado de los éxitos o de los fracasos. En ellas se origina el proceso que inicia la metamorfosis de la actividad y hace que de una combinación feliz de racionalidad e intuición surja la disposición de actos y planes capaces de asegurar un orden aceptable de posibles avances y éxitos (se trate de éxitos en la praxis de vida o de éxitos en la filosofía de vida, en las aspiraciones, en la concepción política).

Afirma Carlos María Ramírez que Las Piedras fue “la segunda victoria estruendosa de la Revolución de Mayo, y contempló enérgicamente los ánimos abatidos por los recientes desastres de Belgrano en el Paraguay. Buenos Aires la aplaudió con inmenso júbilo, según lo atestigua la Gaceta en los números de mayo y junio de 1811 ―y confirió al vencedor, al bandolero Artigas, el grado de coronel y una espada de honor” (ib., 29). Así se veían las cosas entonces; hoy, después de más de dos siglos, Las Piedras es más bien el triunfo de la patria oriental, que en aquella época no existía y cuyo posible perfil de soberanía empezó a sentirse con Artigas. “¡Así supieron los orientales pelear y triunfar por la suspirada libertad, dignos hermanos de los soldados de las demás provincias argentinas!”

El texto no muestra el tours de force que nos permite avizorar el mundo que avizoraba Artigas, y que, si se escudriñara vicisitudinariamente, y sin que se opacara el importante significado histórico, se podría apreciar claramente como detrito exclusivo de lo vicisitudinario. Surgen las determinaciones de una persona por sobre las del conjunto, que, de acuerdo a las interpretaciones materialistas, se imponen por sobre la voluntad de una sola. Pasaría por lo alto la valoración del aporte particular de Artigas, por mucho tiempo menos discernido entre el cúmulo de condicionantes, influencias, resto de participaciones en el mismo hecho histórico, de influyentes personalidades, etcétera.

¿Qué cambia el rumbo? “Artigas fue siempre obediente [a Buenos Aires], aunque se consideraba justamente agraviado por la preferencia que la Junta había dado a Rondeau en el mando del ejército. Cuando sobrevino la tregua [del primer sitio a Montevideo], Artigas y los orientales sufrieron una tremenda decepción. Todos se habían comprometido gravemente en la insurrección contra la dominación española, ¡y el gobierno de Buenos Aires los entregaba nuevamente a ella! Al mismo tiempo, varias divisiones portuguesas invadían el suelo oriental” (ib., 48).

 “La actitud de Artigas pudo no ser agradable para los prohombres de Buenos Aires; pero no dio lugar a un rompimiento. Concluyó la Junta por nombrar a Artigas Jefe Superior de las tropas orientales y teniente gobernador de las Misiones […] Resulta, pues, que en el primer sitio, después de la batalla de Las Piedras, no hubo de parte de Artigas rebelión contra las armas de la patria, sino abnegación y heroísmo para abandonar el suelo natal y ser fiel a la bandera de la revolución. (ib., 49)” Pero, según la versión de Nicolás de Vedia, “el gobierno no gustaba que se hablase en favor del caudillo oriental”. “¿Por qué? ―pregunta Ramírez, y responde― Porque Artigas murmuraba contra la exclusiva y localista dominación de Buenos Aires; el nombre del vencedor de Las Piedras sonaba ya entre los pueblos como la encarnación de los instintos e intereses provinciales.” (Ib., 50) Véase esta observación como se vería el núcleo de las determinaciones y desempeños que más hay que tener en cuenta.

La inconformidad de Artigas nace de la emocional visión que augura las provincias independientes del poder central. Quizá porque no le satisface la política centralista de la Junta, o porque sabe leer en la voluntad de los orientales el afán de emancipación total, incipiente desde antes de su incorporación al movimiento revolucionario (plano B). Haya sido por una u otra razón, la Junta de Buenos Aires termina nombrando General en Jefe a Manuel Sarratea, de dudoso prestigio y enemigo de las influencias provinciales.

La adversidad espera a los orientales con un verdadero desafío, y la posibilidad de enfrentarla con algún éxito empieza a tomar el cariz de las realidades verdaderas. Tras lo adverso asoma la invitación a contradecir la realidad imperante, y se vuelve fuerte la noción de verdadero que lo consuetudinario y de cajón, lo oficial y esperable no auspicia (plano A).

Así, pues, no se trata sólo de deseos y esperanzas, y en primera instancia se trata de una insurrección. La conciencia de total autonomía, el republicanismo y el federalismo son ingredientes puros de los planos B y C. La revolución empieza con la “admirable alarma”, que es el primer síntoma de una visión del mundo que responde de lleno a los numerales 3º, 4º y 5º. La verdad abandona el plano A y los orientales comprenden que es posible moldearla de acuerdo a las propias determinaciones, las que deciden que preponderen las del Jefe de los Orientales (plano  C y numeral 3º). Las vicisitudes, problemas con necesidad de urgente resolución con los que lidia Artigas, además, adoptan la forma de una lucha que no se libra con las armas sino mediante una acción heroica, el Éxodo (consagración de las determinaciones del numeral 4º).

Es preciso establecer qué significa el Éxodo del Pueblo Oriental en el plano de sus determinaciones fundamentales. No sabemos todo lo que necesitaríamos saber, y es un importante desafío para el análisis cuando se busca, como buscamos aquí, escapar de lo cronológico y mantenerse en el plano de lo vicisitudinario. Pero nos permitiría distinguir la voluntad de un solo hombre frente a la voluntad de todo un pueblo. Nos referimos a todo aquello que, aunque pudiera llamarse pueblo, no se correspondiente con el sentimiento de vecindad, entrañable y particular, el de una zona del territorio del mundo. En este sentido, el pueblo sigue a Artigas y también Artigas sigue al pueblo. No importa lo qué está antes y lo que está después, porque el problema del tiempo cronológico no es decisivo en este caso y para esta clase de análisis. Sin dejar de importar en cantidad de asuntos fácticos y testimoniales, es de destacar lo que determina las ideas y las acciones de una persona.

 

LA ELECCIÓN

 

Del texto de Carlos María Ramírez surge que Artigas se pliega al fervor de su provincia natal principalmente en función de un descontento y, sin duda, alentado por el patriotismo que decide su destino. En su elección radica el giro del cual se propagarán sus determinaciones, las que derivarán en la mayor transformación de la realidad política del momento en la región. Examinemos cuáles fueron las determinaciones del 1º plano, las que condujeron a Artigas a tomar sus decisiones y a elegir el camino hacia el Éxodo, y cómo fueron marcándolo a fuego en el 1º plano de las propias.

La situación se había vuelto desesperada: por un lado, Buenos Aires que, en las palabras del doctor del Carril, “colocada a la cabecera del virreinato del Río de la Plata tuvo como era natural la iniciativa y la dirección del gran movimiento revolucionario que emancipó a estas Provincias de la dominación española. Habituada desde entonces al ejercicio exclusivo e irresponsable de la soberanía nacional ha combatido tenazmente los esfuerzos que ha hecho la Nación en diferentes épocas para establecer un gobierno general que diese a todos igual participación en la cosa pública, base de la verdadera democracia, y abriese un libre campo a las nobles y legítimas aspiraciones de todos los argentinos, sea cual fuese la provincia de su nacimiento” (ib., 107).

Añade Ramírez que “las iras del caudillo estaban apenas a la altura de su desesperada situación”. Posadas gestionaba en Europa la coronación de un infante como Rey del Río de la Plata, y Alvear en Brasil procuraba poner en manos de Inglaterra los destinos del virreinato (ib., 112). Para peor, en vísperas de la invasión portuguesa había “una negociación con el gobierno de los invasores” (ib., 114), porque, según Manuel José García, delegado de Alvear en Brasil, “necesitaban las Provincias Unidas la fuerza de un poder extraño” (ib., 115). A este hombre “le parece que es indispensable entregarse al extranjero” (ib., 116). “El congreso de Tucumán, por su parte, se asociaba con la mayor serenidad del mundo a estas maquinaciones tenebrosas” (ib., 118).

“Tal es la triste historia de los orígenes de la invasión portuguesa en 1816” (ib., 120). “El alma de la patria no estaba con aquel grupo de personas cultas que recibían en Montevideo, bajo palio, al general cortés y cortesano de la invasión portuguesa” (ib., 123). Mitre postuló que los orientales preferían el yugo extranjero de la barbarie “sin previsión, sin claridad y sin moral” (ib., 127). ¿Qué podía hacer Artigas ante esta infamia y solapada corrupción de los ideales de Mayo? No había lugar al camino de las armas y la poca diplomacia en curso estaba cerrada para él. Entre sus principales tenientes hubo quien se enredó en ambiciones y riñas personales, y los jefes provinciales de la nunca concretada confederación terminaron por apartarse del ideal primigenio. Por lo que, sin abandonar la jerarquía de jefe, y quizá sin saberlo con toda su privilegiada conciencia, Artigas experimenta la crucial reconversión de la experiencia en un recurso definitorio con el que enfrenta la adversidad postrera e irreductible.

Abandonándolo todo, luchó por la dignidad de su pueblo, que también lo abandona todo. Pero, ¿qué significa el Éxodo en un cuadro en el que puedan interesar, por encima de los hechos históricos, las motivaciones últimas que gobiernan los pensamientos y las emociones? Desde este ángulo el Éxodo, que no es un hecho militar, tampoco resulta estrictamente un hecho político. Es más que un hecho. Se podría decir que es un pensamiento vuelto materia, energía humana, sin que dejara de ser el real e irrefutable episodio colectivo, y sin que se ignoren o borroneen las crueles contingencias que vivieron los orientales, las dramáticas renuncias y la inmolación generalizada.

En un solo fenómeno se produce la reconversión de todas las experiencias de vida, vivencias con sus arbitrios y decisiones, en un solo saber y sentimiento. Transfigurada la voluntad, y a través de un acto extraordinario, se consolida la mayor expresión de la capacidad humana. Se reúnen todas las respuestas soberanas y autónomas pertenecientes al plano de las determinaciones personales, mientras las otras, las de los demás que más importan y que son vigentes, quedan debidamente aisladas y balanceadas en su justa participación. Se concluye en un conjunto de respuestas y soluciones que derivan en el gran concurso del conocimiento, la clase de proceso que de la vicisitud y la elección experiencial pasa transfigurado al sistema del saber y la inteligencia.

La explicación no responde ya a la consecución de los hechos concretos; más bien, responde a su reconstrucción a través de una experiencia personal con fuerza suficiente para modificar el pensamiento y dirigir la conducta.

El ejemplo de Artigas muestra, aunque con toda la oscuridad de los hechos considerados, que existe un área de complejas y a veces no estrechamente eslabonadas vicisitudes, en la que se apoya la conciencia para hacer sus elecciones y decidir sus más difíciles emprendimientos. También, que una voluntad firme descansa en bases vivenciales propias, fundadas y afirmadas en la experiencia. Pues, de esa actitud nace el concepto de verdad respecto a una realidad existente o posible por cuya consagración final la persona lucha con denuedo. Finalmente, el ejemplo también muestra cómo la voluntad se sobrepone a la adversidad y logra comunicarse y transferir a los demás las determinaciones que quedan impresa en la realidad modificada.

 

4 ADVERSIDAD

La teoría subraya la importancia de la imagen manifiesta*, resorte de la vida corriente que funciona como conocimiento no elaborado, espontáneo y personal. Agrega que esa importancia no es mayor a la imagen científica del conocimiento racional, elaborado e impersonal. Sin embargo, sería la que interviene ante la adversidad, la que busca cómo superarla creativamente y la que genera una primera y provisoria noción de verdad. 

 

Si la imagen manifiesta predomina en la vida práctica, desde que es más personal, o histórico-personal en su origen y evolución, de todos modos, en lo que al pensamiento en general se refiere, habría igualdad participativa y complementación entre la racionalidad y las formas no estrictamente racionales o de la subjetividad. La objetividad, la racionalidad deductiva y la subjetividad obrarían juntas. La teoría no va en contra de ningún otro postulado, como se puede comprobar en los textos que la exponen, sino que procura desarrollar un aspecto no considerado. Por lo que no resulta de una negación ni de una revelación especial, y solo resulta del simple querer incursionar en un territorio marginal e inexplorado de imágenes y fenómenos cognitivos.

¿En busca de qué clase de verdad, descubrimiento o comprobación se encamina? Está más que estudiado el problema de las fuentes del pensamiento y del conocimiento, por lo que la teoría solo intenta destacar uno de los aspectos considerados en el debate histórico. Ese aspecto se puede ubicar en el vasto panorama de discusión acerca del papel de la experiencia en el conocimiento. Solo que el tratamiento de la experiencia en las teorías es genérico, pues no discrimina sobre la clase de experiencia de que se habla. La experiencia en todos los casos se inscribe en el marco del mundo objetivo y de la praxis, del encuentro sujeto/mundo vivido en los sentidos. Y ahí se detiene la discriminación. No se ahonda en la clase de experiencia que está en la base del conocimiento subjetivo sino en los aspectos psicológicos, en la explicación de la experiencia en cuanto a la objetividad inherente a las ciencias sociales y experimentales.

El empirismo rechaza la indiferencia del racionalismo respecto a los sentidos. El kantismo diferencia lo que hay de aceptable en ambas tendencias y lo inaceptable, creando el gran valle intermedio de lo a priori. El neopositivismo termina con la metafísica que se infiltra en el empirismo y en el racionalismo. La filosofía existencial critica al empirismo y al racionalismo por su indiferencia respecto al problema humano. La filosofía del ser se aparta de todas estas tendencias por considerar que ninguna de ellas investiga el fundamento, algo que presenta como lo más humano concebible. El positivismo rechaza al espiritualismo, y se ve trastocado por el ciencismo, tendencia radical que se afana en explicaciones solo dentro de la órbita de las ciencias fácticas y axiomáticas.

El idealismo absoluto inspira el materialismo absoluto en una socialización del problema del conocimiento y de la vida, de las clases sociales, las religiones y aun de las razas, con lo que se divulgan el marxismo, el socialismo, y como contracaras el fascismo y el comunismo. Algunas teorías, el falsacionismo y el racionalismo crítico, la filosofía de la razón vital o raciovitalismo, la filosofía existencial y otras corrientes obran como grandes pivotes que de una manera u otra permiten el giro de la crítica a las demás, personalistas, nuevos espiritualistas, estructuralistas, neomarxistas y posestructuralistas, hermenéuticas, de la acción, y otras de la segunda mitad del siglo XX.

Ya en el siglo XIX el pragmatismo y el humanismo rechazaban la racionalidad radical que se embandera con el principio de impersonalidad de la verdad, en el entendido de que es ajena a la conciencia. Objetaba la realidad externa a la mente, lo cual el racionalismo advertía al descubrir que el conocimiento es solo su copia refleja. La fenomenología, por otro lado, invitaba a desembarazarse de la racionalidad, de toda representación, idea, concepto, y a atender el mundo de las funciones, con las que convivimos y con las que se alzan las verdaderas jerarquías del conocimiento. Estas dos últimas teorías no niegan el mundo, la objetividad ni la racionalidad moderada, pero apuestan a entrever mundos que son los que se habitan en la realidad radical, la que se constituye por el solo vivir.


EL DETALLE QUE DA LUGAR A UNA TEORÍA


Esta teoría, arrancada de lo vicisitudinario, teoría vicisitudinaria o vécica (término derivado de vez o “vicis”, turno, alternativa en lo que se opone a momento y lugar específicos), aprecia todas estas corrientes de pensamiento, y también la oxigenación proveniente de las ventanas de las ciencias, la física, la neuropsicología, la epistemología, la antropología. No cree que haya que abocarse a encontrar el fallo ajeno sino a reivindicar los aciertos en todas las propuestas, que hay muchos. En principio hay uno que ha venido ganando el interés de las teorías y que se encara desde el punto de vista de las emociones, la vida psíquica que el conocimiento objetivo había hecho a un lado bajo el estigma de la subjetividad. Es evidente que el conocimiento, la memoria, las habilidades y capacidades intelectuales del tipo que sean se realizan en estrecha asociación con las reacciones emotivas que antiguamente se remitían a una esfera opuesta a la racionalidad.

El interés en lo subjetivo sigue la inclinación a ocuparse de las cosas mismas, de no atender solo la forma pura, las esencias o realidades últimas, originarias en el platonismo. Con lo que, por un lado, entra en juego la búsqueda de la realidad inmediata al ser humano y, por otro, la clase de verdad capaz de brindar fundamento a esa búsqueda. Si bien el giro hacia las cosas mismas de principios del siglo XX buscaba una verdad del momento y el lugar, se vuelve imprescindible aproximar la idea de verdad no a lo espaciotemporal sino a las veces indeterminadas en que la experiencia se imprime en la actividad neural del cerebro (de donde deducimos el carácter de lo vicisitudinario o vécico, es decir, de la circunstancia vivida y de su vicisitud ya vueltas energía neural). Aunque se incorporaba la subjetividad al estudio del conocimiento, y ya no como metafísica, se la introducía como psicología pura en un caso y como psicología social en otro. Pero, ¿de qué subjetividad se hablaba?

Aun hoy la corriente de pensamiento hegemónica habla de una subjetividad impuesta por la cultura reinante, la tradición y la ideología, las creencias y las religiones. De tal modo que los contenidos, símbolos, hábitos, mitos y ritos en que suelen envolverse las colectividades entran a formar parte de la vida psíquica, con lo que conforman la cultura. No es solo la evolución anatómica, fisiológica y neurológica lo que decide la evolución de la especie. Para algunos antropólogos la evolución “sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura”, y aunque “sin hombres no hay cultura”, “igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres” (Geertz, 2003, 55).

No se ha podido avanzar en la aclaración de este aspecto puesto que se corresponde directamente con lo subjetivo, dimensión no aconsejada por la tradición moderna. El desarrollo de las ciencias sociales se ajustó siempre al ideal del objetivismo: “Términos tales como intuición, comprensión, pensamiento conceptual, imagen, idea, sentimiento, reflexión, fantasía, fueron estigmatizados y tildados de mentalistas, es decir, ‘contaminados por la subjetividad de la conciencia’, de modo que apelar a ellos era considerado como un lamentable fracaso del sentido científico” (ib., 60).

La teoría que cobra cuerpo advierte que experiencia, cultura y saber se nutren en la historia vivida en plenitud, y que en ellas se entrelazan emociones, sentimientos, imágenes, representaciones, es decir, la vida psíquica. Por lo que la teoría no se centra solo en la sociedad como sistema, porque tiene la experiencia individual por debajo. "El concepto de cultura que propugno (...) es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones" (ib., 20). 

La teoría agrega que el saber surge de lo que ocurre a una conciencia cualquiera cuando tiene que tomar decisiones, especialmente ante situaciones difíciles y adversas. Y también a los resultados prácticos de esas decisiones, es decir, a los éxitos al proceder con respuestas, del tipo que sean, y a los fracasos. Y son esos resultados los que le sugieren cómo se las debe arreglar y cómo funciona el mundo. Bajo estos supuestos, la teoría se pregunta cuál es la modalidad de los saberes que pone en juego el sujeto y que, con esfuerzo o naturalidad, lo conducen a una nueva situación de éxito o fracaso. Y se pregunta si esa nueva situación señala el movimiento que revela una clase de verdad válida para el ser humano, la realidad del mundo en que vive y el sentido de su vida. En concreto, la teoría quiere despejar la vieja duda de si se trata de saber objetivo o subjetivo o si se trata de una combinación de ambos. 

El problema es complejo por la dificultad en discriminar, en cualquier operación de esta clase, la índole subjetiva u objetiva del conocimiento. Pues participan los conocimientos adquiridos, las habilidades, especialidades y destrezas, así como la educación general, la preparación práctica, etcétera. Es tan difícil como fácil suponer que interviene todo y suponer que interviene solo una o algunas de las facultades o saberes mencionados. La teoría vicisitudinaria no se propone discernir qué interviene sino cómo interviene el bagaje cognitivo en una situación dada, cómo procede la inteligencia, sea de la jerarquía que sea, para aplicarse a resolver las situaciones de vida.

Hasta aquí hemos presentado el orden de problemas al que la teoría pretender dar respuestas. Se trata de situaciones límite, o próximas al límite, pero frecuentes o quizá, y sin que tuviera que tratarse de situaciones trágicas, de aquellas circunstancias que cualquier persona vive a diario. Se tiene en cuenta la índole epistemológica del plano mental y las connotaciones que sobre ese plano pueden influir en lo psicológico y lógico, el pensamiento y los sentimientos. Aquello que interviene y se vuelve crucial en la conciencia en tales casos, pues no se alcanza a comprender como apelación al almacén de conocimientos ni a la memoria ni al saber intelectual ni a alguna habilidad en especial, aunque pueda intervenir todo esto de alguna manera. ¿Pero de qué manera?

Es la complexión neurológica forjada en la experiencia histórica personal la que interviene de plano. Con lo que quiere decir que no se resuelve la situación por aplicar un saber determinado o un conjunto de habilidades adquiridas por aprendizaje externo, sino que en concreto interviene el individuo entero, y sin que se le presenten dificultades intelectuales o influyan las carencias educativas. Y, aunque ellas pesen de cualquier manera, ¿cómo el individuo sale del paso? El sujeto individual, en tanto unidad de experiencia forjada en base a elecciones y decisiones metamorfoseadas en persona, es el que en soledad domina la situación o es dominado por ella. Y supone que la persona es la fuente de la que emergen las soluciones

No se puede separar la conciencia del conocimiento, y hace mucho tiempo que se ha abandonado la idea de la mente como un tanque en el que los aprendizajes vierten sus contenidos para luego ser aprovechados, como si se tratara de una herramienta en funciones o del combustible que le permite ponerse en marcha. En este detalle radicaría la insuficiencia de la racionalidad para explicar el conocimiento por sí sola, adoptada en su funcionalidad radical y externa a la existencia. Y en este sentido, se podría suponer que no ahondaron en el asunto importantes investigaciones y propuestas. Sólo el pragmatismo está más cerca de la imagen manifiesta en el conocimiento. Aquí desviaremos la exposición para entrar en lo que se puede desprender de la teoría en otros asuntos.

 

EL DON DE LA CREATIVIDAD


Considerada la persona con prescindencia de la tradicional noción de sujeto, individuo, representante singular de la especie, aparece una figura compleja caracterizada por la autodeterminación experiencial, la criatura que se crea a sí misma en lo que a supervivencia se refiere. Diversas teorías del conocimiento han estudiado a fondo la racionalidad, pero no tanto la que obra en la vida cotidiana. Esa racionalidad, supuestamente adquirida desde fuera en la condición de sujeto cognoscente, merced a la cual la realidad se refleja en la mente como en espejo, se consagra como actividad en permanente realización en el compromiso inevitable con la experiencia. Es específicamente autogestionante y decisiva para la supervivencia, no por una condición facultativa de autodeterminarse, como suponen las teorías tradicionales, sino por la naturaleza exclusiva o taxativa de la autodeterminación. Esta es la condición que está en la base de la capacidad de resolver problemas, conocer y replicar lo que se conoce.

La persona no es una herramienta que sirva para resolver problemas y descifrar misterios. En puridad, no resuelve problemas, más bien, crea soluciones, y no descifra misterios, los inventa. ¿Qué sabe de problemas y misterios? ¿Acaso están afuera, más allá del círculo racional? No es el mundo natural el que los tiene, sino ella. Todo está en ella, a lo que sabemos, y es ella, por las características de su complexión biológica, la que hace saltar las chispas y activa la adversidad. El mundo objetivo no tiene adversidad, tiene solo mundo. La principal creación humana es el problema, una obra radical que no determina la naturaleza sino el individuo, con sus poderes y debilidades y en su condición personal o social. El mundo no tiene problemas.

Si se tiene en cuenta la historia interminable de todo lo que se descubre, de aquello que no se ve y está ahí, del insospechado mundo real que se desconoce y aun no se revela, entonces se toma conciencia de que la realidad conocida funciona como realidad toda y única, una realidad para el hombre. Y se advierte que la verdad de esa realidad es solo para el hombre, que existe para el hombre, pues la creó sabiendo que es solo una parte infinitesimal del todo. Las pretensiones de la racionalidad se confunden con los instintos que empujan a mirar al costado, a pedir el favor de los impulsos inmediatos, de las emociones y presentimientos. Aflojan los tornillos que sujetan la racionalidad y se permite que descansen las inquietudes, y las inquietudes se apoyan en el suelo de la subjetividad desnuda. Es entonces cuando se descubre que ese suelo es el mismo suelo de la objetividad, a la que estaban fijados sus tornillos.

La creatividad humana define lo real a partir de la adversidad, y el éxito o el fracaso ante lo adverso define la verdad. Si bien la conciencia humana sabe que los fundamentos del conocimiento no acaban en este simple esquema, sin embargo, es la tríada teórica que provisoriamente puede ofrecer una explicación. No una explicación del fenómeno del conocimiento sino una explicación de la forma en que es producido por la inteligencia o, al menos, de cuáles son las vías principales de su producción y evolución: adversidad, creatividad, éxito/fracaso con desprendimiento de verdad o falsedad.

Pero estudiemos más la creatividad, que está en el centro del problema. Se habla de creatividad ante el fenómeno de la cultura, la creatividad que se distingue de la creación o naturaleza. La cultura es un tema ante la necesidad de explicar el ingenio humano. La primera creación de este ingenio, y la de los seres vivos en general, es la inteligencia de la especie, una obra que no viene sola y que en los humanos solo se completa después del nacimiento. Una creación que consiste, paradójicamente, en la formulación del problema. La primera inducción de la inteligencia, pues, es descubrir lo que garantiza su permanencia en la vida, la supervivencia del individuo y de la especie. En esa instancia originaria es inútil hablar de racionalidad o de intuición, objetividad o subjetividad, y se trata de dar con aquello que rige la actividad en la vida psíquica o actividad cerebral.

La creatividad humana, ¿responde a algún principio fundamental? La respuesta que cabe es que no lo sabemos, que existen mil motivaciones capaces de producirla y encaminarla, estudiados por la antropología en profundidad, y que dependen de los estados civilizatorios, de las zonas geográficas, de las características de los entornos, de las etnias, de las religiones y mitologías, de las diferentes evoluciones en las costumbres, creencias, influencias de los intercambios, etcétera. La filosofía en sus diferentes expresiones históricas ha fijado dos o tres extremos principales sin los que la creatividad sería inexplicable. Estos extremos serían el ser biológico y, como condiciones supuestamente independientes, el ser pensante y el ser productor de cultura. Dentro de estos extremos y según la tendencia puede elegirse uno que se pone al frente como causa primera y fundamento de la vida consciente. En términos generales, se disponen en serie el sentir que se es, el ser en tanto existencia, y la producción humana. Aquí hay algo importante, el sentir. Porque por obra de la transposición de la espacialidad física, o por lo que sea, se siente lo psíquico como se siente lo físico, en lo que concierne a los sentidos corporales como en lo que concierne al sentir de los sentimientos y las representaciones.

¿Qué está primero? se pregunta el filósofo, acorralado por un ineluctable afán de enumerar, buscar la continuidad y dentro de la continuidad lo que está antes y después. Pues, en lo primero estaría el secreto de todo lo demás, por ser aquello de lo que todo se deriva. ¿Está primero el ser, o sea, sentir conscientemente que se es? ¿O está primero existir, o sea, sentirse como existente antes de sentirse como ser pensante? ¿El ser es un prerrequisito de la existencia, o la existencia es un prerrequisito del ser? Se exponen estos interrogantes mediante fórmulas (“pienso, luego soy”, “existo, luego pienso”, y otras interesantes modulaciones del mismo esquema). Y se interpone el sentir en todas las versiones, el sentir que se es, el sentir que se piensa, el sentir que existe un yo o una conciencia o sí mismo. Es el primer cuadro que pinta la dicotomía aun no disuelta: mente o cerebro.

Sentir es la palabra clave en ese caleidoscopio formulario de especulaciones y argumentos. Pues, para hablar del ser pensante, del ser existente o del ser creativo, se apela casi siempre al sentir físico o al sentir psíquico. Se dice que el ser pensante corresponde a la función de la inteligencia, que debe preceder a las conductas, pues es preciso conducirse como se piensa y no pensar de acuerdo a una conducta azarosa e irreflexiva. Se cree que se siente como se piensa, o se cree que se piensa como se siente. Estas alternativas son variaciones del triple esquema ser-existir-producir. De acuerdo al cual todo se vuelve al revés de la racionalidad, para la cual, dicho sea de paso, ya era bastante difícil estipular la dirección correcta de la serie, la más conveniente para la inteligencia o que pudiera entronarse como piloto del aire o capitán de mar y tierra.

 

CIENCIA Y FILOSOFÍA NECESARIAS


¿Qué viene a decirle al hombre de todos los días, a los miles y millones de seres humanos que no tienen acceso a la filosofía ni a la ciencia, la ciencia y la filosofía? Muchos ni siquiera entienden el servicio que presta una vacuna contra el virus que los mata. Si se quiere preservar la racionalidad, el logos, la ayuda de la investigación experimental a la conservación y mejoramiento de la especie humana, como todos queremos, es necesario acercar la racionalidad, el logos y la investigación experimental a todos, buscar que estos asuntos sean entendidos. Porque se comprueba el incremento quizá exponencial de la incomprensión, el aislamiento en burbujas y desviaciones ideológicas, creencias y sentimientos.

Más todavía, las sociedades tienden a separarse, aun en el interior de sí mismas, a provocar incisiones dentro de sus propias particularidades idiosincrásicas, nacionales, provinciales, ciudadanas y barriales. La humanidad tiende a atomizarse cada vez más. Y la separación puede en parte resultar del divorcio entre comprensión y acción, la necesidad de actuar y la imposibilidad de saber cómo hacerlo de la mejor manera y que sea la que favorezca a todos. En tanto se generalizan y aumentan los problemas debido a la paulatina complicación de las sociedades tecnológicas, el conocimiento se vuelve cada vez más ausente, las instituciones educativas más inoperantes, los gobiernos cada vez más ocupados en la economía y el desarrollo material.

No atañe a la racionalidad toda la responsabilidad de este cuadro conflictivo, a pesar de que su evolución ha preferido el canal de las practicidades, comodidades, grandes realizaciones mecánicas, electrotécnicas y computacionales. No se ha canalizado en el plano del mundo que toca habitar al ciudadano común, salvo en lo que tiene que ver con las necesidades inmediatas (servicios). La racionalidad ha quedado encapsulada en los artefactos, los laboratorios, las fábricas, los programas y memorias de los ordenadores. La responsabilidad le toca a la filosofía, a las ciencias sociales, a la antropología filosófica; pero han quedado encasilladas, lo que parece una extensión de la racionalidad tecnológica en el nivel del espíritu, en procura de describir y buscar anomalías y dicotomías en el funcionamiento social. Han reproducido la objetividad en el plano de la subjetividad. Y todo se lo lleva la política.

Por tanto, es necesaria una teoría que procure el modo de desatar este nudo de la sociedad contemporánea. Una teoría que al menos empiece por revelar cómo se produce el conocimiento, el gran productor de mentalidad de los pueblos, instituciones, empresas proveedoras de cultura general. Las que hasta ahora vienen haciéndose conocer van encaminadas en este sentido y no tardarán en dar una mano al estado actual de la civilización. Pero no con más de lo mismo, con más innovaciones para satisfacer necesidades inmediatas sino, enjundiosamente, contribuir en satisfacer las superiores.

* Las expresiones “imagen manifiesta” e “imagen científica” fueron tomadas de Wilfrid Sellars, Ciencia, percepción y realidad, 1971, Madrid, Tecnos. El libro de Clifford Geertz citado es La interpretación de las culturas, Barcelona, 2003, Gedisa, edición original de 1973.

 

5 LA VERDAD COMO DESPRENDIMIENTO


La contingencia y la adversidad son fundamentales para la vida. Se interponen a la actividad por la que el individuo modifica el entorno y el entorno lo modifica a él. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida.

Del trato con el entorno resultan ciertas contingencias decisivas para la vida del individuo humano. Son las que, como resultado de ese trato, lo modifican a él y modifican el mismo entorno. También, las que modifican sólo a una de las partes, sin que la otra se vea afectada, y las que tienden a modificarlas sin lograrlo. En este juego de contingencias y de posibles modificaciones se concentra lo más importante para la vida de muchos humanos, si bien no de todos. De la modificación del individuo y del entorno surge una certeza en cuanto a cómo son y a cómo se comportan el individuo y el entorno, y también en cuanto a lo que se puede y no se puede hacer para que el segundo responda como espera el primero.

Las modificaciones provechosas para la vida indican la dirección que es conveniente seguir en favor de la supervivencia. El imperativo de la supervivencia, es preciso subrayarlo, aunque habitualmente se relaciona con el alimento, el abrigo, la salud, la seguridad, etcétera, permanece en toda circunstancia de vida aun cuando las necesidades primarias están satisfechas. La sociedad actual, en la que se supone que todo o casi todo está cubierto para asegurarlas, funciona como un entorno que no se diferencia demasiado con el de los primitivos cazadores y recolectores. En ambos tipos de sociedad, con sus características propias y diferencias sustanciales, se dan por igual las compulsiones por asegurar la permanencia en el individuo, el grupo o la familia y la colectividad. Cada paso dado por el individuo en su vida diaria es en el fondo un paso dado en el sentido de la supervivencia. Hoy lo es el trabajo o el empleo, realizar una tarea doméstica o ir de compras.

 

UNA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN


Abocado el individuo al quehacer de asegurarse la supervivencia, cada uno de sus pasos es una “comprobación experimental” de acierto o de error, es decir, de lo que resulta en pro o en contra de la actividad y la creatividad (de la actividad cultural), en favor o en contra de lo que asegura la prosecución de la vida y su subsistencia. La permanente actividad del individuo en procurársela se acompaña, sin que a veces lo advierta, de la actividad de evitar lo innecesario. Proporcionarse lo que hace falta se complementa invisiblemente con expurgar lo que no reditúa a favor de la vida en general, de la propia y, en el mejor de los casos, de la ajena. Supervivencia, en el sentido lato, se transforma en “ganarse la vida”, en el sentido específico correspondiente a la sociedad actual (“parar la olla”, “ganarse el puchero”, etcétera).

Procurar lo imprescindible y, en paralelo renunciar a lo prescindible, es la combinación que resume la forma de sobrevivir en la sociedad contemporánea. Ganarse la vida dirige el movimiento fundamental en pro de lo que permite acomodar la existencia propia en la vida diaria y en el mundo compartido. ¿Qué resulta de obtener o de no obtener lo imprescindible, es decir, de ganar o perder? Desprendiéndose hasta donde sea posible del sentido puramente económico de estos vocablos, resulta lo que se recibe como devolución de la actividad personal y concreta en el mundo. Atendiendo especialmente el sentido social, individual, familiar, de amistad, de trabajo, de relacionamiento por las razones que sean, tenemos que, de ganar o perder, resulta una primera noción de verdad, una idea de qué es, de cómo funciona y ante qué reacciona y hasta dónde lo hace el entorno y también la actividad personal. Una idea de verdad irreductiblemente perentoria, circunstancial y provisional, que puede extenderse y aplicarse en varias direcciones de pensamiento y que, a grandes rasgos, es la confirmación de la inicial proyección de los actos ante circunstancias dadas.

Entre tales circunstancias hay una que influye de manera decisiva en la formación de la idea de verdad o aproximación al conocimiento del entorno, que lo es también del sí mismo y de la clase de relaciones entre el modificador y lo modificado. Se trata de la situación en que el entorno se presenta adverso, se descompone en mil formas de obstaculizar el ganarse la vida y suspende o neutraliza todas las proyecciones encaminadas a determinarse y a posicionarse con satisfacción. Del grado de dificultad a superar depende la clase de jerarquía atribuible a la respuesta correspondiente, el grado de importancia que pueda otorgársele. Como producto de la dirección impuesta a la actividad de vida, y de su eficiencia comprobada en la praxis, surge sin intermediarios especulativos la constelación de aquello en que se puede confiar. Y es la confianza la que obra como verdad del mundo por corresponderse con la réplica del entorno a las respuestas del sí mismo.

Esta verdad se antepone ante toda otra noción al respecto, porque, en lo subjetivo nada puede ir más allá de lo que la vida en realización activa proyecta sobre ella. Este es el problema inveterado con el que se enfrenta la educación: la de una realidad concreta y consolidada, sin que fuera buscada, que debe encaminarse y desarrollarse ante la constelación brindada por la ciencia y el pensamiento teóricamente organizado. No basta con introducir información en la niñez porque, sea como fuere, el individuo obtendrá lo primordial de su vida particular, soberana, común y experiencial, filtrada por sus obligaciones, circunstancias, condiciones materiales y espirituales. La educación que se encarga de la edad adolescente y de la primera juventud, debe enfrentar la enciclopedia de la razón primigenia, consagrada por el simple haber vivido.

 

ESQUEMA DE UNA FILOSOFÍA AL DÍA


Lo adverso o calidad de oposición e impedimento, de la contrariedad y lo desfavorable, es una de las condiciones que el entorno impone a la vida. “Se aplica a lo que causa daño moral o va contra lo que se desea o se intenta” (Diccionario de M. Moliner). Adversidad y vida suelen aparecer juntas y hasta se atraen, aunque sus direcciones sean opuestas. Se disputan la permanencia y el cambio, lo modificable e inmodificable, lo imposible y lo posible. Y de esa disputa surge el impulso que da origen a la cultura, el conocimiento, las invenciones. De la naturaleza no conciliatoria de lo opuesto nace el impulso de conformidad y el ingenio para transformarla en una forma de vida (aunque quizá no haya otras). Por sí sola la adversidad reviste el mayor misterio, justamente, por enfrentarse a la vida, que es la revelación primera y sin la que no aparecería ninguna otra en el horizonte.

Es un misterio que la vida conlleve lo adverso y que lo multiplique y expanda, pero, como fenómeno, es más misteriosa que la adversidad. Aunque como concepto sea el mayor misterio, vivir no lo es, al menos no representa el mismo misterio. Hasta que aparece la adversidad. Para entonces, la vida se asemeja a un cómplice de la adversidad, como la que en verdad pone el obstáculo que enardece, angustia y puede paralizar. Pues el entorno no tiene obstáculos y es como es. Es la vida la que eventualmente carece de lo necesario para que el entorno no se interponga en el curso de sus propósitos. Así, el misterio de la vida es lo originariamente adverso, lo que sin resolver genera la adversidad. Por lo que se quiere revelar todo misterio y aniquilar la adversidad, los dos grandes objetivos vitales.

Y tras estos dos objetivos vitales anda la filosofía. Pero, ¿quién la muestra en sus procedimientos y fines? No es un tema para quienes se interesen en ella, porque para los interesados la filosofía es definida por los filósofos. De lo contrario, ¿por cuál filosofía se interesarían? Quizá son los habitantes del aparentemente mal organizado mundo del pensamiento común quienes desbrozan los terrenos enmalezados que vuelven difícil la marcha. Y, ¿cómo lo hacen? Porque desde antiguo se sabe que no todos lo pueden, que ese quehacer no es para todos y, todavía, que es cosa de locos. Además, ¿para qué lo harían? ¿Para explicar el entorno y el sí mismo? ¿Para explicar las relaciones que los unen?

Tal vez los seres humanos buscan una explicación de la misma búsqueda a que se ven inducidos no se sabe por qué, el impulso que los arroja al vacío de la interrogación. Y eso sería todo. Y en parte lo es. Sin embargo, no respondería a un propósito definido sino a cierta inercia de la compulsión por la supervivencia. A medida que superan obstáculos y confirman maneras de lograrlo, hasta sin querer trazan un dibujo del mundo y sueltan una chispa que lo ilumina en algunas de sus zonas más oscuras. Habría la sucesión de unas pocas delineaciones definitorias que sugerirían el contorno total, y una serie de imprimaciones que permitirían comprender cómo se imbrica el sí mismo en el entorno. Esa sería la filosofía y esos los filósofos.

Su expresión no resultaría del trabajo o la cultura sino, más bien, del calor que se desprende, disemina y se pierde en el curso del simple vivir. Una energía inaplicada y preventiva, la irradiación cuya traza indicaría lo que responde al desgaste, a la esforzada tracción de las respuestas enfrontadas a los problemas y que se inmiscuyen en el mundo desajustado y a resolver. Sería la razón por la cual, habilitadas tales demarcaciones o fronteras, y encendidos los fanales que chisporrotean y que las iluminan, permiten vislumbrar por dónde están, para agregarles el color que las alienten como convicciones, creencias, supuestos, leyendas. Con esa síntesis de respuestas y en ese medio mundo de problemas en extinción nacería la verdad, la confianza en lo que resulta servicialmente a favor o la ganancia de vida.

De la adversidad y del misterio no puede surgir nada para la vida; la adversidad está en contra y el misterio carece de dádivas. Sin embargo, de la oposición a la adversidad y del empeño por descifrar el misterio se desprenden modificaciones (algunas, al menos) que, al fin y al cabo, comprueban la existencia del mundo, al menos del mundo modificado en cuya realidad es posible confiar, al menos en parte. Porque, ¿cómo no confiar en lo que se ha transformado como efecto de la propia mediación y oficiosidad? Sería no confiar en sí mismo. Y confiar en lo perteneciente al mundo en términos de realidad equivale a establecer una verdad para sí. No porque la realidad tenga que coincidir con las ideas y representaciones, de acuerdo a la teoría clásica del conocimiento, sino porque la adversidad superada o desentrañada del misterio traza una trayectoria posible para la creencia. Gracias a ese trazado en perspectiva se vuelve posible discernir y seguir ‒o perseguir‒ con confianza una versión de vida, forma o estilo de vida. Por extensión, además, se dibuja lo que comúnmente se llama “mundo conocido”, que se podría renombrar como “mundo en cuya realidad desentrañada y resuelta se puede confiar”.

 

Y DE LA SOMBRA SALTA LA LUZ


Se podría decir que la realidad del mundo responde a las intervenciones del individuo humano en su entorno y que, en consecuencia, él puede dar como verdadera, porque no le es posible considerar falsa o ilusoria la propia relación que le corresponde. Por lo menos, y en tanto sus respuestas ante los problemas resultan favorables (o desfavorables), puede confiar en aquel mundo que ha devuelto lo que presumieron sus respuestas, y de esta manera figurarse la realidad o la verdad. Así, le es posible reafirmar la sospecha de la realidad de sí mismo y de la verdad que pueda haber en ella. Todo a expensas de considerar su principal sospecha, a saber, la de que todo lo que piensa y hace se debe a su necesidad de ganarse la vida, sobrevivir y permanecer hasta dónde y cuándo le sea posible.

Lo que se supone que hay que aclarar, que requiere explicación y desentrañamiento y nunca se agota, solo en lo que representa sin resolver o desentrañar, es lo que muestra cómo es el entorno y la vida juntos, y cómo puede ser el mundo. Se ha querido que ese mostrar cómo sea conocimiento humano, no fantasía ni ensoñación, por lo que debe estar puesto en términos inteligibles, racionales, comprobables, etcétera. La adversidad es la responsable de que nunca se haya podido lograr del todo ese designio. El mundo al cual se atribuye la adversidad, que enfrenta día a día todo aquel que quiera modificarlo apenas en un detalle, no existe sino ante la actividad del obstinado e inveterado gran modificador humano. Su actividad es la que desencadena la realidad al contrastar con lo adverso, por lo que la realidad desconocida y afanosamente buscada es la que él mismo desencadena.

Siempre se habla de la realidad que tiene que ver con los actos de las personas y con la actividad de las colectividades; porque ¿dónde está la otra? El descubrimiento de América es uno de los hechos mayores que ha servido para señalar un gran giro en la historia del saber occidental de los últimos siglos. Ilustra acerca de la evidencia de la mente humana como conquistadora, casi más que como descubridora. En tanto avanza en su saber, conquista o va conquistando, incluyendo en su propia condición modificadora, el mundo que le llega por la información sensible.

Arnold J. Toynbee es uno de los historiadores que se ha referido a la unificación del mundo: “Esta unificación, preparada por la expansividad de otras civilizaciones, resultó completada al fin en la época moderna, precisamente por la acción de Occidente [se refiere al] dramático y revolucionario efecto de la hazaña de los marinos del Renacimiento que [en palabras de Toynbee] ‘Produjo nada menos que una completa transformación del mapa del mundo; no, por cierto, del mapa físico, sino del cubrimiento humano de esa porción de la superficie del planeta que es transitable y habitable por el hombre y que los griegos acostumbraban llamar la ecumene’” (Arturo Ardao, “Crisis de la idea de historia como geo-historia”, en Espacio e inteligencia, 1993, Montevideo, FCU/Marcha, p. 99).

No siempre una interferencia en un rayo de luz provoca sombra. A veces es al revés, cuando una interferencia en la sombra provoca la iluminación llamada realidad, verdad del mundo o mundo conocido. Solo el transformador humano, el gran interceptor, es quien logra esa luz al proceder con la inversión de lo esperable. La lógica, que es la mayor de las invenciones en el horizonte de los esperable, contrasta entonces con la facultad de escapar de lo esperable para establecer un nuevo territorio y el correspondiente dominio en toda su extensión.


6 UN ROBOT NO PUEDE DECIR “TAL VEZ”

Hasta ahora un robot no puede decir: “a veces camino por la rambla”, y solo dice: “el viernes 5 de marzo del año 2021 caminé por la rambla” o “tal día y tal otro de tal mes y tal año caminé por la rambla” o cosas por el estilo. Es el ser humano quien puede decir “a veces paseo por la rambla” o “he caminado algunas veces por la rambla”, y “tal vez mañana camine por la rambla”. En este último caso, el robot diría: “estoy programado para caminar por la rambla dentro de tantas horas y minutos” o “de acuerdo a la información que me suministren los sensores, tendré mucha, media o poca probabilidad de caminar por la rambla”, y quizá no será capaz de decir “tendré”.

Porque tiene una magnífica memoria, pero, hasta donde sabemos, no tiene experiencia, historia ni conciencia vécica; no es vécicamente real. Dispone de un formidable disco duro que registra todos los hechos, impresiones, sonidos, imágenes, de una manera cientos de veces más poderosa que la del cerebro, y puede combinarlos en millones de veces diferentes y en tiempos increíblemente breves. Pero no dispone de la capacidad por la que podría incorporar a partir de la experiencia personal, vivencial e histórica, selectiva e integradora, las habilidades imprescindibles para enfrentar la adversidad prescindiendo del acervo de información espaciotemporal o recursos mnemotécnicos.

Que algunos robots aprendan solos y mejoren sus performances en determinadas tareas se debe a que en sus memorias previamente se ha acumulado una larga serie de operaciones copiadas de las humanas. Por simple y multitudinaria yuxtaposición el robot las contrasta en tiempos mínimos para seleccionar la o las que coincidan con los objetivos, también copiados. No pueden crear sus estrategias sino por acumulación y descarte, método de que disponen en lugar del ensayo y error humano. Y la astucia necesaria o el pálpito que siempre participa en la resolución de problemas para ellos sólo pueden generarse a partir de la estadística. Pero, la lógica de la estadística es demasiado imprecisa para resolver los problemas que enfrenta el humano.

El cerebro puede manejarse a partir de lo indeterminado, de lo que a través del tiempo selecciona como provechoso para disponer, controlar y dirigir la mente y el cuerpo. Se remite a la historia vécica, su memoria encarnada, es decir, al sistema actual (de tiempo presente) de habilidades y posibilidades prácticas que no dependen de la memoria. Por cierto, lo indeterminado de la experiencia surge de lo determinado, como surge el recuerdo de mediano o de largo plazo, en tanto vive cada espacio e instante de vida. Pero, de esos espacios e instantes, de cada uno de los actos y actitudes, de cada intención, afán, voluntad, así como de cada una de sus posibles derivaciones, buenas o malas, exitosas o fracasadas, crea, desarrolla y facilita la aplicación de una autonomía subjetiva, nacida de la experiencia, como la objetiva. Eso no puede hacerlo la conciencia fundándose solo en la memoria.

La mente modifica determinadas situaciones que exigen resolución en su historia de vida. Las convierte en pautas que se incorporan al sistema de recursos de la inteligencia de cualquier persona. Estas pautas, quizá conjuntamente con el aporte de la memoria, intervienen en circunstancias diversas en las que concuerdan como especies de técnicas comprobadas en acciones correlativas y que se desempeñan recursivamente. No se repite la misma operación, como en una inferencia retroductiva, y solo surge de la experiencia una nube de probabilidades. Así, la mente se vale en la zona más densa de esa nube, la que se aplica con mayor probabilidad de éxito frente a un problema. Es la confirmación más clara de la plasticidad del cerebro, de la multifuncional, dinámica y versátil actividad neuronal.

El sistema nervioso central se permite producir, fabricar y distribuir en todo el organismo los “mecanismos” de imaginación, pensamiento, voluntad y conducta a partir de un estímulo adverso, de un problema decisivo para la supervivencia. La inteligencia resulta lo suficientemente poderosa como para no desgastarse y perseverar ante lo ya conocido, aquello para lo que tiene respuestas en caudal de posibilidades y alternativas. El robot trabaja siempre a partir de lo ya conocido. La mente trabaja cuando se enfrenta a lo desconocido, ajeno a los recaudos de la memoria. Esto es imposible para la “máquina”, hasta ahora y por lo que sabemos, aunque se ha sostenido que la actividad de la mente pude ser replicada por una “prótesis electrónica de silicón”, de la cual surgiría conciencia. Pero resulta así porque esa herramienta se le ha incorporado previamente, lo que supone un círculo limitado de posibilidades.


7 LA ILUSIÓN DEL TIEMPO

En un ejercicio mental, depurado por la experiencia, supongo que todas las mañanas voy a esperar el bus en la parada correspondiente para ir al trabajo. Está en la intersección de las calles A y B. Después de un tiempo cambio de domicilio en la misma ciudad, por lo que entonces espero el bus en otra parada, la que está en la intersección de las calles C y D. La parada AB deja de estar presente para mí, porque estoy lejos de mi anterior domicilio y en otro barrio, y para mí ahora solo es pasado.

AB sigue estando en su realidad de siempre, y lo sé. Pero para mí ya no existe, está en otra dimensión. Si bien puedo ir hasta allí, simular que espero el bus en AB, en esa esquina ya no hay realidad para mí sino solo recuerdo, tiempo pasado. Sé también que el presente está en CD, al menos el presente para mí, y que CD estaba allí, en donde ahora espero el bus, cuando lo esperaba en AB. Tengo plena conciencia de las tres realidades, pero no puedo ubicarlas en una misma dimensión temporal. Ahora mismo, esperando en CD también soy consciente de que hay otras esquinas, otras paradas de bus que bien podrían formar parte de mi futuro para el caso de un nuevo cambio de domicilio, aunque no tenga la intención ni sepa en qué otra esquina iría yo a esperar el bus.

Procedo a ordenar estos saberes de modo tal que no me produzcan un mareo, por lo que dispongo AB en el pasado y CD en el presente. Imagino un EF que podría ser un destino para mí, es decir, una esquina eventual para esperar el bus en el futuro. Sé perfectamente que EF, cualquiera sea, está allí y ahora, pero no para mí, por lo que no es parte alguna de mi realidad inmediata. Solo existe CD, y me basta con ello; lo demás es algo que ha pasado o algo aún no llegado. Lo real está en CD, y no puedo decir que esté en AB o en EF.

Lo que ha pasado y lo que no ha llegado, ¿qué es? ¿Es tiempo? Lo llamo así, pero, en mi realidad es solo aquello que ha cambiado o aquello que no ha cambiado. Yo he sido quien ha cambiado de domicilio y que, como consecuencia, he cambiado en importantes aspectos de mi realidad inmediata. La ciudad, las paradas de bus, las esquinas, los barrios no han cambiado, o solo han cambiado en aspectos no relacionados con mi espera en CD. El bus puede haber cambiado, pero no porque yo haya hecho algo. Las calles, las esquinas, los barrios pueden haber cambiado, mucho o poco, pero lo que ha cambiado como resultado de mi comparecencia en el mundo es algo bien concreto: el domicilio y la esquina en la que espero el bus.

Finalmente, supongo que la ciudad es el mismo cosmos, el universo entero. En tal caso, yo ya no cuento y por tanto ya no hay una conciencia que separa los cambios creando dimensiones temporales. En el universo todo está allí, perceptible o no, y lo cambios no son cambios en el tiempo sino cambios en sí mismos, en una misma realidad dinámica y evolutiva. El estado original de una gran estrella, su luz que viaja en el espacio, el estallido que marca su muerte estelar y la relación de esos fenómenos con cualquier observador humano, está todo en una misma dimensión que llamamos dimensión espacial. ¿Existe esta dimensión espacial? La cuestión queda fuera del presente experimento mental.

 

8 EN RELACIÓN A LOS SENTIMIENTOS ESTÉTICOS

(Texto tomado de La humanización del tiempo, Montevideo, 2015, Cal y Canto, pp. 290 y ss.)

 

El tiempo vécico no está formado de momentos ni de lugares en que hayamos estado por momentos o períodos cortos o prolongados. Hay veces y sólo algunas de ellas componen una realidad que llamamos tiempo. No interesa que hayamos estado en tal lugar hace tantos años o que hayamos vuelto una vez o diez veces a ese lugar. La experiencia que hemos recogido de ese hecho no se sintetiza espaciotemporalmente. Interesa a nuestra conciencia sólo que alguna vez hayamos estado allí, ayer u hoy, y le interesa que el saber de qué dispone al respecto se consagra a partir de una referencia indeterminada e innominada que solemos nombrar con la palabra vez, no a partir del recuento, de la memoria cronológica o de la narración. Es así, pues, que no interesa el pasado, puesto que todo lo pasado se constituye en nosotros completamente hoy, a pesar de que no nos damos cuenta debido a que se trata de un fenómeno que no se corresponde con los sentidos del cuerpo.

Así como se puede deducir el saber común a partir de esta evidencia, se puede también deducir la verdadera naturaleza de los sentimientos estéticos. Empiezan a revelarse como una orientación dirigida desde un interior gobernado por la experiencia innominada hacia un objeto sensible, con o sin nombre, figurativo o no, plástico, sonoro o como fuera. Por tratarse de un proceso de evolución desde lo no elaborado, masivo y elemental hacia lo elaborado y alambicado, incluye algo fundamental al sentimiento estético: un afán de superación o elevación, un impulso a sobresalir por encima del horizonte sensible

Esta superación resulta algo semejante a lo que Benedetto Croce llamaba “intuición”; una superación no exactamente cognitiva sino representativa o expresiva, que se manifiesta en el ser humano de parecida manera a como se manifiesta el afán de saber. No posee interés práctico, no se formula ningún porqué ni para qué, y su esencia es en principio ajena a todo interés relacionado a lo empírico.

El arte capta el proceso no teleológico de lo vécico, la serie que no tiene final en un momento dado o en un lugar determinado. Si bien el saber siempre quiere algo, el arte sólo quiere y da por terminada la serie cuando encuentra la expresión que refrende los sentimientos experimentados. No es el árbol, exactamente, aquello que el pintor ha intuido, expresado o representado, sino un estado mental. Lo mismo se puede decir de la obra de un músico o de un poeta. Ahora bien, la palabra “estado” nos remite directamente a la “situación”, a una manera de “estar” de algo. 

Por tratarse de un modo de estar mental, en este caso, el artista apela a una relación experiencial con aquello que elabora no en el sentido del mundo sino en el sentido de su relación con el mundo, a través de su vida o de su historia personal. La obra, pues, viene de un especial trato del interior subjetivo con los elementos que pueden vincularse a ella, un motivo, un paisaje, una forma real o imaginada, un símbolo, aire popular, canon de la tradición o lo que sea. No es el árbol ni la melodía ni el tema ni el argumento sino aquello que ha ocurrido con ellos, con sus funciones en el espíritu del creador, lo que se sintetiza en el arte.

Se descubre un tránsito que lleva del fenómeno al concepto. Pero no intervienen en lo estético estos dos polos que son característicos del fenómeno del conocimiento o del saber a qué atenerse, sino la dimensión comprendida entre ellos, una “dimensión” o “distancia” vécica no relacionada con lo temporal y espacial. Es inaccesible a los sentidos y obra como puente entre el sentir de los sentidos y el sentir del espíritu, si se acepta decir así. Un puente como el que asociaba Eugène Delacroix  entre el artista y el espectador, un puente que une estadios o estados mentales diferentes (pero que se unen). Aquello que se deja sentir, entonces, cuando no es intelectual ni sensible, pertenece al dominio de los sentimientos estéticos. Pero no se trata, como es común decir, de nada sobrehumano o divino, ni tampoco de algo interior subjetivo, inexpresable e inasible, sino de algo bien arraigado en la objetividad primaria de la experiencia histórica. Es diferente en su manifestación y en su manera de llegar a la conciencia, nada más, como lo es el sentir que estamos vivos o que envejecemos o respiramos. El sentir estético está incorporado a nuestro común sentir como lo está el movimiento, el caminar, el mirar.

Es así, y conviene reiterarlo una vez más, que en este caso el sentir no se corresponde con los sentidos llamados del cuerpo más que en su remoto origen en la experiencia, y que su correspondencia con la conciencia actual radica sólo en aquello que nosotros hemos hecho con las situaciones, fenómenos, vivencias y circunstancias de vida. Los fenómenos que hemos desencadenado en medio de la corriente o fluir de todos los fenómenos es aquello que se corresponde específicamente con el arte. Es el tiempo que se corresponde con el arte, el fenómeno reformado. La serie de hechos cronológicamente anterior a toda vivencia, a toda asimilación y a toda elaboración de nuestra parte, representa en nosotros la realidad física que reformamos, la contrarreforma de la naturaleza que siguiendo los pasos de la evolución termina en la inteligencia y la sensibilidad estética. Esta reforma implica hacer nuestro el estado de cosas y constituir el estado mental. Así aparece el fenómeno estético, apenas diferenciado del fenómeno del que se ocupa la ciencia y la filosofía.

Los momentos y los lugares son simples bases sobre las cuales constituimos la naturaleza nuestra, aunque nos mantengamos siempre sujetos a las leyes de la naturaleza natural. El sentimiento, por lo tanto, es un barro cocido en un interior experimentado evolutivamente, sometido al propósito de darse una forma y realizarse por sí mismo, en el escape original de la experiencia. Es, pues, una experiencia de segundo grado. 

Además, y al revés del saber a qué atenerse y del conocimiento, el sentimiento estético no tiene un cometido; no se manifiesta en la sospecha o en la creencia. Por el contrario, carece de voluntad, como pensaba Schopenhauer, y de intencionalidad. Da el fenómeno como dado. La estética es la ciencia de lo dado, en lo que no influye la intencionalidad humana, y es también una técnica sin finalidad práctica. Sin embargo, el sentimiento estético contiene un ingrediente motivacional que tiende a satisfacer una necesidad subjetiva y particular, con una historia diferente en cada individuo. 

La experiencia de segundo grado del sentimiento estético no se somete a las leyes de la naturaleza natural, dentro de los límites de ésta, entre los cuales se manifiesta por un fenómeno natural como los demás. No se encierra en el concepto o, en todo caso, genera conceptos ficticios, artificiales, culturales, que forman parte de la obra de arte. Su fundamental característica consiste en la remisión a un contenido consabido, sin determinación ni formulación intelectual o racional pero completamente familiar y reconocible. El arte, cuando es auténtico, enseguida se hace nuestro y mueve una sensibilidad que es común a la mayoría de los seres humanos o, en sus especializaciones, común a quienes participan de una misma cultura y de una misma tradición. 

Se puede afirmar que desde la época de Nicolás Boileau, en el siglo XVII, la estética ha intentado responder una fundamental pregunta: qué es lo bello. Él respondía que era lo verdadero, aunque muchos han criticado esta respuesta y otros de sus conceptos y valoraciones que se conservan en El arte poético de 1674. Después de Boileau todas las teorías hasta nuestros días se han desarrollado siguiendo algún plan de orden lógico, psicológico, científico o filosófico, acercándose la estética cada vez más a puntos de vista sociológicos. La estética que no quedó comprendida en los marcos de estas disciplinas, incluida la metafísica romántica del siglo XIX, que fue la última metafísica sistemática, fue tildada de idealista. 

Pero, como sólo Benedetto Croce supo apreciar, “la idealidad (…) es la virtud última del arte”. Sólo que esta idealidad o idea era una noción abstracta que surgía al contraponerse al enunciado observacional, al concepto, al juicio y al número. No se sabía exactamente qué era, aunque se sabía perfectamente cómo experimentarla, sentirla y también incorporarla e la vida práctica tanto como a la teoría. El siglo XIX es la época en la cual la idealidad alcanza su mayor calificación y prestigio, que pierde inmediatamente, incluso a finales del mismo siglo. 

Tenía razón el polémico Boileau: el arte es lo verdadero. Hoy nadie con un grado mínimo de cordura negaría esta afirmación, aunque resulte insuficiente enunciada así como está. Lo verdadero no le puede faltar al sentimiento estético, pero lo verdadero es algo que, por pertenecer al dominio de la idealidad, es difícil de definir, si no imposible. De todos modos, lo verdadero es algo que está ahí, que todo el mundo busca o reclama, inasible pero esperanzador, garantía de todos los sentimientos y de todos los saberes. Y si está en nosotros, nuestra idealidad, no está en fantasmas ni en entelequias, por lo cual debe tratarse de algo al menos un poco más definido que la nada. 

Se presenta el mismo problema que se presenta a la filosofía, ¿qué es lo verdadero?, y a la ciencia, ¿qué es verdadero? El arte y su principal noción, lo bello, lleva en sus entrañas el mismo problema o el mismo misterio. Así, pues, se vuelven a juntar en el arte lo bello, lo verdadero y el ideal. Porque no se puede concebir el arte encerrado en lo feo, lo falso y lo material. Hoy día, después de que el arte en todas sus manifestaciones se ha escapado de mil maneras de los preceptos clásicos que nos vienen de las culturas más antiguas, después de haberse liberado mil veces y de haber transgredido todas las normas, métodos, recursos, criterios, ideologías, gustos y costumbres, ¿acaso se ha despojado de su búsqueda de siempre, la búsqueda de lo bello, lo verdadero y lo ideal? Sea lo que fuere aquello que se entienda por bello, verdadero e ideal, los artistas han permanecido en la misma búsqueda de siempre. 

Concluimos, pues, en que estas tres categorías siguen vigentes en el arte, aunque el arte de hoy sea irreconocible respecto al viejo. Cada quien entenderá lo que desee por ellas, pero ninguno las calificará de feo, falso o material. Quien proclama lo feo, y hay quien lo hace, lo feo es según su criterio una de las tres cualidades que tradicionalmente hemos llamado “lo bello”, lo que buscamos para satisfacernos, sentirnos profundos o sublimes, para ser felices, o para lo que sea entre todo lo que los filósofos del arte y los estéticos han dicho que es lo bello. El problema se prefigura en cada uno, en su cultura, formación, gusto, medio social, educación, etcétera. Pero las tres categorías permanecerán agazapadas acechando al creador, al receptor, al sintiente. Porque están “dentro” y se han formado por algo, se han dibujado en su persona por razones de vida, de experiencias, de planes o azares, de ideas idas y venidas, de impactos o roces, puesto que no hay experiencia humana que no las arrastre indefectiblemente. Lo bello hubo de ser buscado, seguramente, como la verdad, constituyendo una aspiración, un principio, un ideal. De manera que, así como no se puede transferir la experiencia individual, tampoco se puede transferir el sentimiento estético en individualidades con historias diferentes.  Lo compartido entre culturas, por otra parte, la comprensión, la valoración y admiración que un arte anterior puede avivar en otro posterior, sólo puede promoverse a través de un estudio crítico, de una apreciación histórica y desinteresada, sensible ante la riqueza del arte y de las infinitas manifestaciones diferentes de la cultura humana.

Hemos dicho que la estética es la ciencia de lo dado. Ahora, ayudados por Kant, daremos el paso que nos conduce de la idea de lo dado a la de “lo puesto”. Esto es lo que el entendimiento pone sobre lo dado. Pero no es posible considerar todo lo puesto sino que, ayudándonos ahora por Zubiri, daremos otro paso que nos facilitará la marcha y nos permitirá terminarla. No todo lo puesto nos da lo verdadero y aun lo que consideramos real, sino sólo algunas “notas” que nos dan la esencia de las cosas , es decir, lo constitutivo. El arte muestra lo constitutivo, no otra cosa. No muestra lo constituido, la cosa, la idea, el sentimiento. Sólo deja intuir cómo se constituye la cosa. Tampoco muestra una forma de constituirse o un mecanismo, proceso o desarrollo; sólo deja que sintamos o sepamos, sólo deja el sentir o el saber que se constituye. Este es el plan del arte, que todo lo hace indirectamente, sin llamarlo por su nombre, sin indicarlo siquiera deícticamente, sin codificarlo ni disfrazarlo. No se sirve nada más que de una especie sutil de sugerencia.

 

REFERENCIAS:

CROCE, Benedetto (1947). Breviario de estética, Buenos Aires, Astral.

DELACROIX, Eugene (1998). El puente de la visión, Madrid, Tecnos.

KANT, Immanuel (1978). Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara.

ZUBIRI, Xavier (1998). Sobre la esencia, Madrid, Alianza.



10 SOBRE EL CONOCIMIENTO RUTINARIO

 En su Arquitectura del cielo Emanuel Swedenborg (1688-1772) afirma que “los ángeles no saben qué es el tiempo” y que “en el Cielo no existen los años, los días y los meses, sino ‘cambios de estado’. Allí donde existen años y días –agrega–, reina el concepto de tiempo; en cambio, donde existen los cambios de estado lo único que existe son ‘estados’” (Swedenborg, 2004, § 163). Para este teólogo, místico, filósofo y científico sueco “Es preciso que el hombre sepa que los pensamientos resultan de carácter más finito y restringido cuanto más dependen del espacio, del tiempo y de las cosas materiales, mientras que su carácter es menos finito y limitado cuanto más se liberan de estos conceptos, puesto que entonces lo mental se eleva por encima de las cosas mundanas y corpóreas.” (ib., § 169,)

“Algunos piensan que solo la materia constituye al hombre, cuando en realidad es lo más superficial en él […] El cuerpo no hace nada por sí mismo, actúa mediante la voluntad. El intelecto y la voluntad actúan, no el cuerpo. De acuerdo con estas facultades, el hombre es espiritual.” (ib., § 60) “Si se les dice [a los hombres] que en el Cielo no existe el concepto de espacio, de la misma manera que en este mundo, ellos no entenderían, ya que quien piensa limitado por la naturaleza de este mundo no puede imaginar cosas diferentes de aquellas que tiene ante sus propios ojos. ¡Pero de qué manera se equivocan aquellos que piensan de este modo al referirse al Cielo! El Cielo no está determinado ni limitado y, por esta razón, no resulta mensurable. En consecuencia, no es comparable en modo alguno a las cosas terrenales.” (ib., § 85)

Si se hace exclusión de los ángeles, y del Cielo, como han sido descritos por este hombre, es posible que ninguno de los filósofos más importantes de su época, algo más viejos o algo más jóvenes (Descartes, Leibniz, Kant), hubieran podido expresarse en total desacuerdo con estas afirmaciones. Ellos fueron quienes, se podría decir, fundaron los estudios modernos acerca de esas dos grandes dimensiones de la naturaleza humana, la interior y la exterior, la mente y el cuerpo. Llámese alma o cerebro, Cielo o espacio cósmico, medios objetivos o subjetivos capaces de desentrañar los misterios que encierran esas dimensiones, unos de una manera y otros de otra, se refirieren a lo interno que capta lo externo, a lo externo que modifica lo interno y a cómo una u otra de estas dimensiones condiciona a la otra.

Swedenborg también afirma: “Todas las cosas que corresponden a la interioridad la representan [a la realidad terrenal], y por este motivo se definen como ‘imágenes’ o ‘representaciones’. Cuando varía conforme al estado de la interioridad de los ángeles, se denomina ‘apariencia’.” (ib., § 175) Aun hoy, después de tanta evolución de la ciencia y la filosofía, no podría menos que prestársele a estas reflexiones, imbuidas tanto de ciencia como de misticismo, la atención que merecen. Porque, si se practican ciertas sustituciones de nombres y conceptos, actualmente no se estaría en condiciones de ir mucho más allá de lo que ellas significan.

En cuanto se incurre en el campo de lo psicológico y espiritual, de la actividad de la mente y de los sentimientos, aun de las conductas, sea en el campo de la ética, de la estética o de los valores, aun en el de las formas del conocimiento, se topa con el problema del espacio y del tiempo, asunto determinante en la concepción de Swedenborg, y también de Kant. “Todos los traslados en el mundo espiritual ocurren mediante los cambios de estado interior, por lo que cabe deducir que los traslados son cambios de estado”, pues para los ángeles “no existen distancia ni espacio, solo estados y cambios de estado”. Con lo que, si entendemos por “traslados” la actividad que registra la vida mental, comprobamos que el místico ha compendiado de una pincelada el problema del conocimiento.

El estado interior de la espiritualidad que en los ángeles determina el conocimiento, también lo determina en los humanos. De lo que poco a poco, y ya fuera de toda teología o mística, la explicación de cada cosa, hecho, individuo, y que en el propósito somete lo particular a los dictámenes de un orden superior y universal, fuese Dios o la ciencia positiva, comienza a debilitarse, fundamentalmente en lo que de Dios y de la ciencia ya se había reflejado en el plano de las ciencias sociales y los estudios históricos. El plano gira hasta que su reverso muestra cómo lo superior es determinado por lo inferior o, más exactamente, como el plano de lo pequeño es el que, por sus cualidades originales e intrínsecas, dispone sobre el de lo grande. Surge la sospecha de que lo aparentemente simple es lo que, en cambio, explica lo aparentemente complejo.

Con ello no se llega a negar a Dios ni a la ciencia y solo se invita a revalorar lo que sin ninguna duda yace en lo más fermental e incluso aprovechable de la subjetividades incluso en la práctica. Por lo que empieza a asomar como difícil, pero no imposible de investigar, mediante las leyes, si las hay, del azar, de la indeterminación, de la probabilidad que se abroquela en toda iniciativa y en toda espera esperanzada, en el caos y en el desorden. Se retira la confianza en las rémoras del Iluminismo, también en las de sus mayores críticos, exploradores de los sentimientos y seguidores de nuevas y desconocidas rutas descubiertas por los románticos.  Y a la reacción que no tarda en manifestarse de parte de los realismos y experimentalismos del siglo XIX, también y finalmente abandonadas en función de los nuevos giros hacia lo impalpable y oscuro, aquello que no se sabe a qué destino conduce, y que es el rumbo para los expresionismos y surrealismos del siglo XX.

En el campo de las ciencias sociales se revierte el cientificismo y el positivismo (Le Bon, Durkheim, Spencer, el mismo Comte) por un orden inverso de interpretación que, inspirado en Leibniz y su monadología, se vuelve actual y mesuradamente atendible en Gabriel Tarde. Algunos pensadores advierten las limitaciones de los materialismos e historicismos a partir de una chispa que salta de la yesca de Dilthey y que enciende el fuego en teóricos como Croce o Collingwood.

Algunos científicos, Poincaré a la cabeza, reconocen el papel que juega la subjetividad en la ciencia. A mediados del siglo pasado ya era opinión generalizada acerca de la mutua influencia que se ejerce entre lo genético y la experiencia, el aporte de los genes y del entorno. Estas novedades contribuyen a aproximar los dos mundos que los racionalismos habían separado en búsqueda de una definición clara para el conocimiento objetivo. También, los fenómenos del azar y de la casualidad, que desafían las leyes de la naturaleza, dan lugar a que se estipulen leyes también para el caos y el desorden (Prigogine).

La lógica, cuyos rigurosos principios y teoremas se supone que están en la raíz de la racionalidad axiomática, se somete a un proceso de innovaciones por el cual se introducen valores intermedios entre la verdad y la falsedad y que da lugar a las llamadas lógicas divergentes, de gran importancia en la computación y la electrónica. Ello responde a una evidencia que se vuelve cada vez más incontrovertible: que en cantidad de fenómenos, especialmente en el mundo de lo infinitamente pequeño, los grandes principios de no contradicción, tercio excluso y de identidad, misteriosamente, dejan de cumplirse. Con lo que irremediablemente hay que aceptar, al menos provisoriamente, que una cosa puede ser y no ser a la vez, y que en aun en la realidad macroscópica nada es completamente falso y nada completamente verdadero.

Bertrand Russell, un pionero a este respecto, descubre que cantidad de veces las conclusiones y demostraciones en la ciencia son de una especie distinta a las de la lógica deductiva. Cuando las premisas de una inferencia son verdaderas (es decir, correcto el razonamiento), la conclusión es solo probable. Con lo que cobra gran auge la lógica de la probabilidad y, más todavía, el concepto de probabilidad como instrumento fecundo en el campo de la investigación científica. Estas novedades repercuten en las ciencias históricas y sociales. Estas ciencias necesitan el aval y el respaldo tanto de la lógica y de la matemática (especialmente de la estadística) como de la ciencia práctica y experimental. Con lo que logran afianzar una mediación razonable entre el conocimiento objetivo y el subjetivo.


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Paulatina y en parte inesperadamente se produce un cierto desvío de los intereses de filósofos, científicos, pensadores, psicólogos, sociólogos, antropólogos y etnólogos. Si bien venían cada vez más plegándose a los principios fundamentales de una ciencia que pugnaba por hacer valer lo inamovible e indiscutible (al menos en torno a los consensos que ganan reconocimiento como autoridad del momento), aquello de lo que corrientemente se avala con el expediente “ver para creer”, ahora se otorgaba cierto crédito a algunas cosas aun sin que se pudieran ver.

Se inicia una nueva época en la que alguna ciencia evaluada bajo los estigmas de obsolescencia, carencia de utilidad práctica, fundamentos susceptibles de subjetividad, empieza a reconsiderarse. Se debe a una formidable reformulación que de ninguna manera la debilita sino que, por el contrario, la fortalece, amplía en planos y en profundidad y, en fin, la humaniza. Se mantiene la inmensa bóveda de conocimientos sistemáticos, leyes, teorías, conceptos que, como cúpula del templo del saber gravita sobre los humanos, dirige las investigaciones y sirve de referencia en cada uno y en todos los problemas particulares e individuales, misterios y dudas, pero con complementos. Aun, su influjo centenario es el que gobierna al hombre en su enfrentamiento con la adversidad, pero se resiente debido a algunas grietas que aparecen en sus formidables pilares. En las bases de la razón hay algo que no se corresponde con la infinita variedad de manifestaciones naturales y culturales que se develan y que a menudo franquean inopinadamente sus fronteras.

La teoría de la relatividad pone en cuestión la teoría de la física clásica, incluido uno de los problemas más misteriosos: el del espacio y el tiempo. La física puede explicar con solvencia cómo es algo, sus cualidades y propiedades y, si bien puede rendir cuenta de qué tiene o no tiene, qué hace o no hace, cuál es su comportamiento, le es más difícil o imposible decir qué es. De una descripción exhaustiva la inteligencia espera siempre una esencia, es decir, que se le diga no solo en qué consiste sino abierta y directamente sobre algo qué es. Esto no es posible y hasta no se busca, de modo que la ciencia es siempre un gran marco del cuadro que aún no ha sido pintado.

Así, la física explica el cómo es, pero no el qué es. ¿Qué es el espacio? ¿Qué el tiempo? Aunque sin duda la ciencia es la reveladora de los mayores misterios y la que resuelve los más grandes problemas, sin embargo y curiosamente no se ocupa de lo que en filosofía se llama ser de las cosas y que da lugar al “problema del ser” y que, como todos saben, y aunque se ocupe de eso abrumadoramente y revele maravillas de las cosas, no resuelve nada. Quizá podría afirmarse que sí, que la ciencia se encarga también de revelar el qué de las cosas, pero de un qué diferente, un qué relativo al poder que tienen las cosas de generar otras, de transformarse, siempre el qué ocurre con ellas, no el qué son. Cuando la ciencia se ocupa de este qué, de qué son, no hace sino distinguir las diferente formas que tienen de ocurrir y de generar otras formas del ocurrir.

La importancia de estos detalles es enorme y depende de ellos el que se discierna correctamente entre los designios de la ciencia y los de la filosofía. En cuanto al problema del espacio y el tiempo, la ciencia se ocupa particularmente de medirlos, sean lo que fuere, desde que le interesa describirlos como hace un agrimensor con un terreno. El espacio y el tiempo nos proporciona la objetivad, por lo que ¡cómo no vamos a estudiarlos! Pero la ciencia no explica su esencia o ser último, limitándose a describirlos y a dar cuenta de qué pasa entre una descripción y otra. Aun, haciendo del tiempo, que es intangible e incaptable por los sentidos, una manifestación imaginaria concebida en función el movimiento de los cuerpos en el espacio.

¿Y el tiempo pasado? ¿De qué manera establece una distinción entre el tiempo que se supone es en el que vivimos, y el que por imaginar que “pasa” o “transcurre” ya no es el que vivimos y ha dejado de corresponderse con lo vivo? Tampoco la filosofía se ocupa de este asunto, aunque se justifique por la investigación acerca de las esencias. La ciencia que estudia lo ocurrido con la humanidad durante ese “tiempo pasado”, la historiografía, que cuando pone manos a la obra siempre está en un presente, ¿qué hace para derribar los obstáculos del tiempo, para saltar las vallas que su “paso” ha interpuesto imponiéndole al historiador la necesidad de evitarlas o de pasar por encima de ellas apelando a una suerte de gimnasia intelectual?

Si el tiempo “pasa”, de cualquier manera, deja una huella impresa que permite seguirle la pista, como deja la presa al depredador. ¿Es un agujero de gusano por el cual se puede acortar el paso y viajar al pasado? Claro que no; solo es un testimonio, si bien en tanto huella, es decir, un documento, palabra que viene del latín docere, “enseñar” (del cual viene “doctor”, es decir, “enseñado”) y que se traduce como “enseñanza”, “ejemplo”, “muestra”. Esa huella, y esto es lo que no siempre se capta, no es un objeto del pasado, puesto que es algo que está en el presente, perceptible, comprobable. Desde que ha sido impresa por lo que ya no está, se deduce que pertenece a lo que ya no está.

Lo que produce la huella es bien claro que ya no está bajo la forma original, pues está bajo otra forma que se dice que es la forma existente (o presente) en el pasado. Con este decir nos vemos obligados a flexionar las palabras, a darles un matiz de significado (llamados “tiempos verbales”), Un matiz con el cual se establece la gran distinción organizadora y orientadora, la que distribuye la comprensión en el pasado, en el presente y en el futuro.

Ahora bien, lo que ninguna ciencia o filosofía puede negar es que la huella es lo que resulta de una serie indescriptible, inconmensurable, incalculable de cambios, aparentemente infinita de transformaciones que hoy día se sabe que resultan de las diferentes formas de manifestarse la energía. La que no se estaciona en un estado único o unificado sino que evoluciona de acuerdo con un infinitesimal tanto como descomunal concurso de adaptaciones, flujos y reflujos, desprendimientos propios que se exteriorizan y otros que se interiorizan experimentados en un mutuo juego cósmico de excentricidades y concentraciones, y que en a lo último disponen lo que nos resulta según las apariencias.

Lo histórico es, pues, no lo que se conserva o se deduce del paso del tiempo sino, a todas luces, lo que se aprecia sensiblemente en tanto está ahí y solo ha cambiado. La hipótesis del tiempo, consiguientemente, se hace humo, y deja que se interponga la hipótesis razonable del cambio (¡oh, Swedenborg!, no te preocupes de atribuir estas implicaciones solo a los ángeles). Son los humanos quienes en la realidad más real y aun imaginable están sujetos a los cambios, y a ninguna otra entelequia concebida por la imaginación, por completo desprovista de pruebas empíricas o empírico-deductivas. Así, debería volverse al revés el aforismo de Chateaubriand, “no es el hombre el que detiene el tiempo, es el tiempo el que detiene al hombre” (v. referencias). Porque, o es el hombre el que detiene el tiempo o, definitivamente, el hombre cambia, como todos los seres, cosas y hechos.


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¿Puede cambiar lo general sin que cambie lo particular? Las condiciones generales de vida de la sociedad, por ejemplo, pueden cambiar sin que lo registre alguna persona, familia o colectividad. Si esas condiciones son generales entonces tenderán a ampliarse, pues lo general es lo que cubre la mayor parte del todo, o tiende a cubrir, aunque alguna parte no sea afectada. La velocidad de los cambios se encarga de trasladar a la apariencia la sensación de tiempo largo o corto y, en arreglo a la cantidad y a la calidad de los cambios, la probabilidad de que no quede parte sin cambiar.

Veamos qué ocurre con la actividad mental siguiendo la orientación por la cual el conocimiento privilegia lo particular sobre lo general, opuesta a la tradicional que se caracteriza por el hábito de someter lo pequeño a lo grande, las condicionantes de lo general sobre lo particular (la ciencia explica o tiende a explicar lo que no se conoce; el conocimiento de la galaxia permite explicar la trayectoria de las estrellas; la física cuántica rinde cuenta del mundo infinitamente pequeño; lo que se sabe sobre el órgano del corazón no se entiende sin el conocimiento del sistema circulatorio).

La vida mental deja que la conciencia se ocupe de los cambios que se experimentan en lo psíquico y en lo físico. Encarga a la memoria su organización, y ella es la que determina lo presente o lo pasado, y lo que no es una cosa ni la otra y solo puede definirse como futuro o como vida probable (o como irreal, imaginario, nunca vivido o ficticio, etcétera). El tiempo es el reflejo en cada conciencia de aquello que el individuo ha experimentado o no ha experimentado (inexperiencia), en otras palabras, lo que es vida vivida, vida en curso o vida por vivir.

Se puede afirmar, pues, que el curso del tiempo en la conciencia de una persona, la idea de presente y pasado histórico, se corresponde con los siguientes tres estados de la creencia que caracterizan la vida psíquica: el estado en el cual sabe que algo o todo ha cambiado (pasado), el estado en el cual no sabe que hay cambios en el todo (presente), y el estado en el cual sabe que hay más cambios solo pensables o imaginables (futuro).

La conciencia, de todos modos, no distingue los pasos de un cambio a otro sino solo en la medida en que esos pasos contengan a otros infinitesimales (cuantías), o en tanto generen determinaciones decisivas para la vida o el mundo (cualidades). La conciencia resuelve el problema remitiendo lo indiscernible al tiempo, es decir, a una entidad ficticia a la que atribuye la propiedad del movimiento, propiedad solo relativa a los elementos que intervienen en los cambios (que no son ficticios sino reales), y sin la cual, como es obvio, no habría cambios (es impensable el cambio sin alguna clase de movimiento, aun en el dominio de lo infinitamente pequeño). Concibe el tiempo, pues, a partir de la dificultad o de la imposibilidad de discernir los cambios, y asigna calidad y cantidad a las series de cambios y procesos llamados “hechos”, “cosas”, “seres”.

 

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De estas consideraciones se desprende que los grandes cambios, resulten de su acumulación infinitesimal o del orden correspondiente a su calidad, constituyen el gran factor que influye en la vida mental e impacta en los fenómenos psíquicos (representaciones, imágenes, sentimientos, emociones, pasiones). La calidad de los cambios resulta del grado de determinaciones o modificaciones con que se impriman en la conciencia del individuo. Y, fundamentalmente, cuando impactan de tal manera que se trasmiten por las conductas y modifican la circunstancia de vida o el entorno físico.

Así como el cambio caracteriza a la vida mental, como caracteriza a la vida física y al mundo, también caracteriza al principal de todos los procesos mentales: el que se consolida como inteligencia. Es sabido que se trata de un proceso en el cual confluyen los genes tanto como las adquisiciones provenientes del entorno biológico y físico. Aquí solo es del caso destacar cómo funciona el cambio en la conformación de la inteligencia, entendida como facultad por la cual el individuo toma conocimiento del mundo y de sí mismo, aprende, piensa de manera organizada, se cultiva de manera autónoma e independiente, elige y toma decisiones, elabora sentimientos, se atiene a una ética, desarrolla una estética, piensa y se mueve en torno a valores, asimila y se adapta a diferentes situaciones, etcétera, etcétera.

La inteligencia personal resulta en gran medida de la intensidad con que los cambios internos y externos impactan a través de la experiencia. Por supuesto, resulta también de los aprendizajes, de la enseñanza formal o informal recibida y asimilada, de las habilidades prácticas o intelectuales adquiridas. Sin olvidar que influye sobre la consolidación de la inteligencia también el orden de los acontecimientos internos no directamente dependientes de la experiencia externa. Pero solo muy excepcionalmente, quizá nunca, puede la inteligencia prescindir del contacto directo por el cual evoluciona, se modifican las circunstancias de vida, la variedad de las vivencias que se experimentan de diferentes maneras y de acuerdo con los caracteres, temperamentos, tipos de personalidad, en fin, según se trate de la clase de experiencia y de la clase de persona, con sus rasgos individuales de orden mental y físico.

Los cambios resultan funcionales respecto a una o a varias circunstancias y, a veces, no solo son capaces de afectar la circunstancia, por ejemplo modificándola, sino también de fijarse como especies de mecanismos procedimentales, o algoritmos, que van a sumarse a las habilidades, conocimientos, destrezas, recursos que la inteligencia despliega ante determinadas situaciones o que reserva para desplegar ante otras ocasiones o circunstancias cualesquiera. Impactan a veces de modo que la capacidad de encararse con la circunstancia particular se imprime como proyección respecto a toda eventualidad, esto es, respecto a circunstancias de espectro similar o parecido.

En síntesis, es de suponer que de la infinita variedad de circunstancias en la historia individual, especialmente de las adversas, la inteligencia selecciona entre todos los recursos puestos en marcha para resolverlas, superarlas, para de ellas experimentar el gozo o el sufrimiento, aquellos mediante los cuales puede lograr cierto éxito o alguna salida airosa. O, a la inversa, para seleccionar y fijar lo necesario para evitarlas si los recursos fracasan.

Sería interesante discernir si el procedimiento pertenece al área de la memoria, o está asociado a ella, y, si lo está, distinguir de qué tipo de memoria se trataría. Habría que explicar de qué manera esta fijación se convierte en algoritmo, cómo puede desempeñarse espontáneamente a la manera de los instintos y habilidades no voluntarias y semejante a los mecanismos parasimpáticos del sistema nervioso. Y, por otra parte, contestar esta pregunta: ¿se trataría de una modalidad de la inteligencia que se exonera, al menos en parte, de la habitual remisión a la inmensa bóveda del conocimiento sistemático, leyes, teorías, conceptos que, como cúpula del templo del saber, gravita sobre los humanos y se diferencia del instinto y del ensayo y error? O esta: ¿se puede hablar de un conocimiento rutinario diferente a lo que hasta ahora se entiende como saber común y corriente?


 11 PARADOJAS DE LA MORAL

 El hombre, ¿es bueno o es malo? La vieja pregunta que responden a su modo Thomas Hobbes y Juan-Jacobo Rousseau sugiere una revisión de las relaciones entre la moral y el goce. Investigar lo que cada persona elige como conveniente para el desempeño de la conducta, y también como promesa en la que el bien se acompaña del goce que resulta de experimentarlo.

 

Empezaremos por decir que hay personas consideradas naturalmente malas que, en determinadas circunstancias o bajo el influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente buenas, y actuar en consecuencia. A su vez, diremos que hay personas consideradas naturalmente buenas y que, en algunas circunstancias o bajo el influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente malas, y actuar en consecuencia.

Relacionaremos este cuadro con una distinción primordial: lo que se goza y lo que se sufre en todos los actos de conducta, en toda circunstancia y en los estados de ánimo que sean. Una acción cualquiera, un acto en el que la persona compromete su integridad moral y su responsabilidad social y que genera consecuencias para las demás personas, en general produce gusto o disgusto.

Lo que parece moral o inmoral en la superficie visible en la cual se desarrollan los actos y las interacciones humanas, en el fondo se procesa según una variedad multicolor de pulsiones que poco tienen que ver con la ética, con las normas de convivencia elementales o con lo que en nombre del bien se espera de las conductas.

Una acción se puede considerar racionalmente adecuada a una determinada circunstancia, y solo cumplirse según produzca deleite o aversión. Aun cuando para el sujeto sea totalmente consciente que en ella se esconde en valor moral determinado, sin pensar en el placer o en el dolor, de todos modos se guiará por el placer y el dolor.

Buena parte de las conductas se resuelven en el sentido del goce y no en el sentido de lo bueno o lo malo, aunque lo bueno y lo malo sea lo que conscientemente esté en juego y gravite sobre las elecciones y las decisiones. Ciertos grados en que se es malo o se es bueno, en una amplia escala, permiten que se solape algo que en general influye en lo ético.

La persona puede actuar según considere, guiándose por la razón, qué es bueno, pero rendirse si encuentra goce al actuar de acuerdo con lo que sabe que es malo. Las dos tendencias, llámense natural una y racional la otra, o como se quiera, pujan y determinan el resultado. Pero sería un error considerarlo como el promedio que representa la moralidad, un indicador estadístico en el lugar de un juicio de valor y a partir del cual se define si la persona es mala o buena.

Hay casos en los que el término medio no es aconsejable para valorar cuestiones de moral prestablecida. Las conductas se definirían en función de la circunstancia, vez u ocasión; en la convergencia eventual de hechos, estados anímicos, propósitos e intenciones solapadas, etcétera. Fundamentalmente, se definirían según la voluntad y en predisposición a permitirse gozar, o a renunciar voluntaria o involuntariamente a disgustarse (o resignarse a sufrir), aun cuando exista la conciencia, clara o borrosa de lo que dicta una moral premeditada o ética.

           

INSOSPECHADA FUENTE DE LA MORAL

 

No hay lugar aquí para entrar en el problema de la naturaleza de la moral, el problema de si en lo innato ya existe la proclividad al bien o al mal, o si se adquiere o si es inducida o si responde a otro orden de explicaciones. Solo se supondrá aquí como posible que está activada desde el despertar de la conciencia una cierta libertad de acción, aun cuando se distingan claramente las inconveniencias y la adversidad. Se trata de convenir en que el sujeto, en algún grado al menos, sabe que puede elegir la conducta que le plazca, pese a que no sepa si de la elección devendrá lo bueno o lo malo.

Es la posibilidad que José Ortega y Gasset da como implicada soberbiamente en la inteligencia humana: “Elegir supone tener a la vista los diversos naipes que es posible jugar: el óptimo, el simplemente bueno, el que no vale la pena y el que es franco contrasentido.” (Ortega, 375) Permite sospechar acerca de uno de los sentidos últimos que gobiernan la conducta, los actos relacionados con la cualidad moral, no exactamente relacionados con lo útil para la supervivencia (alimento, abrigo, salud, reproducción, protección). Sugiere esa sospecha la siguiente y simple evidencia: en la elección en libertad influye la opción que, además de ser posible, es gozable.

La libertad de elegir, en tal caso, estaría condicionada, antes que nada y como es obvio, por lo posible, pero inducida por la necesidad o búsqueda de agrado. Desde que sin la libertad, garante de la felicidad, no hay goce, el goce se embanderaría con el bien. El bien, máxima expresión de la moral, orientación fundamental de la racionalidad y de los sentimientos, se constituiría también por el regocijo y el gozo. La moral, fueran las que fuesen sus fuentes, se levantaría sobre unas bases constituidas en gran parte por el agrado o deleite (no, exactamente, el placer, palabra que se reserva para aplicaciones diferentes).

Se trata de una paradoja, aunque para algunos no la habría desde que lo bueno puede involucrar sacrificio, padecimiento, dolor, blandiendo algo más que fundamentos empiristas de la moral. Pero no se trata del goce ni del dolor corporal o físico sino de otro parecido, de diferente naturaleza, y que es capaz de envolver el dolor físico y el dolor espiritual y mitigarlos. ¿Qué clase de goce? No, pues, el de la comodidad, del bienestar corporal, el placer obtenido de los sentidos; tampoco el del intelecto ni el estético ni el religioso, goces alimentados por abstracciones y emociones. Se trata del goce originario que se experimenta sin que se sepa y que se alimenta de la selección entre todos los goces o desagrados vivenciados, de una dialéctica personal.

 Hablamos de la clase de goce que se pone al descubierto cuando se oye decir: “a mí me gusta esto”, o “no, no me gusta eso, me gusta esto otro”, etcétera. Tras esas comunes y cotidianas expresiones se esconde, además del gusto, de las preferencias, de la educación, de los influjos de la cultura, una zona lindante con la moral que ha ido construyéndose en el sujeto.

 

VICISITUDES DE LO MORAL

 

Una clase de goce con particulares características nace como elaboración y síntesis de la clase de goces eventuales, instantáneos, perecederos, experimentados en infinidad de veces, la mayoría de las cuales se van borrando de la memoria. Por sobre las exigencias relativas a la supervivencia, por encima de la búsqueda de bienestar, satisfacción corporal y placer que brindan la vista, el oído, el gusto, se origina una clase de goce originado en la libertad de elegir dentro de un margen de racionalidad y procesado a través de la historia personal.

Conviene insistir en que no se trata del tipo de goce que juega a favor de la supervivencia ni del goce inducido por la educación, la tradición, la cultura, en fin, las formas en que se aprende a gozar como se aprende una habilidad o un saber. La experiencia influye en la conducta de diversas maneras, y de una de esas maneras resulta la posibilidad de replicarse. Tal posibilidad obra en todas las circunstancias que admiten la clase de conducta que se atesora como más adecuada, beneficiosa, exitosa, posibilidad que se anida en el plano de la conciencia o de la inconciencia en que se conjuga el optimismo y el pesimismo, la esperanza y la desesperanza, la complacencia y el desconsuelo.

Lo que es adecuado, oportuno, benéfico, complaciente, el juego de los valores que se encierran en lo comúnmente considerado bueno, resulta fundamentalmente de una variedad de consecuencias de las conductas en la circunstancia. Entre otras se cuentan: las consecuencias de las conductas en una determinada circunstancia; las consecuencias de las conductas en varias circunstancias; y finalmente las consecuencias de las conductas en cualquier circunstancia.

Por supuesto, las conductas generan consecuencias a partir de múltiples factores, y esos factores pueden resultar determinantes en cualquier circunstancia, educacionales, culturales, de especialización, relativos a los hábitos, alimentados por la repetición y la memoria, y varios otros factores. Pero en cualquiera de los casos se activa una clase de factor que funciona en el desempeño dirigido por la sola iniciativa personal y apoyado por la clase especial de consecuencias de la conducta implantada para cualquier circunstancia.

El proceso por el cual se seleccionan las consecuencias de la conducta para cualquier circunstancia, es decir, para volver a propiciar las mismas consecuencias, oportunas y beneficiosas para el sujeto, en otras ocasiones, aquellas que, al menos, presenten características similares, no es necesario aclarar, es un proceso que pertenece al dominio de actividad del sistema nervioso central y cuyo detalle en gran parte desconocemos.

Pero hay algo sugestivo, semioculto, algo que impulsa a las conductas más triviales y frecuentes, un orden o plano de conciencia que subyace en todo sujeto. No de la superficie de la circunstancia ni de las consecuencia de las conductas, sino de lo vicisitudinario. De la necesidad de ventajas ante el imperio de finitud de la vida, algo que impele a resolver la circunstancia con miras de consolidar una aspiración que tiende al infinito. Pues siempre está presente el deseo de disolver para siempre lo inexplicable, angustiante, penoso, y la búsqueda de dicha.

   Este sentimiento no solo empuja la inquietud y la curiosidad en los filósofos; lo empuja en todas las personas. Es más difícil, empero, que lo haga en aquellas en que no se configuran las conductas para circunstancias eventuales o circunstancias cualesquiera. En muchas personas no se procesa la síntesis de maneras de saber a qué atenerse ante lo adverso. Ese saber no se apoya en la repetición de lo que todas o cada una ha tenido éxito, sino solo en lo que han dejado como impronta y se activa en toda eventualidad.

 No es una de las formas de comportarse ante la circunstancia, ni de las formas de comportarse ante todas las circunstancias. Es la sola reacción ante el arbitrio de la incertidumbre, ante la duda que mueve, más que la certidumbre, toda la actividad de la mente y que se expresa en las conductas. Especialmente, la persistencia de un horadar, por parte de la incertidumbre, que obliga instintiva o experiencialmente a reaccionar como ser consciente o yo, antena que capta, ojo que ve, intuición que pone en alerta.

En el acto más nimio se encierra escondido el deseo de permanecer. Todo lo que en él se proyecta hacia un fin cuenta con la ayuda del nervio de la infinitud, la pulsión de perpetuidad, la determinación subliminal de eternizar el momento, su faz gozosa y el deleite en las consecuencias que puede desencadenar cualquier circunstancia. No resulta sino de la comprobación de la finitud de la vida frente a lo que se comprueba como infinitud del mundo y del universo.

Qué hago yo aquí es la pregunta filosófica que acompaña la otra de carácter moral, aunque la primera no pueda contestarse: qué debo hacer y qué no debo. Es la pregunta de la moral curricular que domina y dirige las conductas y cuya respuesta implica siempre un dilema. Y, más que la que siempre se vuelve necesario contestar en relación con la circunstancia, es la que es preciso contestar para corresponderse con las demandas de la circunstancia. No es solo la falta de respuestas lo que sacude y angustia al sujeto ante la circunstancia, sino saber que no hay respuestas para todas la circunstancias, fuerza que dirige la ambición de infinitud.

 

NACIMIENTO DE LO MORAL

 

La moral no nace de lo inmediato sino de lo mediato, de la aspiración a dirigir las conductas de modo tal que la vida pueda prolongarse en el tiempo de manera satisfactoria. Es la nota que resuena en lo nunca acabado del debe deber ser, del debe ser de tal o cual manera, noción que encierra lo esperable, solo concebible y no consagrado. Nacida de la comprobación experiencial de lo conveniente o inconveniente, su dimensión práctica no resulta, sin embargo, de lo conveniente o inconveniente sino de lo que es capaz de generar lo conveniente o de evitar lo inconveniente. Esta capacidad o posibilidad de generar el deber ser es el nexo entre el tiempo finito y el concebible como de nunca acabar, infinito, universal, inconmensurable.

Lo moral, en puridad, no es lo bueno y lo malo, que no se sabe bien qué es, sino lo que determina lo bueno y lo malo según resulte de las conductas y a favor o en contra del sentimiento o conciencia de finitud de la vida. No es un principio ni un valor sino lo que se discierne en la experiencia personal. Lo que resulta bueno o malo en la conducta, en este sentido y como es obvio, no es todo lo que dicta la experiencia de vida en términos de memoria, sino lo que de ella se devuelve a la conciencia modificado por su misma emergencia en el mundo. No se puede ir a buscar la moral en lo que la experiencia nos muestra de la vida, pues solo se la puede discernir de lo que la conducta genera y modifica en el mundo.

Ahora bien, la conciencia –o el conocimiento– de lo perecedero de la vida no implica sufrimiento; solo es conciencia o subconciencia en un segundo plano. Implica sufrimiento cuando se confronta con lo imperecedero (o implica, como enseguida veremos, angustia). La conciencia de lo perecedero de la vida es débil en la juventud y se refuerza a medida que pasan los años. Es desplazada paulatinamente por una conciencia de la muerte, y a poco deja de ser conciencia de la finitud de la vida para pasar, paradojalmente, a convertirse en conciencia de la infinitud de la vida. En última instancia, la moral no se define por la conciencia de lo finito sino por la de lo infinito.

No se define de lo finito, y ello se comprueba cuando se rememoran las diferentes etapas de la vida y parecen muchas o pocas, se sienten largas o breves, o cuando la totalidad de la vida parece interminable o, por el contrario, como un soplo. Lo que se siente no son tiempos largos o cortos sino infinitud o finitud, pues no hay nada que se cuente o cuantifique. Particularmente, lo largo afirma el sentido, o la conciencia, de la infinitud. Se piensa en lo que se puede hacer y no se hace, o en lo hecho que impide lo no hecho, todo envuelto en una memoria sin paredes, sin compartimientos estancos. La rememoración se realiza en una dimensión en la cual los límites no tienen significación alguna. En esa dimensión indeterminada, innominada, en las que las circunstancias ya solo pueden pensarse como eventualidades cualesquiera, como veces no necesitadas de ubicación precisa en los tiempos y lugares de la historia personal, se procesa el saber y el deber ser, así como el resto de las facultades taxativas, individuales, características de la inteligencia de cada persona.

La moral, como el saber, no se define de lo finito. La recuperación por parte de la conciencia de lo que se hizo o no se hizo, en la marcha imparable en procura de discernir lo bueno y lo malo, se abre también a la imposición imaginada de una infinitud de la vida. En la vejez se da la modalidad del “como si”, que escapa a las determinaciones de lo racional. Se experimenta el goce derivado de un sentimiento insospechado: el  de una virtual prolongación de la existencia en el tiempo infinito.

Aparecen señales de un nuevo e inusitado camino, el camino metafísico de lo imponderable, inefable e inconmensurable. No es nada extraño en una época como la actual en que la ciencia no termina de establecer límites para el universo, el conjunto de las galaxias, el de los conjuntos de galaxias y, quizá, de una multitud de singularidades cósmicas originarias de una multiplicidad de universos.

Lo moral, pues, empieza por volverse definible en tanto derivación de lo que, sensible ante lo racional, se envuelve quiérase o no en lo gozoso, y lo gozoso en el sistema de defensa contra el sentimiento de finitud –y miedo respectivo. Paradójicamente, no hay otra opción fuera de encaminarse por lo inexplicable, esotérico, misterioso y según los caminos converjan en una constelación de interpretaciones sobre lo bueno y lo malo, lo finito y lo infinito. O por lo que dicta el antiguo sistema a priori de valoraciones y sentimientos, de subjetividades y objetivades insertas en el desenvolvimiento de las conductas.

Es Søren Kierkegaard quien atribuye al hombre la aspiración de eternidad sin la renuncia a la temporalidad. El sujeto “consigue, mediante la libre sujeción a normas y el hábito moral, vivir en lo intemporal sin dejar de percibir las horas del reloj. El individuo no ha abdicado de su aspiración a lo eterno, pero se dispone al mismo tiempo a asumir el vínculo con lo temporal.” (Bilbeny, 528) Hemos dicho que la libertad nos permite y nos impulsa a elegir. Pues bien, según Kierkegaard, la elección puede orientarse de acuerdo con tres grandes direcciones, que llama “etapas”, y que no son períodos cronológicos de vida sino prioridades o, definitivamente, elecciones: etapa estética, etapa ética y etapa religiosa.

“Lo eterno se expresa en este estado del individuo [la etapa ética] con su apuesta por lo universal e incondicionado, por la ley de la moralidad.” (Ib., 528) Lo moral, como lo estético y lo religioso, implica “un estilo de vida propio” (ib., 537) que es buscado sin poner condiciones al propósito de libertad. El individuo, pues, se elige a sí mismo y, al elegirse, “confirma también su libertad”; “el hombre es antes que nada libertad” (ib., 539).

“La libertad que es el hombre hace que éste viva siempre en la posibilidad, no en la necesidad. La forma, en él, de la posibilidad es cada alternativa elegida libremente. Eso abre paso a una metafísica de lo posible. La existencia individual, la elección de sí mismo, está constituida por lo posible […] En cualquier caso, en la posibilidad y su actualización se juega el hombre entero. De ahí el sentimiento de angustia, su lado de sombra, que acompaña a toda elección. Angustia es el temor a la vez que el anhelo de ver realizado lo posible y de ver, en última instancia, lo posible mismo.” Hasta se podría decir que “hay un momento en la vida que es el punto cero de la existencia, y en el que encontramos hasta satisfacción en ser un simple ‘quizás’, una mera ‘posibilidad’ de esto o lo otro” (ib., 540).

 

DESARROLLO DE LO MORAL

 

La libertad de elegir está condicionada por lo posible y, en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo se confunden con lo posible y lo imposible (o, mejor, no posible): autorizado o prohibido, obligatorio o no obligatorio. Sus fronteras son las normas, reglas y prescripciones fijadas por la costumbre que rigen o buscan regir las conductas. Es la parcela diríase científica del terreno de lo moral: ética y jurídica.

A los efectos de la moral, pues, la libertad es más amplia que a los efectos de la ética. El conjunto de reglas de la ética “no debe pretender abarcarlo todo y que lejos de querer exagerar la extensión de su esfera debe ella misma trabajar por limitarla. Es menester que se someta a decir con franqueza: ‘consultad vuestros más profundos instintos, vuestras simpatías más vivas, vuestras repugnancias más normales y humanas; forjad enseguida hipótesis metafísicas sobre el fondo de las cosas, sobre el destino de los seres y el vuestro propio; estáis abandonados, a partir de este momento preciso, a vuestro self-government. Esto es la libertad en moral, que consiste no en la ausencia de toda regla, sino en la abstención de la regla científica siempre que no puede justificarse con suficiente rigor. Entonces comienza la parte de la especulación filosófica que la ciencia positiva no puede suprimir ni suplir por entero.” (Guyau, 7)  

Así queda delimitada una “moral sin sanción ni obligación”, esto es, fijados los límites de la libertad cuando la conducta invade el terreno de la moral. Allí están las reglas a cumplir, de modo que ¿cuál es la moral sin sanción ni obligación? Si bien hay límites bastante precisos establecidos por la regla “científica”, ¿cuáles son los límites cuando la regla no se puede justificar “con suficiente rigor”? Se distingue, en primera instancia, que las reglas positivas no son invariables, ni en lo que se refiere a obligación ni en lo que se refiere a sanción, y que las concepciones no positivas, idealistas de lo moral, solo pueden suministrar reglas “a título puramente hipotético y no asertórico” (ib., 8).

Es necesario, pues, someter a cuidado toda regla que se imponga a priori como definitiva y, en consecuencia, apelar a los hechos que puedan justificar las conductas morales (ib., 92). Hay que considerar que toda regla o prescripción ética no es abstracción pura, despojo aislado de los hechos, sino “condensación” de esos hechos en su estado de máximo desarrollo y conflictividad. Ese atenerse a los hechos implica considerar el placer más como una consecuencia de la encarnación de los hechos, en tanto ética, que como principio. El placer “profundamente vital, más independiente de los objetos exteriores”, es bien diferente del “puramente sensitivo” (placer de beber, comer, etc.). El primero “tiene una importancia superior”, pues “no se obra siempre para perseguir un placer particular, determinado y exterior a la acción misma, a veces se obra por el placer de obrar, se vive por vivir, se piensa por pensar” (ib., 100).

La ética romántica es un buen ejemplo del “placer por el placer”, y oscila entre polos que parecen querer distanciarse cada vez más. Como un péndulo, la ética sobrevuela el imperativo categórico de Kant, que se apoya en la razón. La oscilación, a pesar de su frivolidad, no tiene otro propósito que embellecer lo cotidiano y procurar que todo resulte igualmente reconocible, labor fundamental de la poesía: “el arte de mostrarse ajeno de manera atractiva, el arte de alejar un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo” (Novalis, citado por Hauser, cap. VIII).

La ajenidad resulta del distanciamiento del objeto, por el cual nadie se afana más que el romántico: “Toda obra de arte es una visión ensoñada y una leyenda de la realidad, todo arte coloca una utopía en el lugar de la existencia real, pero en el Romanticismo el carácter utópico del arte se expresa de manera más pura e inquebrantable que en parte alguna.” (Ibidem) Hay en el hombre, dice Shelley, “un principio que obra distintamente a como ocurre en la lira, y produce no sólo melodía, sino también armonía, por el acuerdo interior de los sonidos y movimientos así excitados con las impresio­nes que los excitan” (Shelley, 27).

Ese principio es un principio ético, además de o, quizá, en combinación con el estético, principio que representa el gran secreto de la moral aun fuera del plano del arte: “Dobles son las funciones de la facultad poética: por una parte, ella crea nuevos materiales de conocimiento, de fuerza y de placer; por la otra, engendra en el espíritu un deseo de reproducir­­los y disponerlos con arreglo a cierto ritmo y orden, que pueden llamarse la belleza y el bien.” (Ib., 66) La norma ética de los románticos es de origen subjetivo y ha sido dictada por elección íntima del camino a seguir en ejercicio de la libertad de elección.

Lo relativo al bien y al mal, según se desprende de las reflexiones apenas esbozadas aquí, y que se acompañan con algunas de las más representativas corrientes de pensamiento al respecto, Kant, Kierkegaard, Schopenhauer, los románticos, Guyau, y que encarna en las conductas, no tiene mucho ni poco que ver con las prescripciones, con la ciencia positiva, es decir, con las categorías abstractas e inamovibles legado de la moral heredada de la tradición. Tiene que ver con muchas otras cosas, pero, en un nivel de importante inducción, el gozo.

Se debe distinguir, aun, entre placer, concepto invocado con la mayor frecuencia por los filósofos morales, del gozo, concepto en general apelado aquí y usual entre estéticos. El gozo, en este último sentido, se vincula a lo que es común llamar “gusto”, en el sentido que se puede encontrar como ejemplo en la obra de Levin L. Schücking, El gusto literario (v. referencias). El placer nos parece relativo a los sentidos; el gozo al espíritu y, si no a las esferas de los sentimientos más altos, al menos, de los que, algo más bajos, siempre se despliegan en el espíritu.

 

LO MORAL Y EL TIEMPO

 

Se puede concluir que lo moral no se relaciona con el espacio y el tiempo exclusivamente, es decir, con lo concreto de la vivencia en sus más íntimas determinaciones que influyen en los valores y en las conductas. Así como tampoco se relaciona solo con los estados de conciencia sobre los cuales influye la información que provee la memoria. En el cruce de lo moral y lo ético, queremos decir, allí donde se rozan la libertad de elección y el influjo de la moral establecida por la tradición (y que determina lo ético en la historia), se cruza algo más.

Se cruza la historia individual torneándose en el mismo eje. Pues lo histórico, en que se traduce lo moral en tanto ética o acervo ancestral y consuetudinario de lo colectivo, no llega nunca a instalarse en la conciencia como fuente única de lo moral. El individuo se parecería así a una máquina alimentada solo por el tiempo, base de datos que serviría a un programa de computación. Hay una “historicidad” del individuo como se cree que hay una “historicidad” general o filogenética, es decir, una ontogenia de lo moral.

“La vida individual es una totalidad en curso indefinido de formación, que no se integra jamás de manera definitiva, no es nunca una totalidad conclusa ni de hechos aislados, ni de hechos entrelazados, ni de ambas cosas a la vez. El pasado se reelabora de continuo en función del presente y del futuro, desaparecen elementos de su contenido y afloran otros cuya presencia no habría sido inteligible antes. Cambia, además, el sentido de sus contenidos, que varían en cuanto a su ser y su valer”. Pero, ¿qué es concretamente esa “totalidad”?

Esa totalidad “es, en el mejor de los casos, el todo de los hechos salientes, de lo de alguna manera relevante, sin perjuicio de las reelaboraciones posibles; no es ni el todo de los instantes sucedidos, ni el todo de lo sucedido en esos instantes. Cualquier relato que se haga no ya acerca del pasado de alguien sino acerca de un hecho de ese pasado, se realiza necesariamente de tal manera que se configura una situación global, enmarcada entre ciertos límites de tiempo, pero que es otra cosa que el tiempo mismo, aunque sea fechado según éste. Si el pasado que constituye la historia de alguien coincidiese con su pasado temporal formarían parte de su historia todas las veces que tomó té, cuándo y cómo y dónde y con quién, con qué concentración y temperatura y qué clase de té, y cuántas y cuáles fueron las palabras que cada una de esas veces dijo y oyó, y los gestos que hizo, y lo que quiso decir y calló y lo que quiso hacer y no hizo; para cada una de esas ocasiones sería más que insuficiente la morosa descripción de un Proust.” (Sambarino, II-III, 5-15)

 “Históricamente hablando, el pasado es selectivo. Pero lo que así lo integra no es un conjunto de hechos elegidos que permanezcan aislados y dispersos, se sucedan y acumulen, indiferentes los unos a los otros; la selectividad expuesta es integración organizada. Hay una estructuración del pasado, y es en relación con ella que debe estudiarse la selectividad que consideramos. Determinar el cómo y el sentido de esa estructuración es una etapa que presupone describir, aunque sea parcialmente, la pluralidad de perspectivas desde las cuales se cumplen selecciones diversas.”

 “Existen hechos de carácter público, como ciertos documentos, por ejemplo, el certificado de nacimiento, o el diploma de estudios, que otorgan especial relevancia a la historia individual. Otros hechos no se constituyen en documentos, pero adquieren notoriedad, y por tanto relevancia, para bien o para mal del individuo […] El sentido de un comportamiento es inseparable del valor que se le atribuye, sea en cuanto medio, sea por el fin al cual tiende, sea por lo que muestra en el agente que lo realiza, sea por sus repercusiones y consecuencias. De este modo un ser es inseparable de su valer.”  

 Lo que resulta válido en el “ahora” es relativo, pues “no hay conciencia de un ahora con independencia de las dimensiones de lo sido y de lo que será; de otro modo tendríamos instantes sueltos que, por inconexos entre sí, no podrían ser comprendidos como referidos a una misma existencia. La conciencia, de esta manera, trasciende el instante, con lo que establece su manera de otorgar un valor en cuya instauración participa todo el ser, más allá del tiempo circunstancial y cronológico.” (Ib., IV) La conciencia distingue el pasado, el presente y el futuro en base al “valer de sus contenidos”. De lo contrario, “no habría diferencias en la temporalidad” y “lo dado sería mero espectáculo, sucesión pura y simple de lo axiológicamente indiferente, y la conciencia del tiempo quedaría abolida.”

 Cada individuo humano se conduce de acuerdo con lo que considera adecuado en circunstancias determinadas. La experiencia le facilita lo necesario para aplicar lo más conveniente en la ocasión. Dispone también de la facultad de activar lo que a través de la historia personal ha resultado selecto y asimilado y puede generar conductas adecuadas en cualquier clase de circunstancia. Le ha guiado el sentido común, el ensayo y error, la intuición, la razón, etcétera, en vistas de discernir el beneficio de lo bueno y el perjuicio de lo malo.

Pero también le ha inducido, con mayor o menor intensidad, la expectativa de gozar los resultados, cualquiera fuese la conducta elegida. La posibilidad de disfrutar la vida, como de sufrirla, no solo depende de lo bueno o lo malo que pueda presentar la circunstancia. Depende también de lo que se promete como prosecución, prolongación, dirección en el sentido de lo que parece seguir direccionándose sin cesar. Lo bueno y lo malo se presentan como las principales señales que amojonan el camino de las conductas, que en el mejor de los casos garantizan la promesa de felicidad.   

 

REFERENCIAS:

BILBENY, Norbert (1992). “Kierkegaard”, en Victoria Camps, Historia de la ética, Barcelona, Crítica, 1992, vol. 2.

GUYAU, Juan M. (1944). Esbozos de una moral sin obligación ni sanción, Montevideo, Claudio García.

HAUSER, Arnold (1968). Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Guada­rrama.

ORTEGA Y GASSET, José (1979). La idea de principio en Leibniz, Madrid, 1979, Alianza.

SAMBARINO, Mario (1968). “Individualidad e historicidad”, en “Cuadernos Uruguayos de Filosofía”, Montevideo Facultad de Humanidades y Ciencias, Universidad de la República, Tomo V.

SCHÜCKING, Levin L. (1996). El gusto literario, México, FCE,

SHELLEY, Percy Bysshe (1946). Defensa de la poesía, Buenos Aires, Emecé.


12 EL SISTEMA DE SEDUCCIÓN SOCIAL

Conciencia perturbada


Se ha hablado mucho de la enajenación, de la alienación, hasta de la neurosis colectiva, y del fenómeno por el cual el individuo deja de ser persona y se acopla a un estereotipo que proviene de la estandarización de lo humano. Es un fenómeno que en parte se debe al empeño de la gran industria y del comercio por aumentar los beneficios de las ventas, para lo cual se vale preferentemente de la propaganda y de otros medios versátiles y pegajosos que se instalan en la sociedad y se apoderan de los gustos que se arrastran hasta ser adoptados como costumbre.

Nos preguntamos, sin embargo, por qué hay personas que se mantienen en su sí propio, en un personal perfil en el que se defienden ideas y se sienten las emociones con colores auténticos y hasta novedosos. No les hace mella ese fenómeno que parece alcanzar a la mayoría. La ingeniería social ha diversificado bastante sus estrategias, divulgando tipos diferentes de gustos y estilos de vida de modo de llegar a una clientela más amplia y popular. Ofrece estereotipos ficticios y diferentes para cada tipo real con una específica gama de tentaciones y sugerencias atractivas y a la moda. Sin embargo, hay personas que no son alcanzadas por estos disparos.

En todos los casos parece que se busca interceptar las inclinaciones por vías diversas, familiar, educativa, ambiental, de la tradición, los hábitos y las formalidades de la interacción y la convivencia. Pese a todo, no es algo que la mayor parte de las personas tenga demasiado presente o sienta como influjo que llega por infinidad de plataformas comunicativas, laborales, profesionales y también de dispersión y juego.


INCULCACIÓN DEL DESEO


La ingeniería de la comunicación y la propaganda se infiltra desempeñándose como una presencia normal, apenas sentida como extraña. Una impostación a la cual nos acostumbramos fácilmente como lo hacemos con cualquier utensilio de uso doméstico, una mascota de la casa o un sillón, inofensivos, invisibles, partes de nosotros mismos. Y sería difícil encontrar a una persona que admitiera sentirse enajenada, al menos sensibilizada por algo fuera de lugar como este fenómeno. Porque ya somos parte de la maquinaria mercantil, no solo como consumidores sino como agentes de propaganda, como verdaderos representantes de sus fines últimos, como trayecto y también como destino.

El territorio subjetivo es la conquista última de la seducción mercadotécnica y su bastión final. Inculcar un deseo, despertar un interés, seducir e incluso embaucar ya no es una acción que se realiza a distancia, porque se resuelve en el mismo lugar. El lugar ya es una fuente de energía y de propagación del sistema de seducción, porque ha adquirido, adoptado y desarrollado sus objetivos, sus modalidades, su color y su sonido, sus lugares comunes concebidos para lograr determinados fines lucrativos. No es solo el autor el responsable de esta consagración empresarial, porque lo es igualmente aquel a quien se le ha dirigido desde el comienzo la batería de sugerencias.

El paseante se ha introducido en la vitrina del comercio, se ha dispuesto a servir de intermediario incondicional; quizá no se ha vendido, pero ha sido comprado en su ser degustativo, placentero, gozador, acomodaticio. Se ha logrado una sociedad perfecta. Nadie admitirá, salvo en casos de clara naturaleza delictiva, que es víctima de la multifacética lluvia de tentaciones que conducen a ajustar las preferencias y las conductas de acuerdo a un modelo inventado para ser consumido masivamente. Será difícil encontrar a quien sea capaz de rehusarse a este servicio extraordinario, que sea consciente de que es su imperceptible cautivo y víctima en potencia. Por lo demás, es aparentemente inofensivo porque no “pega”. Solo “asalta” sin hacer daño físico, con alguna violencia emocional, a veces fuerte (visual, sonora, repetida hasta el cansancio, impertinente), pero sin matar por fuera sino por dentro y lentamente.


DESEOS SOLAPADOS


El problema tiene su origen en dos fuentes que es preciso estudiar. La primera es la característica estructura, si se la puede llamar así, de la modalidad civilizatoria imperante en el lugar y en el momento. Nos referimos a la trama de las costumbres que está por debajo de cualquier moda o formas de seducción social, red tejida con hilos políticos, ideológicos, económicos, religiosos, estéticos y éticos, y en los que se enreda el mismo sistema de seducción, aunque no lo sepan o simulen no saberlo sus más conspicuos estrategas.

La segunda tiene que ver con algo inherente a la subjetividad profunda. No al individuo en su momento en el tiempo, en su circunstancia particular, como representante de una época determinada y habitante de un lugar geográfico específico, heredero de un destino azaroso y dueño de una suerte cualquiera. Nos referimos a la subjetividad profunda de la persona en tanto realización consagrada de una historia privativa, vicisitudinaria, experiencial y emocional que ha terminado por construir un carácter, un temperamento, una moralidad y valores, una racionalidad en funciones, en fin, una inteligencia determinada.

Pues bien, esta construcción personal es el objetivo principal del sistema de seducción; no, precisamente, lo circunstancial, lo pasajero, relativo a la edad, al sexo, a la condición social y económica, todo sujeto a cambios, modificaciones, maduraciones, accidentes. Se trata de que la seducción funciona como si quisiera asentarse en lo imperecedero.

Para modificar en sus cimientos la marcha de las preferencias sociales, que son las que determinan la adquisición de objetos y el consumo, es preciso antes modificar las de los individuos en su fuero interno. Si al principio el sistema de seducción apela al objeto deseado, o que comienza a desearse a partir de la oferta novedosa, luego se perfecciona cualitativamente. Descubre que tiene que ir a lo subjetivo y decide descuidar el objeto y apelar directamente al sujeto de la seducción. Esto es, influir sobre los estados de beneplácito, comodidad, felicidad material, todo para lo cual hay una mercancía a propósito.

Apela así al entorno en el cual objeto y sujeto se unen en feliz fraternidad, comparable o que se quiere comparar en esfuerzo estratégico con el sentido último de la vida. Advertir esa forma o modalidad de la trama civilizatoria de la sociedad de consumo, volver consciente el edificio personal levantado por la historia vivida, impresa en el fuero íntimo, son los dos ejercicios mentales y espirituales que realizados pueden explicar cómo se alcanza la autonomía respecto a la masificación cultural.

Pero es fácilmente pensable y difícilmente ejecutable. No solo porque no hay motivación suficiente para intentarlo, dada la mecánica y casi general aceptación de la oferta, sino también porque no hay modo de hacerlo mediante algún artefacto adquirible capaz de realizar semejante limpieza. Debe consagrarse con imaginación y solitariamente. Estar al tanto de cómo se ha llegado a ser lo que se es, de la figura establecida históricamente por experiencias y reflexiones de la misma persona, es más difícil aun que advertir la injerencia del sistema de seducción.


EL FONDO DEL RECIPIENTE


Parece vedado a la conciencia poseer el conocimiento de cómo se ha llegado a construir una facultad para resolver problemas inesperados, saber a qué atenerse ante toda circunstancia de vida, disponer de la alternativa del pensamiento autónomo, cuando es necesario aplicarlo con oportunidad. Es difícil porque estas facultades se poseen como se posee el instinto, las habilidades naturales o genéticas. No es solamente operativa de la instrucción recibida, de los conocimientos trasmitidos, de la enseñanza directa o formal, sino de la obra resultante de la vida, del curso de la experiencia. La experiencia es la fuente no solo de las capacidades objetivas, de la facultad de una inteligencia de orden empírico, concreto, sustancial, sino también de la subjetividad, aun de la fantasía y la ilusión.

El sistema de seducción social, la ingeniería comunicacional de la persuasión, el hechizo y el coqueteo subliminal de la semiología y del simbolismo del mercado de bienes de consumo ha encontrado la manera de vulnerar ese mundo subjetivo erigido y perfeccionado por la historia personal. Si no es fácil que el mismo individuo lo vuelva consciente, el sistema de seducción lo ha presentado bajo una prefiguración promedial. Con el propósito de ir a la fuente, este sistema ha forjado una imagen ideal del ser humano conviviente, investido de todos los atributos recompuestos con propiedad bajo la forma de la mercancía. Queda bajo esta sombra también la fe, los más caros sentimientos religiosos, sea la que fuere la manera de ser profesada. Es solapada, arteramente sustituida por una fe utilitaria, mundanal e intrascendente.

El paradigma (o parafernalia) de la seducción ha creado un ser humano modelo cuyas características aparienciales responden a los quereres, afanes y ambiciones de un prototipo exclusivo. No se trata de cualquier prototipo sino del que ha sido deducido de específicas y finísimas observaciones a través de encuestas, estudios de mercado, estadísticas y otros medios por el estilo. Seducida, la mayoría de personas busca la adopción de ese prototipo, fácilmente adherible y asimilable (porque no ofrece esfuerzo ni sacrificio), como ideal personal. Y son unos pocos los que logran escapar de ese circuito envolvente que empieza afuera y termina adentro.

Se trata, pues, de lo que debe ser investigado en un plano que está más acá de lo que comúnmente se entiende como social (sociología) y más allá de lo que se entiende como psíquico o mental (psicología). Porque se trata de algo relativo a un plano complejo que involucra funciones y actividad vital que rebasa el espacio y el tiempo. Es el dominio en el que las bases de la personalidad descansan en un fondo de experiencia vital casi indestructible, en condiciones de actuar bajo cualesquiera condiciones de existencia y del entorno.


INGENIERÍA DE LA SEDUCCIÓN


El objetivo número uno de la seducción es que su mensaje pueda interceptar esta actividad liminal de la conciencia humana. No la acción sobre lo ocasional, la situación de larga o corta data que funciona como trama emocional del individuo, sino algo más entrañable. En esto radica el secreto de la nueva ingeniería del consumo, no de toda, quizá, sino de la más avasallante, de mayor alcance y penetración en la actividad cotidiana, deportiva, laboral, lúdica, y en el plano de los sentimientos estéticos, morales, religiosos. Es una consigna sin duda convertida exitosamente en un hecho, vinculada a la mil veces denunciada de enajenación o alienación de las masas.

El individuo inserto en el espaciotiempo que le ha tocado es solo una realidad vulnerable, que se corresponde subterráneamente con el estado de cosas del todo diferente que subyace en su conciencia. Su interioridad profunda es relativamente contigua a la realidad objetiva, y juntas no configuran una unidad indivisible. Pero lo externo no es lo que define la dirección última que sigue el sujeto en su involucramiento social. Por más que la circunstancia sea “sentida” como real, indiscutible, verdadera, “tocable”, de todos modos, sólo es otra “circunstancia” la que contribuye en la construcción y en el desenvolvimiento de la personalidad a través de la historia personal.

Por lo que no hay seducción que pueda disolverla y volverla dependiente si la historia personal ha reaccionado con independencia ética y en función de valores, gustos, preferencias selectas. Para una personalidad así configurada, buena parte de la pantalla en que se contempla y siente la sociedad, y que inyecta un fuerte influjo, resulta pura apariencia, fantasía, ilusión. No una ilusión de la persona sino una ilusión ajena que eventualmente ha sido asimilada como entorno real.

Esta realidad social prefabricada domina el panorama de la cultura y resulta de las fuerzas originales de la seducción. La mayoría de personas parece acatar sin miramientos tal influjo e incluso lo adopta como fuente de la propia orientación en los gustos. Así, cincela el rasgo fundamental de la época en materia cultural y consagra el curso de una realidad artificial y teledirigida. En este implícito pacto entre el nuevo amo y el nuevo esclavo descansa la sociedad actual definida por el mensaje, los medios convertidos en mensaje y la seducción.


13 AL PRINCIPIO ERA…

“Al principio era…”. Quiso decir Nietzsche quizá que “era” es una palabra perteneciente al vocabulario de la ilusión. La historia en general, y en particular respecto a la persona humana, tiene toda su cabida en un nombre; los verbos son propios de la predicación.

 

Agrega Nietzsche: “Exaltar, magnificar los orígenes en una especie de retoño metafísico que se repite constantemente en la concepción de la historia y nos hace creer que ‛en el principio’ de todas las cosas se encuentra lo que hay de más valioso y más esencial.” (El viajero y su sombra, 3) Porque la historia, colectiva o individual, está toda en una palabra: “vez”, una palabra que es florilegio, fragor y relámpago. Es el nombre de una dimensión, la única que importa si se quiere concebir una idea acerca de la vida consciente. Es la palabra que utilizamos aquí para crear una idea de la vida que no termine en un puro esquema, en rigidez conceptual. Que actúe como si fuera una brújula del conocimiento y una dirección de las conductas, los actos y la voluntad. Las otras dimensiones son necesarias, indudablemente, pero sólo para vivir, mientras que la vez es necesaria para entender el vivir, lo que es imprescindible tanto como vivir.

No es sólo el nombre de un hecho eventual o de varios hechos cualesquiera que permiten referir lo que no viene al caso como hecho sino como aquello que permite significar (“alguna vez anduve por esos lugares”, “había una vez un príncipe”, etcétera). No importa en cuanto al espacio y al tiempo: es el mismo espacio y el mismo tiempo en una sola y única realidad, porque no hay realidades esparcidas por el pasado y el futuro, que son virtuales (la virtualidad original de los sentidos constructores de imágenes).

La realidad es la vez, no por ser la realidad última, primera o intermedia, sino por ser la única realidad que puede explicar lo humano en su esencia, si la esencia es a su vez una noción comprensible. Es vez por revelarse en ella, juntas y sin ilusión, las dimensiones que la idea de temporalidad despierta en las representaciones. Es Bergson quien definitivamente distingue entre la ilusión del tiempo y la duración (El pensamiento y lo movible). Pues no está en ninguna de las veces sino en una sola, la que puede llamarse vez sin especulación arbitraria o exagerada. Si bien las veces son las propiedades atribuibles que sugieren las condiciones biológicas o no biológicas de la vida, la vez es la que contiene todas las propiedades.

Cualquiera de las veces muestra alguno de sus aspectos, de la historia, de su complejidad, de su vicisitud, de sus individualidades o particularidades, de sus evoluciones y altibajos, de los turnos que ocuparon las cosas y los hechos. Pues, no se trata de la fugaz realidad del momento sino de la realidad de lo fugaz de la vida. Lo fugaz es el problema, y no la vida. La vida es esto que está a la mano de los sentidos, la fugacidad es lo que está distante, fuera de lo asible. La vez es una constante universal nietzscheana parecida a los seis números de Martin Rees (Seis números nada más), y es lo que quiso decir con alguna oscuridad Derrida con la diferancia, (Márgenes de la filosofía). Si se apreciara la vida como una lógica, sus constantes serían algunas de las veces mediante las cuales se posibilitarían todas las operaciones, sus hechos, sus vicisitudes.

Lo que importa está adentro, afuera está lo demás, las veces que no importan, la vecería, el vicariato, lo que hace las veces de lo que es, incluso lo viceversa o “alternativa inversa” (Joan Corominas), es decir, lo que corresponde a lo vicisitudinario. No hay nada que importe en cada una de las veces. En la vez la realidad es representada por la única relación intemporal, no origen ni final ni punto medio y sólo relación completa, al menos la relación más completa (recapitulación, esqueleto, prontuario) de todas las operaciones posibles correspondientes a las coordenadas espaciotemporales.

Todas y cada una de las veces se ordenan en relaciones disyuntivas o conjuntivas y de alguna manera se implican y coimplican, se niegan a sí mismas o entre sí, se identifican o son distintas, se repiten o son diferentes. La relación total es la vez, pero no se puede expresar como se pueden expresar cada una de las veces. La vez, sola, ya no sería necesario destacarlo, es diferente a la vez de la serie, fuese continua o discontinua. La vez sola no es histórica sino ahistórica; las veces son, cada una, históricas, acumulables, espaciotemporales. La vez es única y sólo se puede hablar de esto, pero no de ella. No es fácil, o directamente imposible, hablar de lo que no es espacio y tiempo.

La vida es una cualificación de veces perteneciente a un eslabón que ha quedado fuera de la cadena, un elemento que ya no pertenece a la serie de la que es oriundo. El peso se sostiene sin la intervención de toda la cadena y pende sólo de un eslabón fundamental. Una cualificación de veces y no exactamente una cuantificación de hechos, estados o períodos. Es cantidad sólo bajo la égida de las impresiones, es decir, según el cuerpo, la extensión y la racionalidad objetiva. Si la vida en su significado convencional es presente y pasado, e influjo como presupuesto futuro, en su significado vécico es sólo cualificación temporal, no curso ni paso ni movimiento físico. Es la cara oculta de la objetividad o racionalidad sensible, aunque no es nada abstracto.

La vez es la cualificación de la vida y, si el yo es la voz consciente de la persona histórica, la vez es el yo de la historia, la cualificación del tiempo. Es la historia de la persona reunida en un yo intratemporal. Se puede pensar, y a veces tocar, lo que está antes o después en el tiempo, pero no lo que está dentro; es impensable. Sin embargo, el yo, voz consciente en tanto calidad de todas las veces de la historia personal, es tiempo que construyen las veces hasta determinar la vez. Así se justifica que la persona histórica no sea la suma de todo lo que ha sido sino la resta, es decir, aquello con lo que se ha quedado para ser.

El tiempo, pues, es para la vida humana lo que las veces para la selección y la constitución de la persona y de la personalidad. En las veces está cada vez el yo y los yoes, lo interno y lo mundano, la edificación de la sociedad y las condiciones de las convivencia. Pero no en la asociación sino, precisamente, en la superación de la asociación en tanto requisito de supervivencia. Pues no son posibles la supervivencia y la convivencia sin la superación interna de la asociación y del contrato social. La superación consiste en poner en libertad objetiva las constricciones de la subjetividad, pues no hay libertad si no hay sujetos que pujen unos contra otros. Liberar la subjetividad es superar lo cuantitativo; no para abandonarlo ni para traicionarlo sino, al contrario, para insuflarle calidad, porque cantidad ya tiene. No es posible que el grupo en tanto grupo adquiera cualidades, pues no tiene yo ni interior ni conciencia (“conciencia colectiva” es sólo metáfora).

La vez es tiempo humanizado o es el tiempo. No porque el tiempo tenga que ser algo, sino porque lo aprehensible de la vida, lo perceptible tanto como lo pensable, se aprecia mediante el drenaje virtual del tiempo (como procede la técnica de vaciamiento virtual de los océanos para establecer una inigualada cartografía de las profundidades marinas). La imagen de la propia vida en la mente es el ejemplo más claro; no se la puede crear en tanto es la imagen de lo que se está creando. Es preciso sacarla del tiempo y congelarla para poder verla siquiera en la imaginación. No es tiempo cronológico, astronómico o físico; solamente es tiempo vital, el turno que toca a todos los turnos, la ocasión en que tienen lugar todas las ocasiones. La vez es pues la negación del tiempo en tanto transcurso medible por el movimiento de los astros.

Cae el telón de las apariciones en escena, el lugar en que los hechos o acontecimientos se suceden unos a otros, vuelven en sucesiones diferentes y diversas o desaparecen de la vista, idos por un foro misterioso que sin embargo se ve por dentro. El escenario cambia y provoca una sucesión; así como se dice que el tiempo cambia las cosas, el escenario cambia las apariciones. Pero en verdad son las apariciones las que cambian, no el escenario, así como lo que cambia es la cosa y no el tiempo. La obra de teatro es la vez, pero sin actos ni escenas, obra ya despojada de aquello que la compone, extracto, perfume, huella.

Así, el ser humano es la huella de sí mismo, la señal que en el tiempo físico ha dejado y que, en tanto huella, es la misma en cada una de las veces. Es necesario conocer aquello que ha dejado la huella, y aquello no es exactamente el viajero que ha caminado y dejado la marca de su paso en la tierra. Porque es la huella del viaje y no de cada uno de los pasos. Quizá es la sombra o quizá es el viajero, y quizá es el diálogo entre ellos, la introducción al libro de la vida. Es la sombra la que empieza a hablar: “Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quisiera ahora ofrecerte ocasión para ello”. He ahí el tiempo y la ocasión, lo que es suficiente para introducir el habla en la vida de la vez, en la única vez y en la vida total.

No se habla de ella, pero se habla de eso, del proceso kafkiano ante la ley de la vida, del misterio por el cual sin que nada se sepa se ha sido procesado por la justicia (El proceso). No se ha hecho nada en pro ni en contra y el proceso se ha procesado solo. Ocurre todo lo que puede ocurrir, agradable y desagradable, se asiste al hecho como presencia inevitable y se rinde cuenta ante un tribunal compuesto por todos. No es el proceso que puede procesarse en un tribunal de procesos; no es transcurso ni instancias físicas cualesquiera. Son sólo cambios, pero no en el tiempo o en el lugar sino en el ser, en el mismo sujeto que es emplazado por la vida. Y no en la situación sino en todas las situaciones, porque se procesa la vida entera.

Hablar del proceso de vida, pues, es hablar del proceso de cambios, no de un proceso factual, de una serie de hechos que se suceden en una línea de tiempo. Es la idea de espacio la que sugiere la idea de movimiento, pero se trata de un proceso sin movimiento. El tiempo no cambia y ni siquiera sabemos cómo es sin que cambie. Así, por ejemplo, no es necesario que pase el tiempo para que cambien las costumbres, o las ideas, o las formas de vida. Han cambiado ellas no el tiempo; eventualmente, al cambiar han sugerido el cambio de los tiempos.

Se llama época a lo que los hechos dejan como improntas de vida. La vida es cambiante y configura formas diferentes, artefactos, agrimensuras, construcciones, invenciones, en fin, modificaciones culturales. Pero son improntas siempre de la misma vida, lo que, en cualquier ocasión puede manifestarse de acuerdo a todas ellas y en función de una sola manifestación, de una persona o de un grupo de personas o de una civilización.

Si examinamos las agujas del reloj vemos cómo pasan desde un número a otro, girando y volviendo al mismo lugar. Vemos pasar las agujas y no el tiempo. Decimos “han transcurrido varios minutos” y no “han ocurridos tantos cambios”. Es más funcional contar los minutos que los cambios, y no es necesario decir que es difícil si no imposible determinar los cambios, pues son continuos, inconsútiles y ocurren a velocidades también cambiantes. “Ha transcurrido el tiempo”, además, es metafórico, pues no ha transcurrido nada y solo hay algo que se ha movido y con eso algo que ha cambiado. Han cambiado las condiciones según las cuales se ordenan los constituyentes aparentes del mundo; las relaciones que guardan entre sí los componentes de la apariencia.

Al decir que cambian permanentemente ya aludimos a la apariencia, al mundo reflejo de acuerdo al cual todo es presente o pasado o todo se sigue en una continuidad abstracta que nunca termina. Esa palabra no es más que eso, “palabra”, esto es, “parábola”, “comparación”, “símil”, “alegoría” (Joan Corominas). No existe un permanecer, o permanecer es ser tanto como es cambiar. “Cambio permanente” es una expresión innecesaria puesto que lo permanente es una propiedad del cambio.

El principio de identidad, a propósito, no consiste en otra cosa que en el grado de los cambios. La lógica tuvo que relativizar su alcance de acuerdo a una escala plural en la que la identidad se puede reconocer y a la vez dejar de reconocer sin cambiar de objeto. Es posible dejar de reconocer sin que se trate de otra cosa, de la identidad respectiva de otro proceso de cambios. Se quiere aludir a este evidencia cuando se afirma que “nada se pierde, todo se transforma”. La transformación no esconde el cambio sobre una misma realidad que cambia de identidad y no de naturaleza (donde “naturaleza” es uno de los sentidos más generales de los que se atribuyen al mundo percibido y conocido ‒cambia en especie, género, individuo).     

Se puede preguntar si en la naturaleza hay algo que no cambia, si algún estado de sus diversas manifestaciones aparentes es siempre el mismo, eterno, inmutable, omnímodo, ubicuo. Desde el punto de vista convencional se relacionaría con un estado en el cual no habría tiempo, lo que en apariencia es absurdo. Ese estado carecería de relaciones, no habría en él constantes que conecten variables, lo que lógicamente es otro absurdo. Vécicamente, sólo se puede decir que la vez contiene todos los cambios, pero no es lo mismo decir que la vez no cambia, lo que equivaldría a negar que es una síntesis, un gran algoritmo, el fin de una dialéctica, se diría ramillete de flores, florilegio, diván.

En el mundo cuántico hay elementos que se salen del sistema y cumplen la apariencia que sólo pueden cumplir dos o más elementos. También se puede decir, sin que parezca contradictorio, que en el mundo cuántico hay elementos que pertenecen al sistema y que se comportan como elementos que no pertenecen al sistema y que se caracterizan por la dualidad o la pluralidad. Entonces, se cumpliría la cualidad y no la cantidad, porque la cualidad es una propiedad en la percepción, mientras que la cantidad es una extensión en el espacio. Sólo hay que concebir la energía en términos de propiedades y no de objetos, como si dijéramos de accidentes y no de sustancias, de esencias y no de existencias.

Ahora bien, ¿qué es el cambio? Hemos dicho que lo que es, es porque cambia; en realidad, queremos decir, no porque, sino desde que o en tanto cambia; no queremos decir que sea causa ni que el cambio sea el origen de todo, su porqué. Sólo decimos que cambio y ser son una y la misma cosa. Se puede decir, también, que el ser no cambia porque es el mismo cambio, lo que es algo abstruso. Es más claro decir que sus significados son diferentes, pero el referente es el mismo (Lucero del alba, Lucero de la tarde). Por lo que, si algo no cambia, entonces no es.

Si, como hipótesis, se dice que el ser es lo que ha escapado de la nada, la que se supone como posible fuente u origen del ser, entonces la nada es precisamente eso que no cambia. Apelando a una especie de microscopía del cambio, se podría deducir que de la nada habría de surgir alguna entidad que no cambia y que de alguna manera no fuera pura nada. Pero se advierte que esta hipótesis es improbable, si no increíble, porque es imposible que en algo que es haya algo que no cambia: habría que probar que, en el ser que fuere, sus pormenores, pequeñeces más mínimas o nimiedades conviven como una sola entidad, lo que parece imposible. La mirada del observador se convertiría rápida y fácilmente en un centro, con sus márgenes o partes.

Si algo no tiene fronteras, por insignificantes que sean, no puede ser algo; por lo demás, sería como aislar el cambio en sus componentes, pues el cambio ¿tiene fronteras nítidas, observables, distinguibles notoriamente? Y si sólo hay fronteras, entonces no hay cambio, lo que equivale a decir que no hay nada. Desde que lo reconocible es la propiedad, aquello que tiene propiedades es lo que puede relacionarse con la mismidad, y el objeto solo con el cambio. Se corroboraría la expresión popular “el mundo es cambiante”.

La vez es, de todas las veces, la que es en tanto puede, en tanto quiere (tiene un porqué, cuenta con el modo de ser), en tanto le es posible, se da el caso o se presta la ocasión de ser. El mundo es vicisitud o vicisitudinariedad, esto es, vecidad, en otras palabras, turno, ronda, relevo, mudanza, alternancia. Esto es lo que se puede decir desde una metafísica realista, pues desde otro punto de vista lo que se diga es ciencia fáctica, empirismo, física teórica. Tampoco es “conocimiento objetivo” ni “trialismo”, esto es, lo que se suele llamar racionalismo crítico (Popper). Y no es religiosidad, sentimiento, idea, lo que en filosofía sería idealismo. La vez es tan real como una piedra, casi de manera idéntica, pues, así como en la piedra está todo lo que es, reunida en ella la evolución completa de su historia geológica, en la vez está todo lo que la vida ha reunido para ser tal, para comparecer como algo. No es sólo alguna de sus propiedades ni alguno de sus estados.

Nietzsche se pregunta qué es lo más perecedero, si el espíritu o el cuerpo (El viajero y su sombra, 77). Distingue entre lo que flota y lo que es duro, en lo exterior y en el cuerpo lo de mayor duración: “En las cosas jurídicas, morales y religiosas, lo que hay más exterior, más concreto y de más duración en el uso, en las ceremonias y en las actitudes es el cuerpo, al cual se agrega siempre un alma nueva. El culto, como un texto de términos fijos, es interpretado constantemente de nuevo; las ideas y sentimientos son lo que hay de flotante; las costumbres, lo que hay de duro.”

Pero, ¿qué es todo esto? Sólo espaciotemporalidad, mirada objetiva, cierto fijismo o alevosía de la materia. Si lo perecedero es lo que desaparece, y lo que desaparece es lo que ya no cambia, Nietzsche tiene cierta razón y hay aquello que dura más. Pero, si lo perecedero no es lo que desaparece sino lo que cambia (a gran velocidad), entonces no se puede afirmar que hay algo que dura menos o que dura más ‒y cada vez que escribimos “entonces” recordamos a Nietzsche: “Escritor imbécil, ¿por qué escribes, entonces?” (El viajero y su sombra, 92). Pues, la duración no existe en la esencia del ser y solo existe el ser. Decimos que dura lo que cambia poco, lo imperecedero, y que no dura lo que cambia mucho, lo perecedero. Mucho y poco son propiedades del cambio, no del cuerpo ni del espíritu.

Las costumbres, por tomar el ejemplo de Nietzsche, no pertenecen en exclusividad al cuerpo ni al espíritu, y se diría que pertenecen a ambos en igualdad de derechos. Sólo la vez es aquello que permite hablar de las costumbres, pues este concepto no está en ninguna de las veces constitutivas del proceso de cambios. Nietzsche habla de lo duro y lo flotante, lo que es comparable a la densidad de las cosas, pero a una densidad que no es la del objeto sino la del cambio: lento, menos lento, rápido, más rápido. Lo que exige un proceso para ser, como es la vida, sólo es transparente en cuanto a lo que es en la vecidad, en el todo de la cosa.

El mundo es aquella vez que puede flotar o hundirse, que puede durar o perecer; y puede ser cuerpo o espíritu. En tanto cuerpo y espíritu el mundo es puro tiempo, cosa singular y perentoria. En tanto cambio, el mundo es plural, aplazable, prorrogable o extensible, y se está como si el tiempo estuviera dentro de él, reunido y sorprendido en su alevosía y falsedad. Es el caso o vez en que el mundo no tiene comienzo ni fin e incluso es lo que puede ser y lo que podría ser. La prohibición y la permisión, lo fáctico y lo eventual, la necesidad y la contingencia, el modo de ser de la vida es el mundo vécico o mundo de la vez.

 

14 EL ARTE COMO QUERENCIA

Hemos dicho que la estética es la ciencia que se ocupa de lo dado, y que el paso kantiano siguiente es el de lo puesto, el entendimiento sobre lo dado, el complemento. Pero no todo lo puesto nos da el resultado que buscamos, la verdad en que radica la belleza, así como bajo otros lemas disciplinarios buscamos la verdad y los valores y definimos lo moral. Por lo que intentaremos un paso más en búsqueda de la naturaleza vicisitudinaria de lo dado.

De lo dado tomamos algunas notas que nos dan la planta en construcción de las cosas, lo constitutivo. Lo constructivo es lo que llega a ser construido, y lo construido es la dimensión que responde a la apariencia. Lo constitutivo, en cambio, es lo que construye, lo que es capaz de realizar modificaciones, especialmente las que son fundamentales para que la construcción no se venga abajo.

La estética nos muestra lo constitutivo, lo que está por debajo de lo construido; no se ocupa de mostrar lo que no es constitutivo, lo que se repite en el armado de la cosa o de lo que ya está armado. Nos sugiere lo constructivo, nos introduce en la obra en construcción y no se ocupa mayormente de la apariencia. Pone al descubierto la cosa en sí, desnuda lo dado, y en el intento adopta diversas formas: la idea, el sentimiento, la impresión intuitiva, una especie de fulguración de las emociones, etc.

Mientras la apariencia muestra cómo se construye la cosa, el arte muestra cómo se constituye. No la muestra a los ojos sino a lo que los ojos apuntan sin ver, desde que es puro intento, proyección, propagación. Si la apariencia es delimitación, contención y concentración, el arte es expansión, liberación y dispersión. No muestra el proceso ni las etapas del proceso sino cambios fundamentales, grandes transfiguraciones, no en lo que se refiere a cómo la cosa cambia sino en cuanto al cambio que la vuelve cosa. Deja que veamos libremente el cambio, pues no se ocupa directamente de la cosa que experimenta el cambio. Lo dado no interesa al arte sino en su porosidad, en la permeabilidad de lo perceptible, en la levedad que permite la impregnación y el desbordamiento.

De acuerdo al plan del arte la realidad sensible se transforma, se vuelve realidad furtiva y metafórica, valiéndose casi siempre de códigos nuevos que hay que decodificar. Lo estético sugiere e impulsa el franqueo de sus fronteras, la visión de lo que, según en general propone, está más allá, en un dominio suprasensible. La estética de lo bello se caracteriza por este cometido, y el fundamento de su proceder es la insinuación. Si lo dado se deja ver bajo diversidad de vestimentas, el arte se ve en las maneras en que se vería desnudo, en su originalidad constitutiva. No le interesa la evolución cronológica ni la transformación topológica y sólo se ocupa de convertir la experiencia en conciencia, lo vivido en cosa viva, el tiempo en intemporalidad y los lugares transitados en el lugar que siempre se transita.

¿Qué hace el arte con la cosa? ¿Cómo el arte afecta a lo dado? Siempre se ha dicho que lo modifica, que lo transfigura o lo cambia. Lo que parece es que lo sorprende, y la sorpresa, por una especial emboscada del sentir respecto a la realidad, cambia las categorías de la apariencia, la índole del mundo, la naturaleza de la naturaleza. Que cambien sus categorías quiere decir que cambia lo que se dice o se expresa de algo, lo que se puede predicar en el plano de un lenguaje. El arte no dice lo que obviamente se puede decir y propone lo que en lenguaje corriente no se puede decir: propone otros predicados. Sin dejar de identificar procede a la renovación de lo identificado, a mostrar lo que no se encuentra en ello.

El arte es puro querer, y puede querer que la cosa se muestre como no es o como quisiera que fuese. Consiste en el afán por reducir todo a lo que se quiere, a lo que por último se reverencia o se anhela. Es la forma de reducir lo dado a un cariño original, a un amor primero: es la forma de convertir el querer en querencia. “Querencia, antes ‘cariño’, luego ‘inclinación a volver al lugar donde uno ha sido criado’, y ‘ese lugar’” (Corominas). La cosa que entonces aparece en la subjetividad y fuera de la apariencia sensible empieza a no ser cosa y a ser caso, suceso, accidente, acaso, ocasión y aquello en que se cae, turno para lo que toca ser. El arte no crea objetos sino ocasiones para los objetos, veces en las que cualquier objeto cobra presencia sintiente.

El arte, pues, es la mediación por la que la cosa se convierte en caso, pero no solamente en caso, en un caso en tanto acontecimiento innominado e indeterminado. Es un elemento que ha colmado la serie, el grado de la escala en el que han comparecido todos los demás, las cosas, los objetos, lo hechos que muestra la apariencia. Es lo que ha sido satisfecho, como calor que licúa el hielo, lluvia que empapa la tierra, flores que ocultan las ramas. Este querer o virtual poder hacer del arte fue para los antiguos el mandato de los dioses, luego el mandamiento de Dios, más tarde la prescripción del genio.

Hay sentimiento en ello, religiosidad, misticismo y hay pensamiento borroso, todas excepciones a la gran regla de la razón. Entre las excepciones del mundo hay prescindencia de la ley biológica, que es la ley de la necesidad. Lo dado para el humano responde a esa ley, pero lo estético y el arte no responde a ella o no sólo a ella.

El arte no es una explicación del cómo, una medida del cuándo ni una descripción del dónde, sino un grado en la escala del qué último, la vez que representa toda la serie. Tiende una emboscada a la apariencia, y lo sorpresivo es para él lo que el descubrimiento para la ciencia. Ella va tras un objetivo, él tras un objeto. La conclusión vale para la ciencia, las premisas para el arte. El arte reúne lo que ya ha sido y en tanto es como presente, lo que se está haciendo desde todas las veces. Es el principio y el fin de toda cosa en una misma cosa, la historia de la cosa en el ser de la cosa.


15 RESUMEN DE LA TEORÍA VÉCICA

 

1

 Nadie que en la vida diaria luche por el sustento, el propio, de su familia, de quienes necesitan de su protección o ayuda, dispone de algún sistema de recursos sofisticado, solucionador de problemas, surtidor de conocimiento genuino, organizado, jerarquizado en sus componentes funcionales, como por ejemplo es el de la ciencia. Cuando la ciencia ayuda, lo hace acompañada de la otra especie de ciencia contraída: cada uno recurre a su propio caudal, forjado incipientemente en la experiencia y en lo que el sentido común extrae de los éxitos y fracasos resultantes, en un curso accidentado y no siempre previsible.

Las elecciones y decisiones que se toman para configurar una senda de vida no solo cuentan con la ayuda de los recuerdos, de las nociones asimiladas y conservadas, de las habilidades y conocimientos adquiridos a través de enseñanzas, aprendizajes programados, instrucciones formales o frutos recogidos en lecturas. También cuentan con el acervo del mismo proceso de vida, a través del cual se forja una sabiduría elemental mediante el empeño, el esfuerzo, la renuncia, incluso el sacrificio y especialmente el sufrimiento.

No solo es decisiva la fuente sensorial de la que procede la información sobre los hechos, con su correspondiente elaboración mental, en el origen objetivo de la apreciación del mundo, empírico, a salvo de toda intuición o ilusión y comprobable solo por los sentidos en cada caso, contexto y situación (filtrada por la razón y sus manifestaciones colaterales).

También lo es, y lo es principalmente, aquello de esa fuente que imprime en el sistema nervioso una base de potenciales funciones, un complejo facultativo formado a partir de ensayo y error, elecciones de vida con éxitos y fracasos, veces distribuidas en la cadena de acontecimientos indeterminados. Un complejo histórico-personal, un algoritmo biológico resultante del proceso de vida que se instruye para activarse bajo miles de variantes en millones de ocasiones ante todas las circunstancias.

 

2

 

Se trata de una operación espontánea que extrae de lo indeterminado lo determinado, de lo vivido la actitud frente a lo que se vive, del pasado el presente, de la experiencia la solvencia, de la voluntad la conducta. Ese otro acompañante de la inteligencia, de orden experiencial, que provee una clase de poderosos recursos estructurados pero formados en lo desestructurado, instantáneos pero surgidos de lo permanente de la vida, es el que brinda la fuente adicional del saber. Este acompañante, por complementario, por adicional, por lateral, no es menos decisivo en la resolución de problemas, aunque su naturaleza no es la misma de la cual proceden las asistencias y socorros suministrados por la educación sistemática, el aprendizaje de habilidades, las adquisiciones por repetición y automatización, sino otra, forjada en la vida personal y constituida en base a las elecciones y especialmente a los saltos en el vacío que a menudo se dan con el fin de superar una dificultad.

 

3

 

Resolver problemas, disolver dudas y desentrañar misterios constituye el resorte de la historia de cada persona. Es el rasgo que la distingue y que confirma una realidad verdadera al menos para ella. Es verdadera porque participa del mismo mundo que en alguna medida modifica al resolver problemas, un mundo que no hay cómo negar porque es el propio.  

Al tratarse de la escala humana, del mundo en que se presentan los problemas, y de la actividad que se genera en la interacción con quien los enfrenta, resulta la confirmación de la verdad del mundo  como existente y correspondiente a la conciencia de la conciencia, a lo pensable tanto como a lo palpable. Desde que es el mundo en el que ha tocado vivir y en el que se comparece a sí mismo, es el mundo de verdad y la empresa de definirlo en tanto mundo conocido, pensado, reconocido en sus propiedades, aquel en que se da respuesta a los problemas que se interponen en el camino para permanecer en él.

 

4

 

En la medida en que el sujeto humano obra, según su leal saber y entender, en el mundo en el que asoma y al cual de alguna manera modifica mediante incidencias y en el entorno en el que actúa, comprueba que está entre las cosas y los seres y entre las personas e individuos. Se puede afirmar que si no hace algo y no comparece ante los demás no habita ese mundo.

Surgen así las determinaciones: lo que se puede comprobar porque responde al propio obrar en el entorno. Estas determinaciones representan la condición por la que se define la persona, sin las que solo sería individuo, simple ejemplar de una entre las tantas especies existentes.

Tales determinaciones o modificaciones producidas por la persona en el entorno son las que, según resulten a favor o en contra de la prosecución de la vida, configuran la verdad, concepto que nace como desprendimiento de las determinaciones. No es solo saber, es también aceptación de lo que hay mediante la propia comparecencia. Y es en lo que se puede confiar. Se trata de pautas que se van adoptando en un proceso del que surge otra clase de elección fundamental, el deber ser (la moral): remisión de determinaciones a un esquema de principios que se prefieren y privilegian.

 

5

 

La contingencia y la adversidad configuran la verdad a través de las determinaciones, no sólo mediante el conocimiento. Se interponen a la actividad por la que la persona modifica el entorno o lo determina mientras a su vez es modificado. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida. Esta verdad provisoria es más convincente para la persona que la verdad convencional.

Los sentidos, el cerebro y el entorno se asocian en una sola realidad ante la cual se comparece en cada acto a fin de mantener una visión reconocible y propia (de manera que no decaiga; si no comparece, la asociación se disuelve).


16 POR CUÁL VENTANA MIRAR

 

Podría resultar falsa la imagen del hombre contemplada a través de la ventana espaciotemporal. El hombre no es una etapa en el curso de su historia, un eslabón en la cadena que lo mantiene unido a la existencia, un tramo en la escala de su vida o de la vida colectiva. Es algo más, nunca un producto final, nunca un corte a la altura de la edad o de los tiempos, nunca el prototipo de una multitud de tipos diseminados en el pasado.

Su naturaleza completa, su realidad última, el posicionamiento que guarda respecto a las demás especies vivas, resulta fidedigna si se observa a través de otra ventana. No de ventana como solemos entender habitualmente este objeto, transparencia, agujero, hueco que nos permite mirar hacia afuera de un recinto, o mirador que permite observar lo que está más allá de un encierro o de un muro.

En todo caso, se trata de la mirilla que, a poco de aguzar la vista, muestra la realidad del ser humano construyéndose a partir de sus posibilidades autónomas, auto generativas y recursivas, intrínsecamente interiores y propias. No sólo en lo que respecta a la subjetividad sino también en su quehacer objetivo, el que se registra en el mundo de circunstancias de vida personales: en la historia vicisitudinaria y no sólo en la historia cronológica, en la historia fenomenológica y no sólo en la historia empírico racional.

Gravita en torno a la inteligencia un cúmulo de circunstancias experienciales, vicisitudes, disyuntivas, incertidumbres, éxitos y fracasos, emociones positivas o negativas. Especialmente, gravita el resultado de sus actos selectivos u opciones tomadas ante alternativas diversas. El individuo humano se resuelve por alguna de las alternativas posibles que se abren ante las dificultades y las urgencias que le presentan los problemas y los enigmas.

Su cerebro trasforma el caudal neural recibido, en términos de percepciones y de información en proceso, en una facultad más o menos acabada que llamamos saber o conocimiento. Es una conversión de elementos objetivos en elementos subjetivos, de experiencia y productos adquiridos en los componentes de una potestad que llamamos inteligencia. Además de almacenar información, elaborada o no, adquirida directamente o adquirida por aprendizajes, la inteligencia se modifica a sí misma en términos de mejoramiento y superación.

Ahora bien, no es posible discernir hasta qué punto existe una configuración de saber o de conocimiento que pueda considerarse autóctono, puro, propio, no dependiente, libre respecto a los contenidos determinados y fijos de la memoria. Se desconoce cómo la inteligencia aprovecha la experiencia y la racionalidad, los “datos inmediatos de la conciencia” y la elaboración que procesa en su torno. Pero, por algunas características de las ideas, por la originalidad de algunas conductas y por la especial laboriosidad que demuestran muchos seres humanos, es posible distinguir una clase de saber que esconde su principal fuente de recursos en el juego de acción y reacción de la experiencia.

Hay una fuente, entre todas las demás fuentes, que impacta al individuo de manera permanente y en el más inmediato contacto con la realidad circunstante y vivenciada. Hay que considerar los datos inmediatos allegados a la conciencia, pero también los impactos de oposición que la inteligencia experimenta —especialmente en soledad— ante los obstáculos y contrariedades, las dificultades, los conflictos, las decepciones y los desengaños. La historia de los encuentros con la adversidad es la historia que compromete lo subjetivo (tanto como lo objetivo), que configura el saber y que configura y determina las ideas y las conductas en cualquier instancia o etapa de la historia personal.

Se puede llamar historia vicisitudinaria a la historia personal contemplada desde esa otra ventana o, si se quiere, a través de esa mirilla que descubre una imagen más clara del hombre. Pero, como casi ya lo hemos advertido, no es historia propiamente dicha y en lo que la palabra representa, sino más bien concepto acerca del individuo humano. No de la humanidad, no del conjunto de todos los seres de la especie, a lo que seguramente caber otro concepto, sino, concretamente, de lo que se puede llamar humano como tal, no de singularidades en convergencia o de acumulaciones.

Este concepto sobre la persona no es un concepto que se refiere a uno de los estados en una serie, a una selfi en el álbum, a un fragmento del cuadro, a una instantánea tomada durante un tumulto. No se trata ni de un almacén ni de uno de sus compartimentos, de una totalidad ni de un promedio. Si bien en este concepto se incluye la relación entre individuos, el mutuo influjo, el componente que cada uno representa en lo demás, no se incluye la relación de todos juntos sobre uno ni de uno sobre todos juntos. Porque, en puridad, no conocemos la relación, registrable, descriptible, que guardan lo individual y lo social, y sólo hay una teoría al respecto.

Así, pues, no es historia individual sino simplemente persona. La historia del individuo es la persona, pero no toda sino aquella que resulta de lo selecto en la experiencia. Hay una historia invisible que registra, entre la peripecia y los accidentes, las mudanzas que surgen a partir de ellos. Ese cambio privilegiado y propio es la persona, el producto directo del intercambio con el entorno. No el cambio último ni el último cambio, sino el cambio que se está produciendo continuamente.

Lo que se ve a través de la ventana-mirilla, la imagen básica del ser humano, oculta pero viva y actuante, está constituida por lo indeterminado e innominado. La conocemos a través de la teoría, pues no hay forma de percibir lo que nos muestra por ningún sentido ni por ninguna tecnología. En su manifestación es imperceptible y en su función es real, tan real como los hechos de la experiencia de los que proviene su realidad concreta. Como el mundo micro, no se ve, pero es real como el macro. Así como en el espacio hay elementos reales inobservables, hay también en el tiempo elementos reales imperceptibles. Para mejor decir, no en el tiempo, no en el pasado, sino en la persona. En todo caso, en el presente, con lo que ya se ve que dejan de ser historia personal, biografía, para pasar a ser historia vécica.

 

17 ¿HISTORICISMO VICISITUDINARIO?

 Algunas de las obras filosóficas y antropológicas que se han ocupado del difícil problema del hombre hacen hincapié en el historicismo. Pero, ¿de qué clase de historicismo se trata?

 

Desde Hegel, y principalmente desde Dilthey, se ha buscado definir al hombre en base a la dimensión en que se consagra principalmente como sujeto de la historia, antes que como sujeto biológico, psíquico, social, metafísico, teológico, etcétera. La dirección de esos estudios ha corrido suerte diversa, aunque en general gozando de una aceptación importante. Quienes han adherido a ella, o quienes reflexionan en sus marcos, y aunque tengan presente la clase de historicismo en la cual se manejan, no tienen presente a qué clase de historia se refieren, pues no hay una sola.

Para algunos el verdadero historicismo surge con el evolucionismo de Darwin, y para otros, entre quienes puede mencionarse al mismo Darwin, la dimensión tiempo no influye en la condición humana. El historicismo sostiene, en general, que la historia, en el devenir de sus procesos de lugar y tiempo, es el principal factor que influye en la conformación racional y psicológica de la persona, de la colectividad y de las diferentes culturas. Pero esta noción es objeto de diversas interpretaciones que desembocan en historicismos diferentes.

Se podría vincular la noción de historicismo de G. F. Hegel, salvando las limitaciones propias de los esquemas, al proceso racional por el cual se forma el espíritu humano en el desarrollo dialéctico de la historia. Otras nociones, como la de Benedetto Croce, tienen que ver con la fuerza que determina la realidad humana y que la racionalidad convierte en historia. La concepción de Ernst Troeltsch puede asociarse a la trama de sentidos religiosos y culturales que acompañan al hombre desde los orígenes. La de Wilhelm Dilthey a la dependencia del espíritu respecto a las abstracciones que elabora la inteligencia a partir de la experiencia y en particular de la vivencia. Y se podría seguir, aunque las diferencias no disimulan el común denominador que ubica a la historia en el lugar que en otras teorías ocupan nociones biológicas, psicológicas, políticas, teológicas, antropológicas.

La historia que da lugar al historicismo, pues, ¿cómo podría describirse? Sencillamente, se trata de la serie de acontecimientos humanos en el curso de los tiempos, lo que viene a representar el objeto de la ciencia de la Historia, la que viene denominándose historiografía. Pero, aunque la historia se desarrolla en diversos planos, el de los grandes hechos que marcan hitos sociales, económicos y políticos, entre los cuales se cuentan hechos militares y religiosos, naturales y accidentales, también se desarrolla no exactamente en torno a hechos sino a fenómenos ideológicos, filosóficos, artísticos, en fin, a las ideas que suelen acompañar a los hechos, a veces influyendo en ellos, convirtiéndose a veces en más hechos, a veces quedando en los márgenes de la realidad concreta.

 Esta es la versión que usualmente aceptamos de acuerdo a una descripción rápida e inevitablemente esquemática. Que valga aquí sólo para servir de preámbulo a la noción subespecie de historia que deseamos describir dentro de la dimensión general, y que no es sino historia personal, y dentro de la historia personal, historia vicisitudinaria. Es la historia de hechos y fenómenos, de experiencias y vivencias que influyen en el saber del sujeto. Una historia que forma parte del sistema de recursos para enfrentar la adversidad y asegurar la supervivencia o, en lo inmediato, la continuidad de lo cotidiano, y que a su vez ha surgido en función de esa misma adversidad.

Se puede argüir que no es oportuno llamar “historia” a esta historia vicisitudinaria, porque, primero, no se desarrolla en el tiempo continuo y cronológico, rasgo intrínseco de toda historia, y, segundo, porque no es factible trazar su historiografía, desde que sus “hechos” relevantes son indeterminados, hechos cualesquiera que suelen referirse con las expresiones “una vez”, “cierta vez”, “hubo una vez”, “muchas veces”, o con las palabras “turno”, “caso”, “ocasión”. Por otra parte, las veces en que la voluntad física (o la intencionalidad psíquica) resuelve una dificultad cotidiana, grande o pequeña, se suceden siguiendo el  mismo orden en la seriación que sigue la historia temporal y cronológica, sólo que en forma discontinua, sin ritmos ni medidas predecibles o cuantificables.

El nombre no importa, pero, si llegara a importar, cabría cambiarlo por otro o encontrar para el asunto un marco teórico más apropiado que el histórico, el de la psicología, el de la biogenética, el de la sociología o algún otro. Sea como fuere, nos remitimos a una serie discontinua de hechos reales que se registran en el transcurso de la vida de la persona, vida no menos real. Por lo que asoma lo que se podría entender como fuente exclusiva de generación de saber, génesis de las facultades humanas relacionadas con la resolución de problemas, el desciframiento de misterios, el empeño de resistir la adversidad y aun de superarla o de convertirla en bienestar o felicidad.

Por lo que se presenta la posibilidad de definir al hombre en base a esa serie discontinua de hechos reales que, por responder a la voluntad electiva del sujeto en instancias en las que se ve obligado a optar por una entre dos o más alternativas, están en la base germinativa de la inteligencia —en tanto capacidad inmediata de responder ante obstáculos y dificultades en la vida práctica. Esto podría suscitar una interpretación del fenómeno en el marco de un historicismo subyacente respecto al marco interpretativo de los historicismos fundados en la historia entendida como objeto de la historiografía (con lo que ganaría importancia en la teoría del conocimiento el concepto de adversidad).

En tal caso se trataría de una historia entendida como objeto de alguna sección de la epistemología, o rama de la gnoseología. De una teoría en ciernes que se ocuparía del conocimiento común, espontáneo, práctico, utilitario, en lo que fuera posible diferenciado respecto al conocimiento adquirido, asimilado y elaborado. El concepto de historia escaparía entonces del terreno específico de los historicismos tal como los conocemos. Surgiría un nuevo historicismo o, si se comprueba que esta noción no cuadra en el marco del historicismo, despuntaría la posibilidad de definir una nueva rama de la teoría del conocimiento asociada a la historia personal y circunscripta a la experiencia vicisitudinaria o vécica.

Se podría argüir, igualmente, que no se trata de historia, ni personal ni vicisitudinaria, sino del “mecanismo” de siempre por el que acumulamos experiencia y mejoramos y afinamos habilidades, aptitudes y aumentamos el rendimiento de los esfuerzos. Sin embargo, no nos referimos al saber alimentado por todas las fuentes de conocimiento de que pueda disponer el individuo, sino solamente a la que viene de la experiencia toda vez que la necesidad requiere de elecciones con soluciones perentorias. Naturalmente, el sujeto puede apelar a todo su bagaje de conocimiento, el adquirido por aprendizaje y el generado en la circunstancia, el dictado por una regla aprendida y el surgido espontáneamente, y éste es el que finalmente contribuirá a formalizar el resultado y a incorporarlo a su potencialidad inteligente a partir de las veces que le resultaron beneficiosas.

Además, esas veces son únicas desde que a partir de una contingencia cualquiera se produce el tránsito de la voluntad, la intencionalidad y la decisión a su correspondiente imprimación mental, como si surgiera un algoritmo (no genético, no “de búsqueda”, sino de experiencia) que se incorpora como uno más de los recursos cognitivos que se activan en diversidad de situaciones conflictuales, con obstáculos y dificultades. Las veces productivas, pues, obrarían en forma independiente de la clase específica de dificultad o naturaleza del problema.

¿Cómo funcionan esa clase de algoritmo? Manuel de Landa se ha expresado sobre la necesidad de escribir “una historia no lineal” de la historia humana. Se inspira en las ideas del físico Arthur Iberall, quien “fue tal vez el primero en visualizar las grandes transiciones de la historia —la transición de cazadores-recolectores a agricultores y de agricultores a pobladores de asentamientos urbanos— no como un avance lineal en la escala del progreso sino como un producto del cruce de umbrales críticos” (Mil años de historia no lineal, 2011, México, Gedisa, p. 12).

Pues “así como una sustancia química puede existir en varios estados distintos (sólido, líquido o gaseoso) y puede cambiar de un estado estable a otro en puntos críticos de la intensidad de temperatura, así las sociedades humanas pueden ser vistas como un ‘material’ capaz de sufrir cambios de estado en puntos críticos de la densidad de población, de la cantidad de energía consumida o de la intensidad de la interacción social […] si las distintas etapas de la historia humana fueron realmente ocasionadas por transiciones críticas, entonces no son propiamente etapas, es decir, pasos progresivos en un desarrollo donde cada paso dejaría atrás al anterior. Por el contrario, así como las fases gaseosa, líquida y sólida del agua pueden coexistir, así cada nueva fase humana se agrega a las anteriores, coexistiendo e interactuando con ellas sin dejarlas en el pasado […] En otras palabras, la historia humana no sigue una línea recta que apunta hacia las sociedades urbanas como meta última” (ib., p. 14).

Los mismo podría decirse de la historia personal, permitiendo, como aduce de Landa, que “la física se infiltre en la historia humana”. Esto induce a pensar que la historia, al menos en lo que respecta a la historia personal, además de resultar para nosotros el fenómeno desplegado en el tiempo que todos conocemos, es también y principalmente un hecho físico. No hay como evitar la relación con una incorrespondencia fatal: la de que lo pasado no puede ser considerado hecho físico, en el sentido de la física. Como hecho físico de la física debería someterse a algún medio de observación que, hasta donde fuera posible, permitiera confirmar su fisicidad vicisitudinaria.

Como esto no es posible, porque entendemos que el pasado pertenece a la historia y no al mundo de los objetos físicos, también las veces pertenecen al pasado, y es imposible aislarlas en sus momentos y discernir sus propiedades y características concretas. Sólo es posible reducir esos hechos a veces y vecear el tiempo; vecear quiere decir aquí explorar introspectivamente, al viejo estilo metafísico, o indagar como por ejemplo indaga el psicoanálisis. Según Manuel de Landa es preciso considerar la sociedad no sólo “como un todo” abstracto sino también como el producto de las “interacciones entre los individuos” (ib., 16).

También sería preciso considerar al individuo no sólo como elemento de un conjunto o parte de un todo, sino más bien como fulguración de la innominada serie discontinua de interacciones con el mundo. No en participación exclusiva sino complementaria de genes y memes, de la memoria y de los aprendizajes asimilados desde la vía externa. Sólo restaría probar la fisicidad de la fulguración, lo que por su dificultad no será objeto de atención en este contexto.

La posibilidad de que los algoritmos permitan la resolución de problemas encuentra una descripción trasladable desde las teorías del lenguaje. También es Manuel de Landa quien atribuye “a los procesos históricos un papel más destacado” que modela “la máquina abstracta del lenguaje no como un mecanismo automático incorporado en el cerebro humano, sino como un diagrama que gobierna la interacción humana” (p. 270). Un ejemplo, agrega, es “la bien documentada habilidad de los niños para aprender un idioma exponiéndolos a la conversación de los adultos (es decir, sin haberles señalado cuáles son las reglas)”. Se trata de lo que “llevó a Chomsky a postular la existencia de un autómata innato. Pero si un conjunto de reglas externas no es la fuente de la productividad combinatoria del lenguaje, entonces, ¿cuál es?”

“Una respuesta posible sería que las palabras llevan consigo, como parte de su información, constreñimientos combinatorios que les permite restringir las palabras con las cuales pueden combinarse. Desde este punto de vista, cada palabra lleva información acerca de la frecuencia de coocurrencia con otras palabras, de tal modo que cuando una palabra dada es agregada a un enunciado, esta información ejerce presión sobre la palabra o clase de palabra que puede ocurrir enseguida. Por ejemplo, en muchos lenguas europeas, después de agregar un artículo definido a una frase, la siguiente posición está constreñida a ser ocupada por un sustantivo” (ib., 271).

Asimilamos aquí el concepto de coocurrencia al de vez, turno u ocasión.

De Landa se ocupa también de las ideas del lingüista George K. Zipf, que fue “tal vez el primero en estudiar el lenguaje como un material, es decir, como un gran cuerpo de inscripciones físicas que exhiben ciertas regularidades estadísticas. Zipf definió a la tendencia de palabras a coocurrir con otras como su grado de cristalización” Por nuestra parte preferimos concebir el fenómeno como fulguración, más cerca de la conceptología neural que de la ciencia física propiamente dicha. Preferimos, pues, la noción fundada en términos metafísicos objetivos.

Sumamente interesantes son las ideas que proporciona el lingüista Zellig Harris al respecto y relacionadas con la capacidad formal de la cristalización (o fulguración), más allá de los contenidos y significados específicos referidos a la experiencia. El modelo de Harris que evoca de Landa toma “descripciones metafóricas” como las de Zipf “y las transforma matemáticamente en la máquina abstracta que buscamos […] Su visión del lenguaje es completamente histórica: la fuente misma de los constreñimientos es la estandarización o convencionalización gradual del uso corriente” (ib., 272), se diría, pensamos, a la manera que defendió Ludwig Wittgenstein.

Entre estos constreñimientos combinatorios Harris destaca el “constreñimiento de probabilidad”, esto es, “la información que poseen las palabras acerca de otras palabras con las cuales tienden a combinarse con mayor o menor frecuencia en la práctica real”. Si en la descripción de Harris sustituimos “palabra” por “vez”, “palabras” por “veces”, obtendremos una sorprendente aproximación a la descripción que hemos deseado trazar aquí. Más aún si agregamos esta cita: “Para una palabra dada, el conjunto de sus palabras más frecuentemente concurrentes (un conjunto que se encuentra en constante cambio, contrayéndose y expandiéndose) se llama su selección y, en el modelo de Harris, es esta selección lo que forma el significado de la palabra. De aquí que el contenido semántico de las palabras esté determinado por su combinatoriedad, no por su identidad.” (Ib., 273)

Sólo resta agregar que el cuadro trazado en el plano del lenguaje es trasladable al plano de la historia vécica, en el cual las veces hacen lo que los lingüistas mencionados atribuyen al poder de coocurrencia, es decir, al efecto por el cual las palabras pueden llamarse unas a las otras por el sólo efecto de sus propiedades formales oracionales, semánticas pero también sintácticas. No es factible, empero, inscribir ese plano en una estricta dimensión física, caso en el cual no estaríamos en condiciones de teorizar e intentar demostrar. Si se trata de fundar el hecho humano en la historia, quizá sería de la historia vicisitudinaria y un intento fundado en un historicismo del mismo cuño.

 

18 VISIÓN VICISITUDINARIA Y PRINCIPIO ESPERANZA

 

La esperanza, como la desesperanza, no pertenece a la utopía sino a la vida real. La realidad “que aún no es como se espera que vaya a ser” existe en la mente de todos los seres humanos, en cada uno según su particular manera, y responde a los recursos fundamentales de la inteligencia.

 

Se ha dicho que El principio esperanza (Bloch, 1977) constituye un tratado sobre la razón utópica, “una enciclopedia de los deseos y los sueños diurnos transfiguradores de la historia”, que es la expresión máxima de “una filosofía crítica y afirmativa del porvenir” (“Anthropos”, Nº 146-7), por lo que se presenta como necesario volver a leerlo y a pensarlo. Se ha dicho también que se trata de un “principio cósmico según el cual la realidad no consiste en ser todavía lo que se espera que vaya a ser” (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía).

“A diferencia de los filósofos de la existencia, que a los ojos de Bloch parecen haber desembocado en el camino de la desesperación, él, en cambio, escoge, desde el principio, la calle de la espera y de la esperanza, haciendo valer, en contra del pasivo ser-para-la muerte del existencialismo, el constructivo ser-para-la vida del marxismo utópico. Es más, Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica a lo negativo.” (Fornero, T. I, 87)

 

ESPERANZA VICISITUDINARIA

 

Pero, ¿qué tiene la esperanza tras su particular luz que ilumina nada menos que desde el futuro? Si es toda presente, realización actual, elaboración actuante, fulguración y alumbramiento, ¿cómo su fuerza puede provenir o alimentarse del futuro? Es tan importante en la vida de los hombres que hasta es posible concebirla como fundamento de una filosofía de vida, o al menos como uno de los principales ingredientes de una filosofía si bien espiritual de todos modos pujante.

La utopía en Bloch funciona como “dimensión y horizonte de su pensamiento” (“Anthropos”, Suplemento), se comprueba como sentimiento que germina en cualquier persona, que puede llegar a sostener el ánimo en situaciones límite de pesadumbre y angustia (desesperanza). Pero la realidad que aún no es como se espera que vaya a ser es la realidad en que vivimos, a todas luces la única realidad pensable y conceptualizable. Es pensamiento propio del ser humano y se hace presente en cualquier persona, por lo que la realidad utópica es una concepción de la realidad como cualquier otra.

Hay sólo que tener en cuenta que se presenta sólo como proyecto, nunca como un hecho ni como una cosa ni como un proceso consolidado. Por ejemplo, en persecución del camino el paso es algo que va a suceder; en la disposición al sueño el sueño es algo que va a suceder; en la de la lectura cada palabra aparece en una imagen que va a aparecer; en la del trabajo el trabajo está siempre empezándose. La naturaleza está llena de ejemplos en los que el fenómeno está siempre empezándose, como el mar en Valéry, el follaje en Thoreau, los días en Vallejo o el río en Heráclito.

El paso dado, el sueño soñado, la palabra leída el trabajo realizado, el mar, las hojas y los días no pertenecen a ninguna realidad acabada, en el sentido físico y empírico de la palabra, sino siempre a la irrealidad del pasado, porque siempre están a punto de aparecer y a desaparecer. Así, la realidad es siempre una actividad en proceso, flujo y reflujo, en síntesis, a veces imperceptible cambio, y, si no fuera así, la física tendría que dejar de definir sus objetos como los define, nunca como algo congelado en el tiempo y el espacio, suspendido de una manera fantasmal entre todo lo que hay; el segundo principio de la termodinámica sería falso.

Somos nosotros los humanos quienes suspendemos la realidad en cuadros más o menos estables y duraderos, la modificamos y le atribuimos una verdad sólo aparente. Por lo que la utopía de Bloch no es en verdad y en último análisis una verdadera utopía. Es verdad que entre lo que se manifiesta en la mente de los individuos hay mucho de utópico, deseado pero imposible, querido pero fuera de su alcance. Bloch habla de principio, es decir, de algo que rige la concepción de la realidad, no de la realidad. No se trata de lo puramente imaginario, la ilusión, las quimeras, lo fantástico, la ficción.

Eventualmente habría que distinguir la materia prima o fuente originaria de lo que en última instancia reviste como principio. Lo que deriva de principio puede ser lo que se quiera que sea, pero principio en sí no puede ser abstracción sino algo directamente relacionado con lo concreto, aunque no concreto; de lo contrario sería axioma y no principio. Algo que se cumple en dirección hacia otro algo y que, como quiere Bloch, y como quisieron Franz Brentano y Edmund Husserl (también Heidegger, Merleau-Ponty y otros), es mitad realidad abstracta (o verdad subjetiva) y mitad realidad concreta (o verdad objetiva). En pocas palabras, experiencia.

Bloch no es un utópico, un profeta ni un vidente, sino un filósofo, y su visión es vicisitudinaria, lo que quiere decir que tiene en cuenta lo incidental, la peripecia, la contingencia, las alternativas, los dilemas (quereres, deseos, inclinaciones, tendencias e impulsos, lo imaginable y lo posible en la infancia, la pubertad, la vida adulta, la vida anómala de los enfermos, los sueños mientras se duerme, los sueños de la vigilia). No ve el mundo ya hecho sino haciéndose, no concibe la vida ya acabada sino naciendo y desarrollándose; ve la vida no la muerte, como también se ha dicho. De todos modos, se trata de ajustar a la medida las diferentes interpretaciones, de hallarles el talle que corresponda a la comprensión cabal de la vida humana y de la condición humana a la luz de nuevas y sutilísimas sugerencias.

Por lo que se vuelve necesario examinar la calidad de la vicisitud, de descifrar la visión vicisitudinaria, porque entramos en un terreno en que las palabras se dirigen hacia diferentes significaciones y pueden estropearse si estas significaciones se mezclan. Visión vicisitudinaria es la visión que cualquier individuo humano tiene del mundo en que vive y conoce, que tiene conciencia de sí y de los demás. “Vicisitudinaria” porque entiende lo que tiene que entender a través de arduos procesos del entendimiento, no fáciles ni simples. Pues no hay un entendimiento caído del cielo ni una prodigalidad de lo innato suficiente para encarar la vida, una forma de entender que no haya que procurar por diferentes medios.

El entendimiento se forma en la medida en que se vive, y sólo la vida suministra lo que se necesita para entender, no sólo lo que haga en la vida, como el aprendizaje o la educación. Sin la experiencia de vida, sin procesos, sin historia personal, sin entornos de posibilidades e imposibilidades, de aspectos favorables y desfavorables, no habría entendimiento de nada. Los mismos procesos de aprendizaje, la educación, la adquisición de habilidades, la ampliación y la profundización de los conocimientos que  enriquecen la inteligencia son posibles en tanto cada individuo los vive como experiencia única. Son incorporados y asimilados de la misma manera personal los contenidos teóricos, las lecturas, la transmisión oral a cargo de maestros y profesores: es cuestión que cada uno experimenta a su manera.

  Y esa experiencia nunca es la misma, nunca perfecta, habitual, “normal”, porque no hay cómo establecer el justo grado de la normalidad. En cambio, la vida es vicisitudinaria, conflictiva, cambiante, peleada, llena de dificultades y complicaciones que raras veces se superan o resuelven espontánea y graciosamente. Aun, se trata de resolver problemas que no se superan y resuelven con ayuda ajena, pues el individuo se ve obligado a enfrentarlos valiéndose de sus propios recursos, en la mayoría de los casos, sea porque no dispone de ayuda o porque los problemas no admiten interposición ni mediación de extraños.

 

VISIÓN VICISITUDINARIA

 

Visión vicisitudinaria es comprensión a partir de lo experiencial, la que no aplica la información de los sentidos externos, vista, oído, tacto, etcétera, sino la de los sentidos internos, si se puede llamar información, y aunque nunca se podrá establecer una diferenciación perfecta entre las dos dimensiones. Entendemos por “provisión de los sentidos internos” la facultad de sentir en el sentido que corresponde a la subjetividad, a los sentimientos, afectos y desafectos, emociones, pasiones, religiosidad, conmociones morales, estipulación de valores, reflexión introspectiva o razonamiento subjetivo, espontáneo, asistemático.

Ahora bien, esta visión no surge como resultado de la obra final, como producto del conjunto de todas estas provisiones de la experiencia personal. No surge de la simple acumulación de circunstancias vividas que se almacenan para ser utilizadas en ocasiones futuras, repertorio de soluciones ocasionales bajo el control de la memoria (o retroducciones). Tampoco surge de la prospección de lo que aún no es, de la inspiración en lo que sólo es probable o posible (inferencia prospectiva). La visión vicisitudinaria sólo puede resultar de la experiencia vuelta facultad cognitiva: actos físicos vueltos acción neural, circunstancias o vivencias convertidas en algoritmos biológicos incorporados por la inteligencia para replicarse formalmente ante cualesquiera circunstancias nuevas conflictivas, dificultades, contratiempos, obstáculos, atolladeros.

No hay utopía sino alternativa actuante, proyección real de la intencionalidad presente, ya no de futuro. El “impulso de actuación hacia adelante”, como lo llama Bloch (60), o “espera activa” (61), la plena función de la espera esperanzada, de la espera ya no necesariamente en espera, es plenamente construcción sin planificación ni organización: es experiencia aleatoria, estocástica y adversativa. Si a la facultad de la esperanza se le quita lo que tiene de irrealizado, de no consumado, solamente de no esperado o vuelto esperanza en espera, se obtiene el impulso vicisitudinario, la esperanza sin espera, aquello que actúa en nombre del deseo, como afirma Bloch, no del “querer pasivo” o anhelo sino especialmente del deseo, de lo que sólo puede quererse, es decir, de “algo mejor”: “La exigencia del deseo aumenta precisamente con la representación de lo mejor, o incluso de lo perfecto, en el algo que ha de satisfacerlo” (30).

Visión vicisitudinaria, pues, es inteligencia, pero en estado de naturaleza en tanto esplendor de una creatividad original, dinámica no instintiva ni adquirida, no artificial ni imitada sino creada a partir de la experiencia conflictiva biológicamente racionalizada. Es domesticación de la voluntad instintiva y aplicación de la inteligencia recreada y reconstruida por la historia personal. Lo humano es hijo de la adversidad, ha de haber surgido en la faz de la tierra por obra de lo que finalmente demostró ser capaz de convertir lo que es problema en su solución, el obstáculo en el instrumento para superarlo, lo adverso en favorable.

Si fuera por Ernst Bloch, y pese a su bellísima exposición sobre la esperanza, quizá la más enjundiosa y fervorosa exposición filosófica que se conozca sobre la condición humana, en sus cimas más altas y simas más profundas, no habría cómo reunir lo “que aún no es” y lo que ya es en una sola unidad o dimensión que corresponda a la realidad admitida por todos, esa que nos informa el sentido común. Sin embargo, encontramos que la esperanza, el largo y amplio universo de Bloch, se corresponde con el universo real, el único que puede racionalmente corresponderse con lo humano.

En tanto vivimos la esperanza como vivimos la espera o la expectación, la esperanza vive con nosotros, es nuestra compañera de existencia, es una realidad tan real como nosotros. Aunque responda al deseo de algo y no a algo, igualmente hace vibrar las cuerdas y las cuerdas son reales. ¿Acaso su vibración no es también real? Sólo habría que examinar si esas vibración  pertenece al futuro, si se vive como se vive la espera de cualquier acontecimiento que vuelve a producirse. Aunque la esperanza no nos informe acerca de una realidad concreta, vivimos en ella como si estuviese activo lo que en ella comúnmente encontramos de inactivo, de todavía no llegado, no generado o nacido o en estado de sólo posibilidad o probabilidad.

 

LAS DOS EXISTENCIAS

 

La realidad, la vida real, la situación vital, el presente histórico no es lo único que puede verificarse. Pues no todo es verdadero, “veri-ficado (= hecho verdad)” (Severino, 24). ¿Puede negarse la realidad de lo que se mueve y palpita, conmueve y modifica el dominio neurológico del cuerpo? ¿Acaso es irreal o no existe la sensibilidad, el llamado sentir del espíritu? Si la esperanza modifica el estado de ánimo, entonces, ha dado lugar a un cambio, y el cambio no es cambio si no se siente, si no se verifica en el cuerpo. Aparece, o en algún caso llega a figurar, como percibido, como haz de una realidad furtiva, de un rincón de la realidad habitualmente inadvertido, marginalizado por el cono de atención perceptual ocupado por lo inmediato.

Se puede dudar de que algo exista, pero para dudar es necesario contar con algo acerca de lo que se duda, porque no se duda de la nada sino siempre de algo. Así lo plantea Severino al hablar del cogito de Descartes. Conocemos la existencia de algo y luego dudamos de ese conocimiento, pues no hay posibilidad de la duda si no se refiere a alguna cosa. “Dudamos de todo: de la existencia de la tierra y del cielo, de nuestro mismo cuerpo… Descartes quiere decir: no estamos seguros de que nuestras representaciones correspondan a la realidad externa; dudamos de que éstas sean sólo un sueño. Pero este todo, del cual dudamos, debe ser conocido, para que se pueda dudar de él: si no fuese conocido, no podríamos dudar de él.” (Severino, 45)

Por tanto, aclara Severino, las cosas existen según las expresamos de dos maneras diferentes. Por lo que el verbo “existir” se refiere a lo que está fuera de la mente, y también al contenido de la mente (46). Dudamos de la existencia de algo porque “no se sabe si le compete una existencia en la realidad externa o independiente de nuestra mente […] es indudable porque, justo para poder dudar de ello, le debe competer una existencia dentro de nuestra mente”. Con la fórmula “Cogito, ergo sum” Descartes se refiere al ser que existe en nuestra mente. Cogito pienso quiere decir, pues, “dudo de todo” porque sólo lo pienso. Se duda de que la realidad se corresponda con el contenido (47).

 

SE VERIFICA UNA COINCIDENCIA

 

Ahora bien, “si la realidad en ella misma es lo que está más allá del pensamiento, por otra parte el pensamiento es también él, como tal, una realidad en ella  misma: es la realidad en sí del pensamiento. Esto quiere decir que, considerado en él mismo, el pensamiento es la certidumbre y a la vez es la verdad: no la verdad de la realidad que está más allá de la certidumbre, sino la verdad que compete a la certidumbre en cuanto también la certidumbre es una realidad y no una nada. La indudabilidad de la existencia del pensamiento significa que justamente porque está en duda la correspondencia entre la certidumbre y la verdad, hay un punto —Descartes lo llama ‛punto de Arquímedes’— en el cual certidumbre y verdad, pensamiento y realidad en sí, coinciden.” (Severino, 48).

Dice Descartes: “Para mover el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante afortunado como para encontrar algo cierto e indudable.” (Descartes, 223) Así, pues, el conocimiento de algo se registra objetiva y subjetivamente, y coinciden en cuanto a certidumbre y verdad si se tiene en cuenta que uno se refiere a lo externo y otro a lo interno. Las “normas de verdad o certeza” buscadas afanosamente por los filósofos, especialmente por Karl R. Popper, y reñidas con el sentido común y el idealismo (Popper, 69), son atribuibles al conocimiento subjetivo y no sólo al objetivo. Sólo éste dispone de la verificación, del hecho-verdad, pero el subjetivo también se refiere a hechos, y ambos son existencias. Una existencia de la realidad fuera del pensamiento y otra existencia de la realidad del contenido del pensamiento.

No hay cómo negar que son conocimientos confiables, en los que se puede confiar, dignos de confianza o fe, en los que es posible fiar-se (del latín fidare). Se deposita una fe en uno de ellos porque existe como contenido del pensamiento, y se deposita una fe en el otro porque existe fuera de la mente como realidad en sí. De modo que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y forma parte de la duda en tanto certidumbre implicada en el pensamiento. La esperanza, pues, se corresponde con la duda, es decir, con el pensamiento que piensa sobre su más allá exterior, pero, sea por su grado de confiabilidad o de fe, es el punto en que certidumbre y verdad, pensamiento y realidad, están más próximos y prestos a coincidir.

 

LA ESPERANZA ¿ES VICISITUDINARIA?

 

Hemos dicho que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y sólo falta examinar si esta realidad, en su “más allá exterior”, es atribuible a lo que aún no es o a otra fuente no enmarcada en el tiempo cronológico, ni a lo “que aún no es como se espera que vaya a ser”. Enseguida intentaremos este examen.         

El algo de que se duda en la esperanza es casi el algo en que se fía; en otras palabras, la esperanza es el punto en que tienden a coincidir el pensamiento y la realidad, aunque no coincidan nunca plenamente. Ese no coincidir nunca plenamente es lo que suministra una fuerza más poderosa que la que separa la duda de lo indudable. Se manifiesta como una sola pulsión, una misma disposición ante cualquier acto a realizar o pensamiento a predisponerse para la acción, y depende del grado de importancia que tenga para la conciencia.

Puede tratarse de un acto sencillo, por ejemplo, encaminarse rumbo a un lugar alejado de donde se está y con un cometido cualquiera. Para entonces, habrá una implícita objetivación del pensamiento proyectada hacia lo venidero o, más exactamente, la consagración o la intención de consagrar un acto que implica un cambio, una modificación del estado en que se está con el fin de adecuarse al estado de situación que adviene. También puede tratarse de algo más complejo o más complicado, por ejemplo, tener que optar por una de dos o más alternativas, decisivas o perentorias. Para entonces, la relación entre el pensamiento y la realidad tenderán a separarse y en el extremo bordearán el escepticismo o la incredulidad.

Siempre dudamos aunque no nos demos cuenta. Y frecuentemente nos encontramos próximos al “punto de Arquímedes” (Descartes, 223), ese punto “en el cual certidumbre y verdad se identifican. Pero Severino señala que la verdad originaria, según Descartes, y que está en el fundamento del saber, “no es algo encontrado por el pensamiento, sino algo que se impone al pensamiento sólo en el acto en el cual el pensamiento piensa, o sea sólo en el acto en el cual el pensamiento se produce”. De modo que “hay un punto —la existencia del pensamiento— en el cual la certidumbre es idéntica a la verdad”. Y, aunque “se trata sólo de un punto”, según Descartes, si se trata de “certidumbres auténticas”, son idénticas a la verdad (Severino, 48).

La esperanza no puede corresponderse sino con ese punto de Arquímedes que permite mover el mundo. Es inútil negar una fundamental participación de la subjetividad, la flor y nata del sentido común, en el conocimiento científico y en las demás manifestaciones del saber, sea la intuición o las diferentes modalidades de la inferencia, deducción, inducción, retroducción, prospección o probabilidad. No es inoportuno diferenciar estas metodologías, pero sí lo es procurar el desprestigio de algunas o sobrevalorar alguna de ellas. Se debe tener en cuenta una especie de secuela probabilística que no puede ser mensurada ni catalogada como inferencia: la esperanza.

 

SÍ, LA ESPERANZA ES VICISITUDINARIA

 

Es necesario especificar a qué clase de esperanza se puede atribuir el arduo perfil del conocimiento, sea de la naturaleza que fuere, certidumbre, duda, augur, probabilidad, etcétera. Aquel que participa en el mundo abraza siempre la esperanza, ajeno a la razón estricta, respaldado en la fe, religiosa o no. Algo así como un saber de lo que todavía no es que funciona como un saber concreto y actuante aplicado a lo que ya es. Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser, presenta diferentes grados de creencia y confianza, por lo que hay más de una clase de esperanza. Sin duda, la que importa es la que dispone de una operatividad consuetudinaria, pragmática, defectible y espontánea.

Habíamos afirmado que la esperanza pertenece a la realidad de la mente, de lo que se desprende que también es real, aunque referida a un “más allá exterior”. Pero, ¿de qué más allá se trata? ¿Es exterior a la mente? ¿Es un más allá temporal, como lo sugiere el principio esperanza? Un examen minucioso del asunto sugiere que, aunque se trata de un estado mental correspondiente al despertar de la esperanza en la conciencia, o en el subconsciente, el más allá en cuestión no puede resultar sino de la elaboración genuina procesada en la experiencia. Pues no nacemos con la esperanza, aunque sí con pulsiones de la talla del deseo y el amor.

Por lo que se deduce que la esperanza participa de la gran operación por la que el individuo humano se convierte en un solucionador de problemas y en un revelador de misterios. Se comprueba que forma parte del conocimiento vicisitudinario o vécico. Pues, en tanto el saber vicisitudinario emplaza a la realidad acorralándola en el mundo en el cual ha operado, en el cual ha modificado la realidad volviéndola a su favor, convirtiendo el orden del problema en la solución del problema. Con lo que ha logrado que la certidumbre y la verdad, el pensamiento y la realidad coincidan. Así, pues, la esperanza es eminentemente una fe vicisitudinaria.

Eso no modifica para nada ni le hace la más mínima mella al principio esperanza. Por el contrario, lo complementa, despeja cualquier misterio que pueda presentarse, allana cualquier clase de duda o sospecha sobre un asunto del todo complejo, profundo y arduo. La esperanza tiene su verdadero asiento en el ser y no en el tiempo, su natural arraigo en el presente y no en el futuro, su más encendido fervor en lo biológico y neurológico y no en lo que lo histórico tiene de premonitorio. Lo histórico interviene en cuanto a lo que atañe a la persona, a la historia de la persona. Y de esa historia, lo que ha sido su nervio central, la experiencia metamorfoseada en inteligencia. 

 

 

REFERENCIAS:

“ANTHROPOS”, Revista de documentación científica de la cultura, Números 146-147, Barcelona, julio-agosto de 1993, Ernst Bloch, la razón utópica.

“ANTHROPOS Suplementos”, Barcelona, Número 41, noviembre de 1993, Ernst Bloch.

BLOCH, Ernst (1977). El principio esperanza, Madrid, Aguilar.

DESCARTES, (1980). Obras escogidas, “Meditaciones metafísicas”, Segunda meditación, Buenos Aires, Charcas.

FORNERO, Giovanni (1996). “La filosofía contemporánea”, en Nicolas Abbagnano, Historia de la filosofía, Barcelona, Hora, volumen IV.

POPPER, Karl R. (1974). Conocimiento objetivo, Madrid, Tecnos.

SEVERINO, Emanuele (1986). La filosofía moderna, Barcelona, Ariel.

 

19 PRAGMÁTICA DEL SABER

 

Es posible considerar que la filosofía consiste en el estudio de la apariencia, aunque también estudie otros asuntos. Apariencia es, huelga decir, lo que aparece a los sentidos e incluye lo que afecta los sentimientos y la emoción, los valores y la moral.

 

Toda creación filosófica se apoya en una idea central que se aplica en desarrollos sucesivos y que se parece al leitmotiv en música. La idea originaria demanda un esfuerzo y severas explicaciones, pero la ampliación y aplicación de la idea como fundamento metodológico, respecto a variedad de problemas, demanda aún mayor esfuerzo y más explicaciones que a veces escapan del dominio estrictamente filosófico. En el intento de correr algunos velos que ocultan la realidad al entendimiento y a los mismos sentidos es preciso establecer qué se entiende por “realidad”.

La acción humana que se vuelca en y sobre el entorno determina la realidad para el entendimiento. Si no se diera esta originaria relación del individuo con el mundo quizá no habrían surgido las nociones de verdad y falsedad y de lo que se suele creer y no creer. Esa relación se da en la experiencia, y sin ella no daríamos como real lo que está fuera del alcance de los sentidos, ni como verdadero lo que no se puede hacer comprender en esa relación con el mundo y resulta sólo probablemente verdadero o probablemente falso. Nos referimos a una clase particular de experiencia.

Qué caracteriza al entorno y es decisivo para el entendimiento? Lo primero es la adversidad, es decir, lo que el entorno presenta como obstáculo o impedimento para el pensamiento y la acción. Lo segundo es la respuesta, la conducta dirigida a integrarse en tal entorno como un componente más. Lo fundamental de la respuesta consiste en una modificación sustancial por la que lo adverso se vuelve favorable.

 

ESQUEMA INICIAL

 

Una vez cumplido este ciclo relacional a través de la experiencia, el entendimiento consolida una noción de verdad, aquello en que se puede creer a partir de medios propios, y en que arraigan las relaciones de la verdad con la realidad, de la cual el sujeto forma parte. Mientras tanto el entendimiento despliega la noción de verdad en función de dos grandes principios bajo los cuales caen los juicios sobre lo necesario y sobre lo accesorio: lo bueno y lo bello, es decir, lo favorable y lo agradable para sí y para la convivencia, uno de los mayores problemas que es necesario resolver.

Lo verdadero, lo bueno y lo bello constituyen los tres elementos básicos que anidan como sustento del pensamiento y guían la acción, aunque están también sus opuestos, falso, malo y feo, e ingredientes subespecie, amor y odio, voluntad e indolencia, crueldad y piedad, etcétera. Estos elementos básicos de la naturaleza humana se recrean en la experiencia, se fortalecen, se debilitan o se mantienen siempre igual. Tales son la suertes que corren, pero estas suertes dependen de lo que el individuo haga consigo mismo, y de la consideración que tenga en su entendimiento por el resto de los individuos. De tal consideración surge el cuarto elemento básico: lo social, que en sí no puede elegir y por lo tanto no es ni verdadero ni bueno ni bello ni sus opuestos.

En la descripción de este cuadro cumple una función central la idea de experiencia, pero también es necesario confirmar el significado filosófico de este término. En general es usado de acuerdo a cinco aspectos que se parecen, pero son bastante diferentes. Primero, como “aprehensión por un sujeto de una realidad”, y también como “una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir”. Segundo, como “aprehensión sensible de la realidad externa… antes de toda reflexión”. Tercero, como “enseñanza adquirida en la práctica” y se habla entonces  de “experiencia en un oficio y en general de la experiencia de la vida”. Cuarto, como “confirmación de los juicios sobre la realidad por medio de una verificación”, por lo general sensible, demostración o confirmación. Quinto, como “el hecho de soportar o sufrir algo”, como el dolor o la alegría.” (Ferrater Mora, Diccionario de filosofía)

La experiencia, aun considerada como “el punto de partida del conocimiento”, juega un papel específico en la concepción de Kant: “Kant admite, con los empiristas, que la experiencia constituye el punto de partida del conocimiento. Pero esto quiere decir sólo que el conocimiento comienza con la experiencia, no que procede de ella (es decir, obtiene su validez mediante la experiencia)”. Para este filósofo del siglo XVIII la experiencia es “el área dentro de la cual se hace posible el conocimiento. Según Kant, no es posible conocer nada que no se halle dentro de la ‛experiencia posible’. Como el conocimiento, además, es conocimiento del mundo de la apariencia […] la noción de experiencia se halla íntimamente ligada a la noción de apariencia” (ibidem).

¿Pero qué es el “área dentro de la cual se hace posible el conocimiento”? Kant se refiere a los conceptos, elementos esenciales del entendimiento que permiten interpretar la apariencia, descifrar la realidad (y la existencia). Dice: “Hay sólo una experiencia en la que todas las percepciones se representan como conjuntos completos y conformes a leyes, al igual que sólo hay un espacio y un tiempo en los que se dan todas las formas del fenómeno y toda relación del ser o del no-ser”. Y enseguida agrega: “Cuando hablamos de experiencias diferentes, éstas sólo son percepciones distintas que pertenecen, en cuanto tales, a una única experiencia general. En efecto, la unidad completa y sintética de las percepciones constituye precisamente la forma de la experiencia y no es otra cosa que la unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos.” (Crítica de la razón pura, A 110)

 

AMPLIACIÓN DEL ESQUEMA

 

Esa “unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos”, de Kant, ¿qué es, cómo llega a originarse, a desarrollarse y a formarse en el entendimiento? Queda claro que se forma a través de la experiencia, ¿pero, de qué manera? Kant nos remite a la función que cumplen las categorías, y de allí en adelante se puede seguir el célebre derrotero que traza como un iluminado ingeniero del conocimiento.

Aquí sólo nos detendremos en una posible derivación inesperada, pues esa “área” o unidad sintética de los fenómenos que se logra mediante conceptos parece no responder puramente a conceptos sino también a habilidades contraídas en la experiencia, no de acumulación simple de experiencias pasadas sino, especialmente, de una unidad sintética de todas las experiencias. De conceptos, pero también y fundamentalmente de algoritmos biológicos cuya formación en el entendimiento depende en su generación de lo que se haga con la experiencia vivida, con la vivencia o con el acto en que la circunstancia reúne al problema de turno con su eventual solución.

La idea inicial se esconde en la experiencia, como surge de la definición tercera de Ferrater Mora, pues ella tiene que ver con el conocimiento en forma directa en tanto “enseñanza adquirida en la práctica” y no en tanto aprendizaje teórico o inducido. Se trata de la idea según la cual la experiencia es el campo de actividad y acción en el que la adversidad es transformada en su contrario por parte del mismo sujeto, transformación de la cual resulta una impresión o fulguración que en lo sucesivo se activa ante la necesidad de resolver problemas nuevos y revelar misterios aún no revelados.

Este saber, pues, no es el saber que vuelve a aplicarse una y otra vez ni una habilidad que resuelve un problema muchas veces o realiza una tarea consabida con idoneidad. Es, en cambio, la idoneidad adquirida en una circunstancia personal de resolución de problemas, con una historia personal y a través de un recurso de creación también personal. La que vuelve a operar de manera semejante a como opera el sistema nervioso vegetativo por reacciones instintivas y automáticas del organismo.

 

MÍNIMO DESARROLLO

 

El saber que se adquiere por experiencia propia, en forma independiente de los demás saberes, innatos, adquiridos por trasmisión o implantados en tanto contenidos que se memorizan y vuelven a aplicarse en circunstancias semejantes, ¿cómo puede inspirar una interpretación posible de la condición humana o en su lugar inspirar rudimentos para una filosofía?

Este saber exclusivo es el que la determina y, si bien no es el que define definitivamente la realidad, al menos es el que propone tentativamente qué es verdadero para la persona y qué no, qué es real y qué no, y qué es el mundo y la vida, siempre en el fuero íntimo. Da lugar a una interpretación primaria a partir del sistema problema/solución del problema, eminentemente subjetiva pero a la vez operativa. Es la que en primer término echa luz sobre la famosa “área en la que se hace posible el conocimiento" de Kant. Corresponde a la modificación del entorno del cual forma parte el sujeto humano y que éste delimita a través de una acción personal directa y propia, no implantada, cuyos alcances son únicos.

Así nace la concepción de la realidad y el concepto de verdad que en última instancia maneja la persona, aunque se adorne con los saberes adquiridos por transmisión o aprendizajes inducidos. Sólo esa vía por la que en la experiencia se selecciona lo que es capaz de convertir lo adverso en favorable (exitoso o no, pues puede resultar favorable aunque no decididamente exitoso) es la que se demarca en la historia personal, la que tiene que ver con el saber en el que la persona puede confiar, o en que solo confía en tanto no es desechado por otro llegado desde afuera que lo desbarranca.

Viene todo a depender de esta sencilla historia, una historia de acontecimientos innominados, no fácilmente determinables, historia que ha estado en la base de los empeños, trabajos, luchas, éxitos y fracasos y que funciona como generadora de pautas de carácter recursivo, pensamiento y acción. Fundamentalmente, depende de esta clave del saber personal la misma concepción del mundo y de la vida. Porque no hay posibilidad de comprender nada y de desempeñarse con felicidad en el entorno sin el acervo de esa inteligencia autónoma y superior que sólo se adquiere enfrentando la adversidad y modificándola de alguna manera.

De la interrelación del hombre y el medio surge la comprensión inicial de la realidad. De ella resulta el grado de verdad y la índole de las ideas y creencias en la esfera consciente. Pero la verdad y la índole de las ideas en la consideración general, en la sociedad, la cultura, la ciencia y el pensamiento, son otras o son las mismas ajustadas, pulidas y consensuadas, y comprenden el llamado conocimiento humano. La  misma interrelación aumentada es la fuente de la que se alimenta el sentimiento de lo social, el reconocimiento del otro y la predisposición a la convivencia. Pero la aumentada no se da sin la otra disminuida.

Se adquiere por esta vía los atributos del saber, y se alcanza el plano en el que se puede hablar de conocimiento sistemático, de ciencia fáctica y social, de filosofía, de derecho, etcétera. De manera que lo histórico personal se convierte en histórico social e historiográfico, y aun en sentimientos estéticos. El sistema problema/solución-del-problema es para entonces la fuente del saber, la respuesta humana ante la apariencia y el disparador de todos los demás sistemas de conocimiento.

 

20 EPÍLOGO: FILOSOFÍA Y PERSONA

 

Hemos venido presentando una idea sobre el conocimiento, pero sobre el conocimiento de que dispone en su particular situación y circunstancia un individuo humano cualquiera. Por esta razón hablamos de saber, y de conocimiento sólo cuando lo ha requerido el contexto. “Saber” parece algo más amplio, más vago también, y es aquello con que cuenta como recurso cualquier persona en el marco del conocimiento común y corriente.

La idea incluye el supuesto de que lo decisivo de ese saber surge de las interrelaciones con el entorno y no sólo del conocimiento adquirido teóricamente o por aprendizajes y tareas mecánicas o reiterativas. Y también que esas interrelaciones son las que permiten obtener algunas certezas sobre la realidad circundante y adquirir la noción de verdad o de falsedad del mundo y de la vida, las que funcionan directamente en los entornos y circunstancia de todos. Estas interrelaciones nos suministran un saber elemental, primario, pero original, autopoiético, sembrado y cosechado por medios propios y previo a todo conocimiento sistemático.

A nadie escapa que palabras como idea, saber, realidad, verdad, encierran profundos significados y adquieren sentidos diversos en contextos muy diferentes. Los sentidos que les hemos dado aquí son los sentidos comunes, las acepciones que solemos darles  en la vida práctica. Sólo hemos agregado la pretensión de que ellos son los que más interesan a la filosofía.

Interesan a la filosofía porque la filosofía también se funda en lo elemental y primario. También nace como reflejo del accionar del hombre sobre el medio, como discurso que se inspira en la relación directa con el mundo y en pulso idéntico al de la vida. No quiere decir que la filosofía sea un saber independiente del acervo gigante de todos los pensadores de la historia, nada de eso. Sólo quiere decir que sin la aplicación del pensamiento en lo concreto y en lo lo vivido intensamente no puede innovar, formular sus preguntas de manera que despierten nuevas respuestas y ayuden a revelar nuevos misterios.

Lo expresado hasta aquí es cuestión conocida y compartida por muchos. No lo es, en cambio, que el contacto con el entorno, el intercambio del cual surgen los componentes del sistema P/SP o sistema problema/solución-del-problema (que por lo demás es un concepto cuya importancia antropológica no ha sido destacada, hasta donde sabemos), no produce sólo experiencia memorizable y lo necesario para asimilar  el conocimiento teórico sino, especialmente, experiencia integrada como saber personal. Esta es la primera tesis de una teoría que hemos llamado vécica por inspirarse en lo que encierra la palaba vez. Encierra lo ocurrido en veces innumerables en las que hemos producido inteligencia y cuyo registro en la memoria no interesa ya.

Es a partir del sistema P/SP que el sujeto concibe el mundo y la vida, enlaza realidad y verdad, convicción e incredulidad. Configura una visión general acerca del mundo y la vida que orienta su pensamiento y su conducta en el ámbito personal y en el social. Es una construcción propia y no una adquisición ya construida, del todo vicisitudinaria y raras veces ordenada y natural: más edificada que adquirida.

De este sistema participa todo ser humano, en grados de desarrollo diferentes pero siempre en desarrollo. Desde que cada ser humano posee una inteligencia diferente, un cuerpo diferente, una moral, una sensibilidad, o sea, una personalidad diferente, también ha respondido al influjo del sistema P/PS de manera diferente, que puede parecerse a la de los demás, pero nunca del todo. Esta particularidad obedece al sentido declarativo de la expresión “filosofía de vida". Porque, en efecto, la persona, lo sepa o no, fuera de una manera acabada o a medio acabar, posee una filosofía personal. Ha consolidado en su mente una concepción de la realidad, experimentado sus favores e inconvenientes, quizá sufrido en el proceso e, incluso, la ha modificado en su desempeño de vida. Por lo que tiene un pensamiento elaborado o a medio elaborar al respecto que es el que dirige su conducta.

El orden explicativo que al respecto maneja la tradición filosófica es inverso. Busca explicar la relación del ser humano con el mundo tomando como referencia el conocimiento alambicado y consensuado. Se vale de él para contrastar las particularidades del conocimiento común, del orden del saber primitivo, de las creencias, de la fe, de la religión. Lo que pertenece al ámbito subjetivo no es confiable para la tradición filosófica moderna, aunque se haya movido en ese ámbito asistida por la razón y por la percepción sensible desde siempre. El filósofo ha olvidado que la subjetividad tiene su asiento en la experiencia, como el conocimiento objetivo, el más apreciado por la ciencia.

Paradójicamente, la subjetividad brinda información más concreta que la objetividad, pues la objetividad es pura abstracción. La subjetividad, en cambio, arraiga en lo humano como la raíz de una planta en la tierra. Este detalle no emparenta la teoría vécica con la tradición naturalista, con el supuesto de que la única realidad es la naturaleza. Tampoco, como ya se habrá advertido, con el idealismo subjetivo para el cual la realidad es una construcción de la mente.

Para el saber común no se trata de desentrañar nada más que lo que atañe a la adversidad que en el entono se opone a todo desempeño. Es bien conocida por todos la naturaleza comprometida en el entorno, y se puede vivir en ella sin explicaciones y aun sin ciencia. Y no se trata de apoyarse en solo ideas, en las construcciones ocasionales de la mente porque, en general, el saber común tiende a orientar al individuo en el sentido de la acción inmediata, necesaria, más que en el sentido de una elaboración mental que requiere de espacio y tiempo particulares.

 

 



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