Se habla de sentir como sentir físico y corporal o como sentir mental o espiritual, pero existe otro sentido para el mismo término, y surge de afinar la introspección y descubrir el verdadero papel que desempeña en el campo de la conciencia.
“Pensamiento” es un término que alude al contenido o a los rasgos de ideas, conceptos, valores, sentimientos de una persona o de un grupo de personas, en contraste con los aspectos corporales y conductuales, gestuales o biográficos. Según el Diccionario de María Moliner es “cosa que se piensa”. Y “pensar” significa, de acuerdo a la misma fuente en su primera acepción, “Formar y relacionar ideas”. Por lo que “pienso” es la palabra que utiliza una persona para aludir a su actividad mental y eventualmente a su contenido de conciencia o a ambas cosas: “pienso en ti”, “pienso el problema”, “sólo lo pienso y no haré nada”, etcétera.
En
esas alusiones a lo que ocurre en la mente, y a la clase de contenido a que da
lugar eso que ocurre, interviene siempre un sentir que se está pensando
y un sentir que lo que se está pensando es tal cosa o tal otra. Hay un
pensamiento que está fluyendo, una idea o una asociación de ideas, o una imagen
o serie de imágenes, en fin, cualquier representación, y surge la conciencia
plena de qué clase de idea se está pensando, formando o repitiendo en la mente.
Sentimos que pensamos, sentimos que hay una idea o una asociación de ideas y nos
damos cuenta de que estamos pensando.
Darse
cuenta del sentir que revela el pensar o el pensamiento
permite poner las cosas en su lugar, aunque resulte algo difícil. Se comprueba que
el pensamiento es una función y no el medio en el que se realizan o manejan las
ideas, esto es, el contenido de la mente. Que llamamos pensamiento a lo que
resulta de esa actividad de la mente, esto es, a una composición de ideas o
conceptos o imágenes, cualesquiera sean, que elaboramos y sentimos como
propias. Se da, pues, el producto que resulta del trabajo de la mente, la obra
que se origina en una actividad que sentimos interna, mental y consciente.
Sin
embargo, llamamos “pensamiento” a una dimensión mental o medio en el que se mueve
lo mental, diferente al de los sentidos y la percepción, y también diferente a la
otra dimensión que llamamos afectiva o subjetiva, correspondiente a los
sentimientos, emociones, pasiones, llamados “fenómenos psíquicos”, y entre los
cuales suelen incluirse los sentimientos estéticos, éticos, axiológicos, deontológicos,
religiosos. Muy probablemente, estas denominaciones y particiones que hacemos se
deben a que no tenemos en cuenta la verdadera función del sentir en la
actividad humana, correspondiente al pensamiento o al espíritu, a la percepción
o a la elaboración mental de la información proveniente de los sentidos.
Sentimos y, de acuerdo a cómo aparece lo que sentimos,
en función de los motivos por los cuales sentimos tal cosa u otra, de la circunstancia
que vivamos al sentir, del estado de ánimo y del cuadro mental que nos embargue
en el momento, dividimos el sentir en percepciones, en ideas, en sentimientos,
en conceptos o en lo que sea. Sin embargo, en la conciencia ocurre algo
elemental o se revela algo primordial: el sentir, Y no hay otra
actividad más contundente que esa: que sentimos que algo nos pasa por
dentro, es decir, que pensamos. Igualmente, la de que sentimos que
vemos, que tocamos, que recordamos o caminamos o leemos o conversamos. Es bastante
difícil establecer con claridad esta sutil distinción, pero es clave para
entender el funcionamiento combinado del cuerpo y de la mente, de lo que
tradicionalmente estudiamos por separado: lo mental y lo corporal, lo
intelectual y lo espiritual, las ideas y los sentimientos, las manifestaciones
estéticas y éticas, la moralidad y los valores, la religiosidad, lo inmanente y
lo trascendente.
SENTIR Y SER
En la vida corriente no distinguimos
si pensamos o si sentimos, si meditamos o si sentimos que meditamos. No
distinguimos o no nos abocamos a distinguir si pensamos algo o si sólo sentimos
que estamos pensando algo. En la mayoría de los casos advertimos interiormente
que estamos ideando algo, que se asocian vagamente algunas ideas o
connatos de ideas. Afloran algunas figuras o imágenes, espectros mentales o sus
rumbos –movimientos, direcciones– que nos ponen al corriente de que estamos
elaborando algo, como si amasáramos harina para hacer pan.
Al mismo tiempo, y de acuerdo a la circunstancia que
vivimos, sentimos esa actividad como relacionada con diferentes estados de
ánimo o con situaciones o ambientaciones mentales. Puede tratarse de lo que
llamamos ideas o de lo que llamamos sentires, sentimientos, o directamente,
sensaciones, percepciones, contactos directos a través de los sentidos del
cuerpo. Puede tratarse de lo que sea y en todos los casos hay un sentir, una
realización sin la cual no. Y sentimos que pensamos, que nos
emocionamos, que recordamos, que algo nos agrada o no, que lo consideramos
oportuno o no, en fin, que completamos el sentir con vestiduras determinadas y
específicas.
Eventualmente, hemos creído que pensamos en algo cuando
sólo lo hemos sentido. Se trata de algo que genera el sentir sin llegar a ser
cabal pensamiento. Puede tratarse de un sentir importante, de algo por encima
de lo habitual en la vida corriente: por ejemplo, sentir que somos,
sentir que estamos viviendo. Porque no se trata de sentires habituales, de
los que siempre concientizamos, pasan por pensamientos profundos acerca de que somos
y de que vivimos, que por detrás debe ocultarse un porqué y un para qué
fundamentales, cuando en verdad sólo nos está pareciendo eso y no lo estamos
pensando a cabalidad.
No vivimos para pensar que vivimos ni por
pensar que vivimos, o que milagrosamente somos. Más más bien vivimos para
y por sentir que vivimos. Es claro que pensamos para poder vivir, y que
si no pensáramos moriríamos. Pero vivimos la vida sintiéndola y no pensándola,
sintiéndola por dentro o por fuera y haciendo de ella y del yo una misma y
única realidad consciente. El sentir que somos, el sentirnos como seres vivos de
todos los días, el volver consciente el hecho de que somos, es la
particularidad que se atribuye a la especie humana. No hay duda de que las
demás especies sienten y aun de que piensan, pero sin que se sepa claramente si
piensan de una manera consciente.
Así, pues, vamos directo a establecer la fórmula siento,
luego soy; pero no se trata de establecer ninguna fórmula filosófica ni de
repetir la que ya anda por ahí, la que es capaz de explicar el fundamento de la
existencia humana. Se puede decir “siento, luego soy” sólo para rendir cuenta
de una condición sin la cual no es posible comprender el funcionamiento de la
inteligencia. No para elegir qué es primero, como es de uso en la historia de
la filosofía sino para atribuir la importancia funcional del sentir.
Pues, en tanto sentimos, somos; pero, si no
sentimos ¿cómo vamos a ser? En el término sentir ahora estamos conteniendo un
significado diferente al usual, el cual sirve para referir el sentir del cuerpo
o el sentir “del alma” indistintamente. Aquí lo usamos para referir todos los
sentires, ese estado de conciencia en el cual se refleja una criatura que
existe, que se entera de su existencia y además que distingue entre diferentes
clases de sentir.
No
se trata de establecer el sentir como algo anterior, generatriz y primero de lo
humano, vinculado a su naturaleza primordial y por encima de todas sus otras
características. El propósito es otro y consiste en señalar que sentir y ser,
en tanto ser humano, es la misma cosa. Son la misma realidad del ser
consciente: si no hay sentir no hay ser y si no hay ser no hay sentir. ¿Es
posible ser alguien y que eso que se es no sea objeto de la propia conciencia?
¿Es concebible un ser humano sin conciencia? No es posible, y hasta es posible
concebir un ser humano sin pensamiento o con un pensamiento primitivo o
elemental, pero no concebirlo sin la capacidad de sentir en el sentido al que
venimos refiriéndonos.
SER Y EXISTIR
No pensamos por separado ni sentimos por separado.
Si pensamos somos objeto de sentimientos, y si sentimos somos objeto de pensamientos.
Sea lo que sea lo que sentimos, separamos y no sabemos cómo ni por qué
separamos: ideas o sentimientos, deseos o satisfacciones, proyectos de conductas
o posibles afecciones. Vivimos pasando de un sentir a otro, de una revelación a
otra, de un estado de atención a otro, y cursamos la vida como la cursan las
mascotas, los gatos y los perros: en una permanente atención al sentir.
Y al respecto es del caso preguntarnos ¿qué quiere decir pienso? En
una primera instancia, parece claro que se sabe más en relación a qué quiere
decir siento que a qué quiere decir pienso. Es más concreto
sentir que pensar; pensar es más complejo y abstracto. Sentir es algo
inmediato, simple; por algo se asocia tradicionalmente con el tacto, con los
sentidos, con la empiricidad del cuerpo.
En
su condición de estar y vivir “dentro de sí” el yo asume la inmediatez de la
conciencia, lo que no puede asumir en su pensar, pues pensar es tan inmediato
como mediato; es adimensional. El sentir es inmediato y dimensional: no consume
mucho tiempo, pero necesita espacio. El pensar requiere de la voluntad, el
sentir no necesita ese requisito: es espontáneo. En la mayoría de los casos
encontramos una importante diferencia entre saber y sentir; el pensamiento
requiere del saber; el sentir no lo requiere, es ignorante. Si el saber
requiere de la experiencia anterior, de los aprendizajes, de las habilidades
innatas y adquiridas, el sentir no requiere nada de eso: es simple y despojado.
Por lo que el pensamiento es dependiente y el sentir es independiente.
En
general, al manifestarnos para “los adentros” procedemos espontánea y libremente.
Es difícil disponernos a pensar de manera sistemática, someternos a un
pensamiento dispuesto en un orden racional, controlado, preparado y conclusivo.
Por algo María Moliner se vale del ejemplo “El oficio del filósofo es pensar”, pues
oficio es aquello que responde a un ordenamiento previo del saber y del hacer. El
sentir no es previo a nada, es la novedad que surge de cada estado de
conciencia, de la mente, del alma o del espíritu. Sin que tenga que ser el
primero, es el acto prevaleciente cada vez que se es, que se asume en forma
consciente que se es. Estamos hechos de senti-mientos; sentir es vivir. Sentir
necesse, pensar non est necesse.
Pensar
en forma aplicada, voluntaria y ordenada, es lo que llamamos “reflexión”. Es un
trabajo como cualquier otro que realizamos de manera no tan frecuente como
sentimos que pensamos. Se puede decir aun que muchas veces que creemos que
reflexionamos sólo estamos sintiendo, sólo creyendo que reflexionamos. En muchos
casos semejantes sólo estamos sintiendo que algo ocurre en nuestra mente.
Hay
por extensión una diferencia sensible entre ser y existir. La
fórmula “pienso, luego soy” se puede exponer también como “pienso, luego
existo”. Esta fórmula bipolar es dependiente de los opuestos que la componen,
como “existo, luego soy” o “siento, luego soy”. El sentir del cual hablamos, en
cambio, no admite el sinónimo, puesto que con sólo sentir se comprueba el existir,
pero no alcanza para comprobar el ser humano. El ser humano es más que sólo
sentir, aunque esté hecho de sentires o senti-mientos. Es también pensamiento
en el sentido tradicional, sentimientos, valoraciones, deseos, ambiciones,
esperanzas.
CONTENIDO DE LA
MENTE
¿A qué llamamos contenido de la mente, entonces? Una
posible respuesta sería: llamamos así a lo que resulta de una actividad subjetiva
que responde a motivaciones diferentes, internas o externas, y que se
manifiesta de acuerdo a posicionamientos del yo, desorganizado u organizado, y de
acuerdo al estado anímico en que se encuentra. Pero, sea correcta o incorrecta
esta respuesta, ¿cómo se llega a ella? ¿Cómo fue posible distinguir al menos
algunas características y algo de su funcionamiento? Pues, sólo porque se ha
sentido más que pensado. Véase que la respuesta no se ha pensado lo suficiente y
que, en puridad, sólo se ha sentido como respuesta y luego volcado en una
proposición.
En
este conato de respuesta se adivinan ciertas motivaciones que responden a posicionamientos
y creencias exclusivas del yo. Por lo que vale preguntar ¿cómo se adquiere esa
aproximación a una respuesta, a un posible saber acerca de algo? Bueno, en principio
sólo se puede responder que no se sabe lo suficiente y que sólo se siente algo
al respecto. Saber es “conocer, tener en la mente ideas verdaderas acerca de
determinada cosa” (María Moliner), y en la respuesta no figura nada como idea conclusivamente
verdadera y no sabemos si se trata de determinada cosa o de otra. Lo que nos
ilustra la respuesta no es conocer sino aproximación a conocer.
Son palabras sentidas, esto es, actividad general de la inteligencia volcadas
en una expresión de lenguaje cualquiera. No como expresión especializada en lo físico
ni en lo espiritual sino sólo en el sentido de la forma de sentir, en cuanto
es posible la concreción en la conciencia de una relación entre lo que
remitimos a lo abstracto y lo que remitimos a lo concreto. Llamamos contenido
de la mente, pues, a lo que se vuelve consciente al manifestarse, no al
conocerse.
No es pensamiento sino sentimiento o, como escribíamos, senti-miento; y nos
valemos de la escritura separada sólo porque se descubre una nueva y
complementaria acepción: no como “pensamiento” ni como “estado afectivo” sino
como impresión, indicio o señal, sea de lo que fuese. “Contenido”, quizá, porque
se trata de lo que se asocia al provenir de la fuente originaria, de una matriz
que es la del mismo vivir y de la cual se es consciente al reconocerse como algo
propio, parte inseparable del yo y, asimismo, autónomo y libre. No es
conocimiento sino signo, aviso, señal, como el humo es señal de que hay fuego
en alguna parte.
Sólo
al convertirse en componente manifiesto de la actividad individual –o social–, el
fantasma se convierte en ideas o en conductas o en sentires afectivos. En
direcciones que adopta la intencionalidad cuando es advertida por la conciencia,
y que, al respecto, no es posible definir como impulso que se convierte en idea
o en afectividad o en moralidad o religiosidad, porque no se conoce a qué
compartimento de la mente pertenece y sólo alcanza la figura de realidad
subjetiva.
CONTENIDO DE
CONCIENCIA
Es preciso, pues, distinguir, ahora más que nunca,
el sentir material o espiritual del que es urgente reservar para dar
significación y nombre a la obra fundamental por la que nos enteramos de qué
somos y de en qué consistimos. No es el conocimiento sin más, sino el sentir del
conocimiento. Tampoco una mera función neural, ingrediente básico y sustancial
del conocimiento, sino la conciencia en estado de despojamiento y de desnudez y
que, quizá, alcance un desarrollo y se convierta en saber o en afectividad.
Igualmente,
es preciso atribuir una nueva connotación a la denominación y al concepto conciencia,
el valor de un sentido completamente particular. Nos referimos al que, además
de consagrar el “darse cuenta”, el movimiento interior que lleva “algo” hasta el
foco de la atención, también facilita el despertar lo que duerme o se conserva en
estado de inercia o paralización momentánea de motivación y de designio. Porque
es el fenómeno que pone en estado de actividad la sensibilidad general. El que
se encarga de hacer aparecer una idea, una imagen, un sentimiento, una
obligación, un deseo, alegría o tristeza, maldad o bondad, desgracia o buena
fortuna. El que es capaz de volver consciente la verdad o la falsedad tanto
como lo duro y lo blando, lo bello como lo feo, lo correcto como lo incorrecto.
Todos serían sentimientos (senti/mientos) en su nueva acepción significativa.
Cada
uno de esos sentires esconde su correspondiente especificidad, y aquí se cumple
la razón por la cual siempre la han adquirido de la misma manera, y no hay nada
que agregar en este aspecto. Hay que distinguir la diferencia entre la
producción de una idea o de un sentimiento o de un deseo y su aprehensión.
Consiste el sentir en aprehender su producción, en descubrirla y hacerla crecer
y dirigir al centro de la atención para comprender lo que en términos
habituales se entiende como “contenido de conciencia”.
Sea
el caso de cualquier contenido de conciencia, por ejemplo, tener la idea de lo
que haremos en el correr del día, o el sentimiento de miedo ante un peligro que
nos acecha, el recuerdo de un momento de felicidad plena, etcétera. En todos
los casos el fenómeno se nos revela mediante un acto interno por el cual lo sentimos.
Por supuesto, también podemos pensarlo, pero pensarlo ya es incluirlo en un
contexto determinado, ya es relacionarlo con otros sentires, elaborar el sentir,
asimilarlo y desarrollarlo siquiera mínimamente. Es el caso, entonces, en que
hablamos de pensamiento y no de otro tipo de sentir.
De
la misma manera, podemos sentir el fenómeno como una reacción ante motivaciones
perceptivas o memorísticas, o por cualquier otro motivo de orden emocional o
moral o religioso. Pero se trataría de un caso ya de orden emocional,
asociación de un sentir con una trama subconsciente instalada y latente, por
insignificante que pueda ser. Así, sentir es sentir el pensamiento o sentir el
sentimiento. Y a veces sentimos que pensamos y no pensamos en el sentido
estricto, no “sabemos” que pensamos, así como sentimos o advertimos sentimientos
ambiguos o borrosos o confusos. Lo que demuestra que sentimos, sea lo
que fuere lo sentido; demuestra que sólo sentimos, sin que sea claro el
contenido de la conciencia. Sentimos que sabemos o conocemos algo sin
reconocerlo plenamente, lo que también puede constituir presentimientos,
nostalgia o reminiscencias. Se evidencia que sentimos sin más
RELACIÓN CON LA
EXPERIENCIA
Volviendo al principio, se advierte lo inadecuado
que es suponer una dimensión para el pensamiento y otra para el sentimiento,
una para los contenidos de la objetivad y otra para los de la subjetividad.
Pues al discernir con cuidado el sentir del cuerpo y el sentir “del alma”,
surge un denominador común que es la experiencia. Esa otra dimensión funcional
a la inteligencia, que desde antiguo se remite al contacto con la realidad
concreta, curiosamente, no se diferencia por esa razón de la dimensión subjetiva.
Porque la dimensión subjetiva también se remite a la experiencia, pues ¿en
dónde nacen los sentimientos? ¿De qué motivaciones? ¿En dónde se manifiestan,
cuáles son sus raíces sino las que arraigan en la experiencia de vida? Es un
mito, y no precisamente romántico, envolver la subjetividad en un interior
recóndito, concebido como la parte angosta de un embudo que se pierde en las
profundidades del yo. Por el contrario, la subjetividad se enriquece en la más
concreta de las realidades históricas de la persona y en sus vivencias.
Si
bien el sentir se registra en lo mental y espiritual y se consolida en una
dimensión neurofisiológica especializada, sería incaptable sin la intervención
de la experiencia, de la vida en sus relaciones intrínsecas con los entornos
físico y biológico. Por lo demás, el sentir no se ocupa de producir los
fenómenos sino de anunciarlos, de servir de mensajero. De lo contrario no sería
posible, como es frecuente, hacer pasar como pensamiento lo que sólo es
discurso vacío, emisión de sentires desprovistos de sustancia pensante, lo que
también ocurre con los sentimientos huecos o simulados y carentes de
espiritualidad auténtica.
Se ha vuelto habitual la clasificación de los sentires aun cuando en sus
manifestaciones no sean del todo delimitados y elaborados. La necesidad de poner
orden en la actividad intelectual, espiritual, moral, religiosa, en todos los campos
de la cultura, ha obligado a generalizar. Pero la generalización a veces resulta
esclarecedora y a veces llama a confusión. Al profundizar la introspección se vuelve
bastante claro que en muchos casos interviene una variedad de índoles o géneros
o naturalezas subconscientes o inconscientes que sin dejarse notar convergen en
la superficie de la conciencia. Y dejan flotar el sentir en una nube indistinta
en la que conviven intuiciones, convicciones, dudas, de todo tipo de amagues de
la subjetividad o se diría “algos” que no se han delimitado ni presentado con
“forma” específica.
Se
dibujan escalas en las que alternan sentimientos como el amor y el despecho, la
envidia y el altruismo, conceptos-límite como la gravedad y la masa, la onda y
la partícula, en fin, aquello que no es del todo una cosa ni del todo otra y
que a la vez es ambas. De esta clase de ambivalencias, ambigüedades, juego de
opuestos y dialécticas entreveradas se compone el vivir, consciente e
inconsciente. De manera que se siente sin discriminar lo que se siente. A esta
particularidad no se ha prestado demasiado atención en la teoría filosófica,
aunque le ha prestado mucha el psicoanálisis, la neuropsicología y la
psicología en general.